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—Pero si ya le he dicho, no sé cuántas veces, que hace varios días que rellené el dichoso formulario del que me habla, ese en que me piden los datos de ella.

—Entonces tiene que esperar a que la gente encargada del asunto acabe por tomar cartas en éste.

—¡Pero si le digo que hace días que espero, carajo!

—Señor, por favor. Acá con palabrotas no, ¿eh? Estamos haciendo lo que podemos. Los del Directorio tienen siempre muchísimo trabajo. No pierda la cabeza.

 

Al oír estas últimas palabras, los ojos del hombre giraron en dirección del funcionario que las había enunciado, quien se encontraba sentado en ángulo bastante más superior con respecto a la cabeza del hombre. Si no hubiera sido por las circunstancias que lo habían impulsado hasta el llamado Departamento de Quejas y Regulación de Bienes, habría sabido éste apreciar el humor irónico de la oración. Pero estaba cansadísimo y, sinceramente hablando, harto de tanta burocracia enfermante que lo mantenía prácticamente estancado, atrapado en esa especie de limbo en el que había estado desde no recordaba cuándo exactamente. “Es difícil llevar la cuenta de los días en este lugar”, se había repetido mentalmente en varias ocasiones. Aunque, en honor a la verdad, sí recordaba el día que había llegado hasta allí.

 

—Quiero atestiguar aquí—, le había dicho en tono de nerviosa voz, temblando el cuerpo entero y en evidente estado de shock, a ese mismo funcionario aquel día, —que todo pasó tal como lo dije y ya está anotado, me consta. Que el domingo, por la mañana, mientras ella y yo viajábamos en ese autobús, contentos de estar, por fin, en el desierto mexicano (un lugar casi mítico para ella y yo, tal como lo expliqué: por eso de nuestros trabajos, nuestras amistades y nuestras inclinaciones espirituales y personalidades afines, que nos hacen querer viajar y conocer los desiertos de este continente. Ya hemos estado en Arizona, Nevada, Utah, Chihuahua, Aguas Calientes; incluso, tal como se lo dije a usted mismo, en el desierto de Atacama, en Chile); bueno, señor funcionario, como le dije ya varias veces: quiero dejar registro de que cuando esos hombres hicieron detener el autobús en el que viajábamos, yo nunc…

—Se dirigían de Monterrey a Nuevo Laredo, como lo indica aquí, ¿no?—, le preguntó el funcionario, sin levantar la vista del expediente.

—Sí, sí, señor funcionario, exactamente. Bueno, pues yo nunca imaginé que esos hombres eran miembros del cartel de Mich…

Los Zetas, señor, no confunda.

 

Los ojos del hombre esta vez giraron hacia abajo, un tanto avergonzados, aunque no habría sabido explicar por qué. Después de todo era él la víctima. Bueno, él y ella. “Debe ser por eso”, alcanzó a pensar, “que me siento mal: por ella, por este horrible lugar, por esto horrible que me ha pas… Que nos ha pasado… ¡Oh Dios!”. Esta vez, sus ojos giraron hacia arriba antes de responder:

 

 —Oh sí, sí, Los Zetas. Es que estoy nervioso y muy preocupado por ella, ¿sabe? Por eso que estoy presentando esta denuncia y reportando los hechos.

—Entiendo, continúe usted.

—¡Oh sí! Por supuesto. Le decía que cuando los vi subir al autobús, jamás imaginé que serían criminales, que ser…

—¿No estaba consciente usted de la ola de violencia que vive México estos días por culpa del narcotráfico, señor?

—Sí, claro que lo sabía. Mis suegros insistieron tantas, tantísimas veces en que este viaje era una locura, una irresponsabilidad. Don Ruperto, incluso, amenazó a su hija de dejarla sin herencia. “No me importa”, fue la escueta y categórica respuesta de mi mujer, “iremos igual al desierto mexicano, papá”.

—Sólo para confirmar y para no hacer dudar a los del Directorio cuando analicen su causa, ¿sabe? Usted aquí en este escrito estipula que nunca sospechó que esos hombres que hicieron detener el autobús podrían ser narcotraficantes, ¿no?

—Así es—, afirmó con un hondo suspiro de resignación el hombre.

— ¿Por qué?

—Porque eran altos, delgados, rubios, bien afeitados y llevaban pantalones y camisa de buen corte. Nada que ver con los clásicos criminales del narco crimen que nos pintan siempre: bajos de estatura, con algo de sobrepeso, barrigones, de bigote abundante o ralo, con jeans y sombrero vaquero. De hecho, cuando le susurré a mi mujer que me parecía raro todo eso y que esperaba que nada ocurriera, ella (también en un susurro), me dijo: no, no cr…”

—¿Por qué en un susurro?, le volvió a interrumpir el funcionario de turno.

―¡Uufff! ―, exclamó y suspiró con fuerza esta vez el hombre. Las mismas preguntas, una y otra vez, pese a que las respuestas ya estaban apuntadas en el expediente que leía el funcionario, tenían francamente cansado al hombre y, debió reconocerlo, todo esto le hacía sentir una extraña sensación, mezcla de cansancio y miedo.

 

Toda esa conversación anterior había ocurrido el día en que había sido enviado hasta ese lugar. Pero ahora, quién sabe si sería por el calor que reinaba en el ambiente; o si sería por todo el tiempo que llevaba estancado en ese limbo, inútilmente, esperando; o si sería porque, en el fondo, todo eso le parecía algo atrozmente ridículo e irreal (hasta alcanzó a pensar, sujetando su cabeza con ambas manos, algo cansado ya de hacerlo: “no debe ser cierto todo esto”); la verdad es que ahora al hombre le acometió una desesperación y un enojo enormes, que alcanzaban a sus antecesores y a sus descendientes (“bueno, ahora ni sé qué va a pasar con respecto a esos. Si es que pasa algo”, pensó apresuradamente); quién sabe por qué sería; el caso es que un enojo y una desesperación que tocaban, incluso, a “este funcionario pusilánime, empleado de mierda, que ni siquiera aquí se puede sacudir uno de encima esta pesadilla burocrática de los procesos”, continuó pensando, mientras el rostro se le enrojecía y sus ojos no cesaban de mirar en dirección hacia arriba, al empleado “impecablemente vestido de blanco, eso sí”, se sorprendió asimismo pensando. Éste, habituado a la rutina, sin dejar de leer el expediente que tenía en las manos, ignoró la mirada de franco enojo y clara decepción que le echó el rostro del hombre que tenía ante él. Más bien, le preguntó:

 

—Aquí, casi al final, dice que ustedes dos se dirigían a… ¿dónde? ¿Rellenó usted el formulario oficial de estos casos?

 

Por eso que ahora, el hombre, ante la posibilidad de seguir esperando a “que se tomar cartas en el asunto”; y, más aún, ante la frase “no pierda la cabeza”, no pudo más y, aguantando su cabeza con una mano, asestó un duro golpe de puño al escritorio del funcionario con la otra, la que le quedó libre; y no le importó que el empleado ya lo hubiera regañado por enojarse. No le importó, pues casi al mismo tiempo comenzó a gritar, ante el sincero asombro de cuantos se encontraban allí, que se los llevaran a todos al mismísimo infierno de los carajos, a todos; que los hijos de puta del Directorio, que de seguro ya sabían todo lo que le había ocurrido allá, en el desierto mexicano, se complacían en hacerle esperar inútilmente; que de qué carajo, de qué mierda habían servido tantos sacrificios y tantísimas horas de su vida dedicadas a ese dichoso “Directorio” si ahora no lo ayudaban, carajo; ni les importaba que a su mujer la habían golpeado y se la habían llevado a rastras esos hijos de puta que parecían turistas gringos más que criminales del narcotráfico mexicano; que él estaba ya harto, hasta enfermo, “sí, en-fer-mo así, con todas las sílabas, aunque digan que no se puede estarlo en ese lugar”, gritaba con la cabeza tensa del esfuerzo por mantenerse alerta y dirigir los ojos a cada rincón de ese enorme recinto. “Harto y enfermo”, repetía la boca de esa cabeza, de que no lo “atendieran como era debido allí”. Que él sólo quería que le hicieran caso; que lo había repetido hasta el cansancio absoluto: que a ella esos mexicanos que parecían turistas gringos, después de golpearla se la habían llevado a viva fuerza; que habían abierto fuego sin previo aviso sobre todos los pasajeros del autobús; que los gritos, la confusión y el miedo le duraron a él justo hasta el último momento, extrañamente lúcido, rápido y ligero, en el que uno de esos “turistas gringos” se acercó hasta él por detrás y algún movimiento le dirigió hacia la cabeza que ésta rodó por su pecho y estómago hasta caerle justo en la misma mano con que, agarrándola del pelo, la sujetaba ahora.