Quizá una mañana andando en un aire de vidrio
árido, al voltear, veré ocurrir el milagro:
la nada a mis espaldas, el vacío tras de mí,
con el terror de un borracho.
Eugenio Montale

 

 

Ahora, aquí, bien podría empezar estas líneas como sólo Bioy Casares lo supo hacer: Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro. O tal vez las podría empezar como sólo a Roberto Arlt se le podía ocurrir: Nada lo anunciaba por la tarde. Pero, en fin, aunque yo ciertamente habito en una isla (la Isla del Pensamiento), esto no fue precisamente un milagro y ocurrió más bien por la mañana, demasiado temprano para mis neuronas, las cuales pasados uno o dos años del episodio no han podido calibrar con exactitud lo que realmente ha sucedido. Los despertares violentos nunca han sido mi fuerte; además, me trasladan a ciertas escenas matutinas de la adolescencia que por decoro prefiero no registrar.

Ocurrió el 19 de septiembre de 2005, en la Ciudad de México, específicamente en la colonia Nonoalco-Tlatelolco. Yo, reitero, dormía, pero alguien, en algún recóndito lugar de mi inconsciencia, intentaba tumbar una puerta cuyos quejidos se fueron haciendo cada vez más fuertes y persistentes hasta materializarse en el mundo difuso de una semivigilia en la que yo comparecí, saltando de la cama con el no tan infundado temor de que tras esa puerta, ahora real, se encontrara un pelotón armado del Instituto Nacional de Migración.

Me equivocaba: dos bomberos ansiosos y pulcros, con sendas mascarillas y adornados con todas esas cosas que traen encima los bomberos, me estaban esperando para subirme a una camilla y bajarme con arneses a través de los trece pisos de caja-escala que me separaban de la superficie terrestre. “Estoy borracho”, pensé. Pero cuando logré enfocarlos mejor —padezco de miopía, creo—, pude comprobar que ahí seguían ellos, tal vez un poco contrariados por mi insensata inmovilidad, pero impertérritamente decididos a sacarme del departamento: Señor, buenos días, tenga usted la amabilidad de subirse a la camilla, como habrá sido informado… (Vaya, vaya, era el “momento Joseph K” de mi vida: todos siempre tenemos por lo menos uno): Ya voy, gruñí. Debe ser ahora, me respondieron. Está bien, está bien, pero yo bajo por el ascensor, ya saben: estoy entrenado. El elevador no funciona, y si usted fuera tan amable, preferimos bajarlo en la camilla, estamos en un…. No gracias, viejo, yo soy de la raza de los contemplativos, y además, ¿por qué tanto alboroto? Señor, ha habido un temblor, se han cortado el agua y la luz y hay riesgo de incendio. “Todavía estoy borracho”, pensé.

Bajé por las escaleras, como un hombre civilizado perteneciente a esta sociedad. Lo otro, lo de la camilla, era un show demasiado gratuito para mi vida contemplativa, muy pirotécnico, y me daba náuseas. Finalmente, los bomberos encontraron en una anciana suicida de ochenta años a la voluntaria ideal para realizar su tan anhelada maniobra de salvamento olímpico, y para, una vez abajo, entre los aplausos de la concurrencia, mirarme con los ojos ardientes del reproche sacerdotal. Lo lamento, hombres del resentimiento: soy un cobarde, y éste ha sido mi muy sincero aporte a la seguridad pública en caso de catástrofe.

La gente —¡qué cantidad de cesantes, jubilados y colegas consagrados a la contemplación suprasensible hay en mi edificio!— se había reunido desde muy temprano, con las primeras alarmas y sirenas que anunciaron el temblor, como si Tlatelolco hubiera decidido amanecer vestido de “Londres, 1941, a la espera de un bombardeo de las fuerzas aéreas nazis”. Esto, eso sí, era una fiesta. No faltó quien, después de un rato, se abasteciera de unas chelas, y por supuesto no faltó la señora de las quesadillas y el señor de la bici con los tacos de canasta. Los vecinos, de mediana y avanzada edad, rememoraban algunos episodios acaecidos antes, durante y después del temblor, no sin cierto timbre extraño atravesando sus voces y el rostro contrito. Después, callaban y miraban hacia el suelo, o también apuntaban sus caras hacia el oriente, donde, antes del temblor, se encontraba la Torre Nuevo León.

No sé cuánto tiempo transcurrió. Los esforzados muchachos del Cuerpo de Bomberos habían encendido una fogata y la habían apagado ajustándose religiosamente a los procedimientos de extinción (Aplausos.) Por los alrededores del edificio correteaban niños jugando a las escondidas. Yo escuchaba fragmentos de frases que luego se apagaban: “La señora no lo pudo resistir”, “allá estaba yo”, “se fueron con su padre a Coahuila”, “en el Estadio del Seguro Social”, “por todos mis compañeros”, “nadie lo había visitado”, “la colonia Roma”, “Rockdrigo”, “hicieron una colecta”.

Cuando los bomberos emprendieron la retirada hubo más aplausos, alguien gritó Viva México Cabrones, y yo ascendí rumbo a mi departamento, nuevamente como lo haría cualquier hombre civilizado perteneciente a esta sociedad: en elevador.

Por la noche, en la televisión, pude ver las imágenes del temblor mientras daba una ojeada a mi Fenomenología del Espíritu (cualquier filósofo medianamente informado sabe que combinar Hegel + Televisión es un método explosivo para barruntar Lo Absoluto): gran parte de la ciudad yacía en el suelo. 8. 1 grados en la escala de Richter. Duración aproximada de dos minutos. Movimientos de capas. Oscilación y trepidación. Las cifras de muertos: cuatro, diez, treintaicinco y cuarenta mil. Un edificio, igualito al mío, ubicado en una colonia igualita a la mía, se encontraba tendido en el suelo y no se veía que tuviera la menor intención de levantarse de allí. Grietas y más grietas. Derrumbes continuos se sucedían por los alrededores del centro y la colonia Obrera. Algo que parecía ser un campo de béisbol las oficiaba de almacén de cadáveres. “Este es un mundo condenadamente raro”, sentencié, aforístico. Luego, me dormí.

Pasó un año, quizás dos: no lo tengo claro. Una de las ventajas de ser un borracho, profesional de la vagancia y de la contemplación suprasensible, radica en la facultad de elevarse por sobre (o arrastrarse por debajo) de cualquier cuantificación temporal. La gente que se consagra al trabajo de nueve a seis, o al arte, o a escribir un libro, se encuentra impedida para desarrollar dicha facultad, porque tarde o temprano el trabajo de nueve a seis, el arte o el libro, los amarran al tiempo. Ya lo dijo el borracho de Oscar Wilde: “el trabajo es la maldición de las clases bebedoras”. Y como un buen miembro activo de esa clase, me tambaleaba yo por el Centro Histórico, el cual, en algunas ocasiones sagradas, y dependiendo de la cantidad de alcohol con que uno lo ofrende, logra expandirse hasta más allá del Estado de México e incluso hasta el estado de San Luis Potosí (si uno se arrastra por el norte), o hasta Cuernavaca o Acapulco (si uno se arrastra por el sur).  Lo notable de pescar una borrachera en la ciudad radica en la continua presencia de la ebria potencia del afuera: siempre existe la posibilidad de amanecer lejos, muy lejos, de donde se destapó la primera botella.

Perdonadme estas digresiones de alto vuelo, pero el oficio lo deforma también a uno. Comprenderán ustedes que mi cesantía y el hecho de deber algunos meses de alquiler para nada me impiden encontrarme a trece pisos sobre el nivel de la ciudad y de todas las cosas humanas. Aunque debo reconocer que los tales trece pisos no son ninguna gracia cuando el abominable mundo se empeña en perturbar estas consideraciones intempestivas y de tal modo me transforma en un humano demasiado humano.

Entonces, esta vez sí se vale: Hoy, en esta Isla del Pensamiento, ocurrió un milagro: nada lo anunciaba por la tarde. Tenía toda la noche a mi entera disposición para dirigir diatribas afirmativas contra la civilización occidental. Por mi cabeza se debatían los caminos a seguir para tales fines —conseguir tres botellas de vino barato, o dos tonayitos de mezcal—, y en eso estaba cuando algo comenzó a moverse y a crujir aceleradamente desde algún lugar. Era, como diría un romántico, el desgajamiento de la Naturaleza en cuanto tal. La puerta primero se curvaba, pero después empezaba a dar saltos fotográficos de un lugar a otro, tum-tum, de un lugar a otro. Intenté abrirla con la esperanza de que tras la puerta estuvieran esperándome dos atildados miembros del Cuerpo de Bomberos, pero la luz se apagó y yo estrellé mi nariz contra la pared. Fue, por cierto, un duro golpe —uno más— para la filosofía, pero de todos modos, luego de segundos eternos, mientras todo seguía al ritmo del tum-tum, conseguí abrir la puerta, y tras la puerta me encontré nada más y nada menos que a nuestro amigo el Vacío. No el vacío de esto o de aquello, sino el Vacío de absolutamente todo. Recordé al Cónsul: Todos los misterios, todas las esperanzas, todos los desengaños, sí, todos los desastres existen aquí, detrás de esas puertas que se mecen… Pero allí no había nadie, ni Cónsul ni bomberos ni camillas voladoras ni viejitas suicidas ni contemplación suprasensible. Nada. Allí mismo estaba aquello por lo cual tres mil años de filosofía y una cantidad todavía no censada de alcohólicos, drogadictos, pederastas y pornógrafos adscritos al gremio no habían sido siquiera capaces de llegar a entrever: la mismísima, la horrenda Nada. Y yo —maldito, maldito sea— me encontraba espantosamente sobrio.