Pensar en diciembre es pensar en la navidad. El cine (como arte masivo e industria del entretenimiento) se ha hecho eco de esta prolongación casi espontánea de enlazar el último mes del año a una festividad y la supera como mero rito religioso que se revela y actualiza cada año, logrando transformar esta constumbre cristiana en un espacio que evoca valores que reafirman ese lazo inequívoco que busca el entendimiento de los seres, una necesaria reafirmación de ciertos valores sobre los cuales podemos refugiarnos en medio del caos cotidiano de nuestras vidas.
El cine norteamericano encarna, como nadie, esa pretención de transformar a la navidad en el tiempo, por antonomasia, irreductible a cualquier otro mensaje que no sea la transmisión de la generosidad, la compasión y la gracia como cualidades que refundan la convivencia humana. Ejemplos hay en demasía. Tal vez el más paradigmático sea «Its wonderfull life» (Frank Capra), obra maestra del cine en tanto dimensión hacia la cual confluyen, después de variadas peripecias, una serie de premisas que internalizan el sentido de la vida como sitio de cooperación y aceptación incuestionable por el otro.
Sin embargo, la navidad (también) puede ser el espacio que sirva de excusa para interrogar nuestras conductas y decisiones, poner en cuestión falsas unidades, elaborar nuevas conversiones que disuelvan antiguos rencores, relevar lejanos secretos, o simplemente explorar el desgaste flagrante que se revela en el contacto con nuestros seres más cercanos. De este tipo de cosas, y no de las más glamorosas y obvias, trata «Los muertos» (1987) de John Huston, película con la cual el director norteamericano se despidió de este mundo no sin antes entregarnos algunas de las escenas más desoladoras y definitivas de la historia del cine.
No vale la pena describir los detalles que conforman el argumento de la película. Basta saber que está basado en el relato «The Dead» de James Joyce y que casi toda la acción se desarrolla en Irlanda a principios del siglo XX, en la casa de unas ancianas donde se realiza una fiesta que recibe la visita de una serie de diversos invitados, cada uno de los cuales tiene una historia y un pasado que comenzarán, poco a poco, a emerger como evidencias que intensifican y abren conflictos que permean la, en un prinicipio, inalterable cena de la que son invitados.
En medio de una precisa descripción de los detalles que transparenta la vida que caracterizaba esa época, «Los muertos» nos ilumina con pasajes que explican el origen de cada uno de los invitados a a la fiesta, el genuino registro que busca justificar la existencia y las decisiones de cada uno de ellos a lo largo de sus vidas, las tradiciones y fórmulas de conducta que reflejan el sentido y el disimulo de sus existencias y, en último término, percibimos el desenvolvimiento de los cuerpos de esa casa como apariciones o espectros que habitan un espacio proyectado sobre nuestras propias debilidades e incertidumbres.
Es en ese encuentro, en esa fisura que impide ver la pelicula como un mero bosquejo de época sino como el lugar de interrogación con nuestros propios fantasmas, en donde adquirimos una vivencia de lo que tal vez nos quiso decir John Huston al realizar su último film: podemos elaborar nuestros destinos con otros, justificar sus existencias, aceptar incluso los desconocidos vestigios de sus realidades pasadas. Lo que no sabemos muy bien es si el reflejo que despiden esas imágenes recién descubiertas permiten algún tipo de tregua, alguna participación que no persista en el desgarramiento de una relación sin posibilidades, obturada por una distancia incanzable entre la persona que creíamos conocer y nosotros mismos. Y entre nosotros mismos y la vida que nos rodea.
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