What good am I if I know and don’t do, If I see and don’t say, if I look right through you, If I turn a deaf ear to the thunderin’ sky, What good am I?
Bob Dylan, What Good Am I
En una entrevista realizada a Humberto Maturana en 1989, se le preguntaba si los seres humanos «eramos responsables de lo que somos». Maturana respondió que » siempre somos responsables de nuestras acciones. Más aún, las cosas no pasan sin que tengan que ver con nosotros». Ejemplificaba su premisa con un caso extremo. Admitía sin evasivas que él de alguna forma era responsable de lo ocurrido en Chile durante esos 16 años de dictadura al no impedir que se perpetraran los abusos del régimen militar. Han pasado más de 20 años de esa entrevista y mucha agua bajo el puente, sin embargo, a la luz de los años tiendo a creer que su severa respuesta implicaba un gesto de honestidad intelectual pero, por sobre todo, planteaba dos cuestiones un tanto olvidadas hoy en día: aludía a la responsabilidad indirecta que tuvo todo el país en el desenlace trágico que significó el golpe militar e interpelaba a esa gran masa de chilenos que al iniciarse la transición cuestionaba la dictadura en su comportamiento con los derechos humanos pero no tuvieron palabras de repudio en el momento en que estos eran quebrantados. ¿De qué servía ahora rasgar vestiduras si cuando «las papas quemaban» muchos compatriotas hicieron vista gorda por temor, convicción o indiferencia? Maturana admitía su complicidad indirecta con el régimen, pero su honestidad lo salvaba de cualquier falso heroísmo. Con el correr de los años, las crónicas que hablan de clandestinas acciones que permitieron a un número importante de chilenos hacer frente a la represión de manera épica se confunden con historias que refieren a una suerte de statu quo en el comportamiento de la sociedad civil en esos años de dictadura. Con seguridad esa variedad de relatos no son del todo reales ni del todo falsos, sino que fluyen a través del tejido social como testimonios intersubjetivos que gradualmente enriquecen las tomas de conciencia de los diferentes sujetos o comunidades sociales. Sin embargo, de esa riqueza reflexiva que realizan los pueblos al momento de recrear su memoria histórica nacen ciertos dilemas propios a toda revisión que explore sucesos de relevancia decisiva como es un golpe de estado y los dolorosos efectos en la sociedad que vive el traumático hecho. Tal vez la disyuntiva principal sea esta: entre lo que pudimos hacer y callamos, entre lo que vislumbramos y preferimos no ver, entre la resistencia y el silencio cómplice que muchos chilenos mantuvieron (por las razones que sea) durante los momentos más tenebrosos del régimen militar, ¿tuvimos la oportunidad de hacer algo distinto a lo que hicimos? Aunque no faltará el que diga, no sin razón: ¿no caemos en el mismo idealismo utópico e irrealista al exigirle a una nación un examen de heroísmo y de coraje cuando son puestas a prueba sus más profundos cimientos políticos y sociales? ¿no es el instinto de supervivencia, a fin de cuentas, más poderoso que cualquier intento por desmantelar un sistema perverso si en ese intento está en juego la propia vida? Cuestionamientos y reflexiones de este tipo nacen después de ver «El Mocito» (Marcela Said y Jean de Certeau), documental que narra los días actuales de Jorgelino Vergara, un ex sirviente de Manuel Contreras que, ¿por azares del destino?, se convierte en el encargado de alimentar y atender a los torturadores y torturados de las dependencias de Simón Bolívar, centro de exterminio de la dictadura. En algún momento del documental el mismo Jorgelino admite que una de sus funciones fue también trasladar hacia las maleteras de los autos los cuerpos masacrados y sin vida de varias personas torturadas previamente. Desde un punto de vista estrictamente formal, el documental está filmado con una frialdad que impide, con una mirada primaria y superficial, realizar interpretaciones que no rebasen la mera anécdota de un hombre que no sabe si fue víctima de las circunstancias o si su complicidad tal vez lo incorpora como agente involuntario de los crímenes que presenció. «El Mocito» utiliza la imagen simbólica de este sirviente como una forma de ingresar en los dilemas previamente descritos, con la salvedad de que Jorgelino Vergara no participa en esta trama desde el lugar de la víctima o el victimario sino que desde una zona ambigua que sirve como metáfora del lugar que muchos chilenos tuvieron en esa época. Parece forzado verlo de esta manera pero solo así el documental deja de ser la mera descripción de un joven que entregaba café y comida en un centro de detención y pasa a ser la expresión de algo que interpela la realidad que vivimos como espectadores a 30 años de tales macabros hechos. Reforzando esta búsqueda de identificación con la realidad actual, «El Mocito» nos ofrece una perspectiva dislocada al ser contada desde la perspectiva del cómplice involuntario que sólo cumple órdenes, una tercera persona que observa lo que los demás acometen como actor secundario de una tragedia que nunca reclamó su testimonio. En este sentido, es concluyente el hecho de que Jorgelino se siente victima a pesar (o tal vez precisamente por eso) de haber sido testigo presencial de las torturas perpetradas por agentes del Estado, además de afirmar con total honestidad la heroicidad de su cometido al ser un sobreviviente de los vejámenes cometidos por superiores suyos. Que ahora decida sacarlos a la luz conlleva para él un acto de justicia hacia su persona, pero a ojos del espectador más parece un gesto que busca reparar su propia conciencia fracturada. En este documental esa conciencia sale a flote con intermitencias que acusan la difusa personalidad de este personaje un tanto inasible y opaco. A partir de esta misteriosa identidad que emerge del documental, nosotros sólo podemos elucubrar sobre su pasado, pero nunca descifrar a ciencia cierta qué valores o ideas fecundaban en la mente del «mocito» en esos días que pretende olvidar. Por de pronto, nunca sabremos cual fue el trato real que existió entre él y los torturados que él alimentaba poco antes de ser exterminados. El documental no ahonda en estas incógnitas. Ese silencio, esa omisión de no indagar en la psique del protagonista sirve como apertura a variadas interrogantes: ¿el mocito cumplía órdenes porque reconocía en ellas una legitimidad que nunca declaró públicamente pero sí formaban parte de su conciencia moral? ¿O fue un joven verdaderamente víctima de una coyuntura particular y sólo actuó como lo hubiera hecho cualquier chileno preso de la paranoia y el miedo reinante? ¿Será posible que este joven ni siquiera tuviera una valoración ética de los actos que presenció y tan solo el correr de los años fueron develando lentamente la brutalidad de estos hechos, a medida que crecía y maduraba en su lento desamparo? Triste y solitario, desplazándose de la ciudad al campo, movilizado por la culpa, la desazón y una extraña inquietud, en la búsqueda de indemnizaciones simbólicas y falsos reconocimientos, entre procesiones a la virgen del Carmen y visitas a inciertos bares nocturnos, Jorgelino Vergara nos interpela como un espejo que relumbra con tal ferocidad que muchos de nosotros preferiríamos no vernos en su reflejo.