Nuestras formas de convivir y trasladarnos delatan (casi) siempre la particular manera de expresar nuestra civilidad y reflejan las genuinas formas que constituyen la vida interior de cada uno de nosotros. Más aún, exteriorizan el modo en que los hábitos mentales y obsesiones privadas moldean nuestra vida. Es fácil realizar el ejercicio de adivinar las características que fundan la personalidad de cada individuo que nos cruzamos en la calle con la sola observación de sus particulares maneras de caminar, hablar o de su postura física. Juego ocioso que, creemos,  nos eleva por sobre la media de los demás seres humanos suponiendo que la mera percepción del actuar de los otros nos aleja de un análisis similar que los demás efectúan en nosotros. Como si el mínimo distanciamiento que realizamos con ese ejercicio de observación modificara, provisoriamente, la realidad que nos circunda.

Tal vez sea una vana ilusión esa pretención de observar a los demás sin creer que también formamos parte de la misma realidad que examinamos. Pero de esa ilusión nacieron la literatura, la fotografía, incluso el cine. De esa fe de que es posible desdoblarnos de nuestras conciencias habituales y, por un instante, ser sujetos que contemplan el devenir de los cuerpos como si fueramos pequeños dioses que narran las existencias y las intenciones de los demás nace parte importante del goce estético que experimentamos al contemplar una obra artística. Por breves espacios de tiempo, el mundo a veces se nos ofrece como una novela de Stendhal (siendo nosotros sus narradores omniscientes) hasta que, roto el hechizo que nos entrega el arte, volvemos a la existencia y sus preocupaciones cotidianas.

David Byrne (ex músico de la banda Talking Heads) reconoce la riqueza que nos entrega esta variable estética y asume sin temores ese genuino delirio de narrar lo que ve. La diferencia fundamental es que sus observaciones son intrínsecamente singulares porque son realizadas desde un lugar que relega la mirada de un transeúnte rutinario, formulando su experiencia desde el lugar de la cadencia y el vértigo que implica movilizarse en bicicleta. El fruto de esas descripciones lo ha llevado a publicar un libro titulado «Diarios de Bicicleta» (Editorial Random House Mondadori) en donde, a partir de su singular práctica de circular por variados lugares del orbe con su bicicleta como medio de transporte, relata las impresiones que lo deslumbran durante estos desplazamientos físicos.

Los textos que componen el libro están escritos con el particular sentido del humor y crítica social que caracteriza a Byrne a través de toda su carrera musical, reforzando paulatinamente la idea fundamental que atraviesa todo el texto: las calles deben ser tomadas por las bicicletas como una forma de evitar el descalabro ecológico que afecta a las grandes ciudades del mundo. Además, para Byrne utilizar la bicicleta como medio de transporte sirve como ejercicio físico y mental que refuerza la atención y aporta una cuota de cordura necesaria hoy en día. Toda esta serie de observaciones van añadidas a apreciaciones personales sobre la arquitectura y la vida social de los pueblos que visita, al ritmo de un pedaleo exploratorio plagado de singulares sugerencias y comentarios:

Las ciudades, comprendí, son manifestaciones físicas de nuestras creencias más profundas y de nuestros pensamientos muchas veces inconscientes. Nuestros principios y nuestras esprenzas son a veces bochornozamente fáciles de descifrar. Están ahí, en las fachadas, los museos, los templos, las tiendas, los edificios, y en cómo esas estructuras se relacionan entre sí o, a veces, en cómo dejan de hacerlo.

Descubrí que ir en bicicleta unas cuantas horas al día me ayuda a mantener la cordura. Hay gente que se siente aturdida y desorientada cuando viaja ya que se desliga del entorno físico que le es familiar, lo cual a su vez afloja ciertas conexiones en la psique. Algunos se repliegan en sí mismos o se encierran en la habitación del hotel cuando el lugar les es extraño, o se desinhiben en exceso en un intento de conseguir cierto control. Para mí, la sensación física del transporte autoimpulsado, junto con la impresión de autocontrol inherente a esa situación sobre dos ruedas, tiene un efecto vigorizante y tranquilizador. Suena como una forma de meditación, y de alguna forma lo es.  

Ir en bicicleta lo sitúa a uno en una zona que no requiere demasiada profundidad o implicación. Es una actividad repetitiva, mecánica que distrae y mantiene ocupada la parte consciente de tu mente. Eso favorece un estado mental que permite que una parte, aunque no demasiado grande, del inconsciente, fluya. 

La ciudad es un fiel reflejo físico de cómo la cultura se ve a sí misma. La ciudad es una manifestación de lo social y lo personal. A su vez, la ciudad, su realidad física, refuerza la ética y lo recrea a través de sucesivas generaciones y de la gente que ha emigrado de ella. La ciudad perpetúa la forma de pensar que las creó… ¿Dónde empieza la ciudad psicológica? ¿Hay un punto en el mapa donde la realidad cambia?… Qizá haya un poco de mito en todo esto, un deseo de asignar un aura única a cada lugar. Pero ¿no acaba convirtiéndose cualquier creencia colectiva en una verdad? 

(En Buenos Aires) se pueden ver familias enteras paseando a altas horas de la noche. ¿Cúando duermen?… Una ciudad de vampiros. ¿Acaso esa gente no trabaja de día? ¿hacen estos horarios toda la semana?. Quizás existan dos sociedades separadas: la diurna y la nocturna. Dos turnos, dos poblaciones urbanas que nunca se encuentran y cuyos caminos nunca se cruzan.