A pesar de que una noche fue mi madre quien me mostró (sin querer, pobre mamá) lo fácil que era robar chocolates del Unimarc de Macul con Grecia, fue con el Chupao con el que empecé a ejercitarme en las andadas de mano larga. Robábamos tomates al estilo del lanza, es decir, no importaba mucho que nos descubrieran porque lo crucial consistía en que no nos alcanzaran. La Villa Los Presidentes está —o al menos en los ochenta estaba— llena de escondites para un niño: te podías agazapar en los medidores de agua, en los arbustos del parque, en cualquiera de los blocks de departamentos o simplemente correr y correr por los pasillos de la Villa hasta dejar exhausto al viejo que te perseguía con un palo en la mano.

El Chupao era, como se decía en Chile en aquel tiempo, un “pato malo”. Casi tan bajo como yo, lograba pasar desapercibido al internarse por los locales comerciales de la Villa que daban hacia Rodrigo de Araya, entre los que se encontraban dos o tres locales de videojuegos llenos de escolares haciendo la cimarra. El Chupao, que no tenía necesidad de hacer la cimarra porque nunca puso un pie en la escuela, era de esos que se arrimaban a cualquier videojuego y se ofrecía, mientras le daba un codazo al escolar de turno, a “pasarlo” de etapa. Y cuando efectivamente la pasaba, el juego era suyo.

Se las arreglaba muy bien a la hora de desaparecer. Uno podía estar caminando al lado del Chupao y de pronto ya no estaba. No era muy bueno jugando a la pelota, pero gracias a esa cualidad metió más de un gol cuando todos creíamos que ya no estaba en la cancha. Además, rondaba cierto misterio alrededor de su casa. Nunca dejó que ninguno de los amigos del barrio se adentrara por ahí, y a más de alguno le cerró la puerta en las narices. Era un primer piso cuyas ventanas siempre estuvieron protegidas por unas gruesas persianas de madera. Nada se sabía de los padres del Chupao, si es que los había. Vivía solo con su hermano, un hippie —el hippie del barrio— que a veces jugaba a la pelota con nosotros y constantemente se andaba riendo con los ojos enrojecidos y su morral de lana.

Como el Pedagógico quedaba cerca, no era de extrañar que ratis y pacos se metieran de vez en cuando a patrullar por la Villa. Lo malo fue que cierta vez, después de una protesta, persiguieron a un estudiante que en su desesperación tuvo la desgraciada idea de meterse en el edifico donde vivía el Chupao. A pesar de allanar el edificio de arriba a abajo, nunca los ratis dieron con el estudiante, aunque sí con la plantación de marihuana del hermano hippie del Chupao, a quien hicieron pasar por un extremista dedicado al tráfico de drogas. Fue entonces cuando nuestro amigo se transformó en un auténtico héroe: luego de la detención de su hermano, se quedó viviendo solo en el departamento. No tenía por qué ir al colegio y, aún más, nadie andaba detrás de él diciéndole lo que tenía o no tenía que hacer. Robaba a manos llenas, y a veces, sobrado, te regalaba un Superocho o una Negrita. Cuando yo llegaba del colegio sufría severos ataques de envidia al ver la cara aún soñolienta del Chupao vagando por la Villa. Esa era la verdadera libertad y no aquella de la que hablaban mis padres con su tralalí tralalá de justicia social y pueblo organizado.

Por si fuera poco el Chupao se aventuraba a retar a los pacos. Cada vez que había un apagón y las micros verdes llegaban a la Villa, un niño, desde algún lugar, gritaba paco culiao presta el poto. Y cuando los reflectores de luz empezaban a barrer los edificios en busca del ofensor, se escuchaba, aún más fuerte, qué alumbrai paco y la conchatumare. Lo increíble era que al día siguiente el Chupao no estuviera enterrado en una fosa común sino muy campante pasando etapas en los videojuegos. La verdad, ¿cómo iban a desaparecer a un niño que se las arreglaba bastante bien para hacerlo él solito y cuando le daba la gana?

Una noche, sin embargo, se lo llevaron. No los pacos. Tampoco los ratis. Una tía suya, según se dijo dueña del departamento, lo sacó de ahí literalmente de las mechas. Algunos estábamos entretenidos formando una poza de gargajos sobre el cemento cuando escuchamos un portazo. Desde el edificio del Chupao apareció entonces la cabeza ladeada de nuestro amigo con una mano encima; la vieja lo zamarreaba y el Chupao torcía la boca pero ninguno de los dos decía nada, como si ambos estuviesen muy concentrados en la representación de la escena. Nunca habíamos visto al Chupao en una situación así, y la verdad es que el cuadro nos chocaba. De pronto una de las viejas pinochetistas del barrio salió aplaudiendo del edifico contiguo y algo dijo sobre los rotos de mierda. Cállate vieja reculiá fue lo último que le oímos decir al Chupao antes de desaparecer.