De pocas cosas podemos estar tan seguros como de que tarde o temprano todos vamos a morir. Hasta ese momento sin embargo, la experiencia es vicaria; siempre son otros los que mueren. Cuando pensamos en el tema es, generalmente, para llorar la pérdida de un ser querido o para ocuparnos de su sentido en términos filosóficos o, si se quiere, existenciales. Esto sin contar que la mayor parte de las veces, no es la muerte en sí mismo lo que nos preocupa, sino la posibilidad de que exista “algo” más allá. Ese “algo”, que no es otra cosa que la perpetuación de la voz interior que llamamos “Yo” y cuya extinción definitiva nos resulta tan difícil aceptar. La mayor parte del tiempo, sin embargo, vivimos según la regla de oro de aquel famoso refrán que dice: el muerto al hoyo y los demás al bollo.
Buscando explicar esta necesidad humana de trascendencia, que en sus versiones más eufóricas nos depara gozosos paraísos habitados huríes y la contemplación directa del rostro de dios, y en las más morigeradas nos propone una melancólica posteridad en la memoria de las generaciones futuras, el pensador francés Edgar Morin, a mediados del siglo pasado predijo (e intentó él mismo) un acercamiento entre la antropología, la sociología y la biología para explicar el fenómeno de la muerte. “Contrariamente a lo que sostiene el sociologismo y el culturalismo reinantes –afirmaba Morin–, no existe una muralla entre naturaleza y cultura, sino un engranaje de continuidades y discontinuidades. (…) La muerte se sitúa exactamente en el umbral bioantropológico, Es el rasgo más humano, más cultural del ántropos”. Y es, a la vez –habría que agregar—su determinación biológica más elocuente.
Esta perenne creencia se manifiesta históricamente desde dos perspectivas dentro de las cuales se pueden agrupar prácticamente todos los relatos míticos acerca de la vida después de la muerte. Estas perspectivas son: la creencia en el alma, cuyo motivo mitológico recurrente es el doble, asociada a los procesos vitales constantemente renovados en la naturaleza y a una percepción cíclica del tiempo, de la cual se derivan creencias como la trasmigración de las almas (o metempsicosis); sistemas filosóficos completos, como el platonismo, el gnosticismo y más próximamente la espiritualidad estilo New Age, entre otras. La otra perspectiva en que se manifiesta este sentido de trascendencia es la creencia en la resurrección, que comporta una precepción lineal del tiempo, tal como la encontramos en el zoroastrismo y en el relato bíblico de la creación y, en alguna medida, en el materialismo científico.
Según Morin, se trataría en ambos casos, de transferencias míticas, o metáforas, de los dos procesos fundamentales a través de los cuales opera la reproducción de los seres vivos: la duplicación y la reproducción sexual, procesos que se inscriben dentro de la teoría general de la evolución de las especies, postulada por Darwin a principios del siglo XIX.
Las células vivas son potencialmente inmortales. Se reproducen por bipartición, es decir, por desdoblamiento hasta el infinito. De hecho, los seres unicelulares, que se reproducen por duplicación no mueren más que por accidente, pues la división celular no se refiere, en rigor, a que la célula se parta por la mitad, sino a que genera una réplica de sí misma a partir de una cadena de ADN.
Una de las conclusiones importantes que se pueden derivar de dicha teoría es que los seres vivos, desde las bacterias a los seres humanos, estamos emparentados y descendemos de ancestros comunes. En todos los organismos la información hereditaria está codificada en el ADN, el cual, en todos los casos, está formado por los mismos cuatro nucleótidos (adenina, guanina, citosina y timina), que actúan propiamente como un alfabeto en el que se codifican las innumerables combinaciones sintácticas, o mensajes, que permiten la proliferación de la vida tal como la conocemos. En ese sentido, la metáfora popularizada por Rousseau en cuanto a que “la naturaleza es un libro abierto” es, a la luz del descubrimiento de la composición del genoma, rigurosamente exacta. Tenemos el libro, y el alfabeto con que fue escrito… ahora nos resta aprender a leerlo.
Pues bien, en este contexto, la muerte es funcional a la evolución de la especie, o en otras palabras, es el precio que pagan los seres vivos por la especialización. Efectivamente, la reproducción sexual garantiza la posibilidad de adaptación evolutiva de las especies mediante la mutación genética. Para que tales mutaciones puedan producirse es necesario que se cumpla el ciclo de muerte—renacimiento, de tal modo que nuevos individuos puedan “probarse” y reproducir las mutaciones que favorecen la adaptación al medio.
La muerte como pérdida de la individualidad
La historia de los organismos vivientes en nuestro planeta (por lo demás la única que conocemos), se remonta a unos 3.500 millones de años de antigüedad, y dejará de existir en unos dos mil millones de años, cuando el agua del planeta se haya evaporado. Después de otros dos mil millones de años, la tierra será engullida por el Sol. En este poco auspicioso contexto “los seres vivos son efímeros, frágiles e improbables, se encuentran en desequilibrio termodinámico con el entorno. Este desequilibrio es siempre provisional y hay que gastar energía para mantenerlo. Cuando la energía se agota el organismo se desorganiza, el equilibrio se restablece, la diferencia se borra, el borde se difumina, la tensión se relaja, la individualidad desaparece, el ser vivo muere.” (Jesús Mosterin)
La célula (o para el caso, cualquier ser vivo que funciona como una unidad estructural definida por las relaciones de sus partes) pierde su individualidad y se fusiona con el entorno. De acuerdo, pero ¿Cómo es que ocurre en la práctica este evento? Descontando, claro está, aquellas muertes—la mayoría—en que un desafortunado azar, una micro en hora peak, un rayo o un maremoto, pongamos por caso, hacen innecesaria la autopsia y la indagación científica sobre las causas del proceso.
No hay duda de que los organismos envejecen, se desgastan, que a nivel celular operan los radicales libres, la apoptosis (muerte celular programada genéticamente) y otros procesos que provocan la muerte. Sin embargo, no ha faltado quien se preguntara si tales procesos son realmente tan intrínsecos como indica el sentido común, que revistan un carácter de necesidad en el contexto de la legalidad interior de los seres vivos. Tal perspectiva ha abierto la posibilidad de diversos intentos de abolición de la muerte, bajo presupuesto de que la muerte no es nunca natural, sino producto de una o varias anomalías que entran en el terreno de lo accidental, anecdótico y externo, como morir de un balazo o fulminado por un rayo.
Yogur e Inmortalidad
Uno de los precursores en el tema fue el zoólogo y microbiólogo ruso Ilya Metchnikoff (premio Nobel de Medicina y Fisiología de 1908), por su descubrimiento de la fagocitosis). Ilya Ilich afirmaba: “estamos tan acostumbrados a contemplar la muerte como un fenómeno tan natural e inevitable que, desde hace mucho tiempo, se la considera como una propiedad inherente. Y, no obstante, cuando los biólogos han estudiado la cuestión más de cerca, en vano han tratado de encontrar una prueba de aquella idea de que todo el mundo aceptaba como un dogma”.
Metchnikoff, y posteriormente otros investigadores como Woodruf, Carrel y Metalnikov, llegaron a la aparentemente desproporcionada conclusión de que lo que caracteriza a la mayoría de los organismos vivos, es la inmortalidad y no la muerte. ¿Locura? Veamos cuál es la argumentación:
Las células vivas son potencialmente inmortales. Se reproducen por bipartición, es decir, por desdoblamiento hasta el infinito. De hecho, los seres unicelulares, que se reproducen por duplicación no mueren más que por accidente, pues la división celular no se refiere, en rigor, a que la célula se parta por la mitad, sino a que genera una réplica de sí misma a partir de una cadena de ADN.
Metchnikoff sospechó que el origen del envejecimiento estaba en la secreción de toxinas que se produce en la flora bacteriana del intestino grueso. Para evitar tal corrupción el eminente ruso recomendó fervorosamente el consumo de yogur, alimento básico de la dieta de los búlgaros, reconocidos por su longevidad.
Argumentos a favor de esta insólita hipótesis son que especies longevas, una tortuga de las Galápagos o un alerce, pongamos por caso, no mueren en general, cumpliendo con un ciclo programado internamente a nivel genético, sino que cuanto más viven, más aumenta el riesgo de encontrar la muerte por una causa fortuita, la acción de un depredador o una enfermedad. Pareciera ser, sin embargo, que especies de este tipo pertenecen a antiguas estirpes que han dejado de evolucionar hace miles de años. Si esto es así se reafirmaría la hipótesis de que la evolución opera allí donde se trata de especies intrínsecamente mortales, rasgo que garantiza la mutación genética y las diversidades morfológicas requeridas para la adaptación evolutiva.
Crónica de una muerte anunciada
En el lado opuesto se ha postulado la existencia de “relojes biológicos” que autorregularían los procesos fisiológicos de los seres vivos; ejemplo de ello sería el pequeño punto del cerebro llamado núcleo suora-quiasmatico que regularía los ciclos circadianos que controlan el sueño y otros procesos. La teoría del reloj biológico ha llegado incluso al nivel molecular, de tal modo que cada célula constaría de su módico reloj interno. El descubrimiento de la apoptosis, por su parte, nos indica que algunas células, de un modo natural, ordenado y programado, determinan su propia muerte, según la información proveniente de sus propios genes, cumpliendo con necesidades estructurales o funcionales necesarias al ciclo vital de los organismos.
El transhumanismo
El desarrollo de nuevas disciplinas del conocimiento y nuevas tecnologías tales como la inteligencia artificial, la bioingeniería, la clonación, la criogenización, o la nanotecnología, han renovado las esperanzas humanas de trascendencia, esta vez, modificando nuestra constitución biológica. No por otra razón el cuerpo de Walt Disney y el cerebro de Timoty Leary entre otros connotados, permanecen criogenizados esperando una coyuntura más favorable para su reanimación.
Desde hace varias décadas en el mundo desarrollado ha ido tomando forma este peculiar movimiento de liberación. Sus seguidores apuntan mucho más alto que los activistas de los derechos civiles, de las mujeres o de los homosexuales. Lo que quieren es nada más y nada menos que liberar a la raza humana de sus limitaciones biológicas. Según los transhumanistas, los seres humanos deben arrebatar su destino biológico al ciego proceso evolutivo de la variación aleatoria y la adaptación, para pasar a la siguiente fase como especie.
Según el economista australiano Paul Wildman, algunas de estas nuevas formas de vida ya existen en un sentido técnico, ya que el 12% de la población actual de Estados Unidos—por ejemplo—podrían ser considerados cyborgs que utilizan marcapasos electrónicos, prótesis artificiales, lentes de córnea implantadas, y piel artificial.
Como sea, con marchas y contramarchas, el anhelo humano de trascendencia permanece intacto y dispuesto a re-encarnarse en los más insólitos vehículos científicos o especulativos. Una cosa es clara, a la luz del paradigma evolucionario, hay un elemento nuevo en el proceso de mutación de nuestra especie y de nuestro ecosistema. Este nuevo elemento no es otro que la irrupción de nuestra propia conciencia en el proceso íntimo—y hasta hace poco secreto—, que determina tanto la danza de las constelaciones, como el crecimiento de las plantas, esa “musiquilla de las pobres esferas” en la cual los seres humanos hemos metido nuestros violines desgarrados y nuestras cajas destempladas. A partir de ahora el rumbo que tome la especie ya no depende sólo de la ciega tirada de dados de nuestros genes.