“Quito es un Edén de maravillas…”, dice la canción, mientras hago un paréntesis entre la lluvia de flores que cae de los antiguos balcones y la banda de pueblo que, junto con rendir su más sentido homenaje, hace que las calles y murallas cobren vida trayendo al presente la historia viva que corre por sus piedras, junto al pasado del pueblo incaico y a las tradiciones que aun se ven y respiran en cada recoveco del casco histórico de la ciudad.
Ecuador tiene una superficie de 256.370 kilómetros cuadrados, incluyendo el conjunto de islas que componen esa maravilla que es Galápagos en medio del Océano Pacifico. Hablar de este país, es hablar de petróleo, rosas, orquídeas, café y bananos. Es hablar de la influencia barroca que se ve en su arquitectura, pintura, y aun en el alma de sus mujeres y hombres. También de la influencia española que se refleja en la arena de su plaza de toros, logrando que durante una semana al año, se vibre como si ese pedazo de tierra, fuese parte de la madre patria. Es hablar del país con la mayor biodiversidad sobre el planeta, los Andes, la selva amazónica, sus hermosas playas, mares transparentes, religiosidad, y su gente.
Quito, su capital, está inserta en aquello que el Barón Von Humboldt denominó “La avenida de los volcanes”, sobre las alturas de la Cordillera de los Andes; ubicándose la ciudad sobre los 2.800 msnm, alcanzando las cumbres que la determinan, hasta los 4000 mil metros. Ubicada sobre un valle interandino, tiene aproximadamente 60 kilómetros de largo por un promedio de 4 en su ancho. La ciudad se divide en 3 zonas no delimitadas (norte, centro o casco histórico, y sur). Dos valles a menor altura con un clima cálido tropical (Tumbaco y de los Chillos), y un sector seco y árido, también entre mesetas, donde se ubica el monumento a la mitad del mundo, o el paralelo 0,0. Cabe mencionar que Quito fue la primera ciudad en el mundo en ser declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad, por poseer el casco histórico más extenso de Latinoamérica, siendo además, el mejor conservado.
La procesión Jesús del Gran Poder se realiza cada viernes de Semana Santa en Quito, a partir de la década de los setenta, del siglo recién pasado. Actualmente es una de las mayores manifestaciones de fe popular en el país convocando a alrededor de cien mil fieles, devotos y espectadores, que inundan el centro histórico de la ciudad. Ésta inicia a las 12, hora en la que Poncio Pilatos condeno a muerte a Jesús. Siendo los cucuruchos, junto a las Verónicas y los soldados romanos, los personajes tradicionales que acompañan las figuras del Jesús del Gran Poder y de la Virgen Dolorosa. Los cucuruchos simbolizan a los penitentes que, vestidos con túnicas moradas y bonetes altos en forma de cono, muestran su arrepentimiento y su voluntad de cambio. Las Verónicas son las mujeres que recuerdan a aquélla que se acerco a Jesús mientras iba al calvario y le limpió el rostro cubierto de sudor y sangre, y en cuyo lienzo quedó impregnado el rostro de Jesucristo. En Quito, las Verónicas visten de morado y llevan el rostro cubierto con un velo negro.
Previo a esto, en las tempranas horas de la mañana, los fieles inician el día antes de las 4 am. Aún de noche, caminan por las calles como fantasmas, en un peregrinaje silencioso por las frías calles de la ciudad, con la certeza de lo correcto; mientras los monjes, sacerdotes y monjas, rezan en la primera misa del día, dentro de sus iglesias y conventos. A las 6 de la mañana se abren las puertas del convento franciscano, para que los participantes inscritos se alisten. El cucurucho que llega tarde corre el riesgo de quedarse sin el traje y el bonete morado, al igual que los velos en el caso de las Verónicas. Poco después del amanecer, los primeros creyentes ya se encuentran asumiendo sus personajes en vestimenta y alma. Cucuruchos, soldados romanos o Verónicas, todos sobre la misma calle, sin hacer diferencias por el color de piel, edad o posición social. Unos pocos, de Cristo en su caminar doloroso, madero a sus espaldas mientras son golpeados en su vía crucis. También están los que se laceran con ortigas y alambres de púas. Están los que se encadenan y los que llevan un pesado cepo sobre sus hombros. Todos esperando la bendición previa al inicio, en un ambiente de oración, consagración y respeto.
Cucuruchos, bandas musicales y Verónicas, agrupan unos mil fieles que salen a mitad de la mañana, en silencio, de la iglesia de San Francisco y su frontis, abriéndose espacio y ocupando ordenadamente las calles anteriores a la Plaza de la Independencia, desde donde parte la gran procesión. Unos lo hacen en agradecimiento por un favor concedido. Otros, en cambio, piden que se les conceda una gracia. La mayoría busca el perdón y la misericordia que los realiza, en esencia, como cultura y pueblo.
Ya en la calle, el sol vertical, como en ningún otro lugar del mundo, cae sin clemencia sobre los miles de turistas y creyentes que acompañan a policías y devotos. Generándose, entre esas angostas calles, encerradas por las casonas coloniales y edificios, que el calor se sienta sobremanera, como si fuese parte de esa culpa que todos llevamos dentro.
Así, por las próximas tres horas, caminarán y revivirán inmersos en la piedad y fe, el peso del dolor por sus pecados y su postrera salvación. Mientras, la multitud acompañará a los fieles, arrojando flores y dando de beber a quien lo solicite, en un clima de silencio y devoción, interrumpido, de tanto en tanto, por las bandas que vienen de todas partes del país y acompañan de extremo a extremo a la procesión. Y será de esta forma, hasta llegar a la Plaza Grande, frente a la Iglesia de San Francisco, donde serán recibidos por una multitud que aplaudirá el ingreso de sus santos, junto a lo que ya es tradición no escrita, una tempestad con truenos y rayos, que hará que algunos corran y otros, simplemente, permanezcan en sus lugares, sintiendo que sus pecados han sido lavados y expiados por aquella lluvia en el final de su camino. Porque siempre en Viernes Santo hay lugar para un pecador más en Quito y siempre se derramará el cielo al terminar la procesión.
Quito es adoración y fe, pero también es fiestas parroquiales, que se dan por cientos en todos sus cantones, tomando diferentes formas, ritmos y colores. Es la influencia negra. Son sus iglesias, playas, biodiversidad y una extensa y variada gastronomía. Para entender al quiteño y su devoción, se debe interpretar, ver o participar de la aventura que es Ecuador y, al menos una vez en la vida, ser testigo de ese extraordinario mito en que se ha convertido la procesión Jesús del Gran Poder, la que, a fin de cuentas, es una mirada al alma de lo que es y ha sido el pueblo quiteño.
Fotos de Rioseco & Barcoj