a Cecilia González y Lucho Rojas
En verdad salí cachorro
en la calle me hice perro.
Juan Cameron
Siempre caí desajustado en los grupos de la barra; no hice ahí ningún buen amigo (mis mejores amigos pertenecían —los muy cabrones— a hinchadas contrarias a la mía, lo cual desde ya dice bastante de todo esto), pero muchas veces me sentí atraído por la violencia demente y estúpida con la cual esos tipos se movían y vivían, hasta en sus gestos más imperceptibles.
Los sociólogos, hace ya un tiempo, establecieron consensualmente que la manifestación del “fenómeno” de las barras bravas (así lo llaman) es comparable —si no exactamente igual— a la de los grupos neofascistas o neonazis, los cuales también entran y salen de los estadios de fútbol como quien entra y sale de la sede de la junta de vecinos del barrio. Eso es cierto y todo el mundo lo sabe. La hipnosis del equipo y la devoción por El Conductor son hermanas de sangre. Y aunque no quiero entrar en discusiones con los muñecotes de la sociología, entre cuyas filas, creo, todavía es posible encontrar algunos ejemplares decentes, también sé que hay algo más. Freud, por su parte, dejó en claro que las pulsiones individuales, en el medio de la masa, dan paso a una suerte de sugestión salvaje cuyo efecto más visible es la intolerancia imbécil hacia todo cuanto no forma parte de ella. Además, unos años antes Baudelaire ya había entrevisto, por entre la misma barricada, la grandiosa carga libidinosa que subyace a las muchedumbres rebeldes de la modernidad urbana. Pero tales cosas, y todavía Baudelaire, no me dicen nada. Cuando uno forma parte de una masa en descontrol, hay ciertos códigos a los cuales atenerse si uno no quiere morir acuchillado. Si no estás de acuerdo con la violencia explícita, o, es más, si la violencia simplemente no es lo tuyo, pues lo mejor es que mantengas la boca cerrada y el rostro impasible. Esto lo digo desde la distancia que proporcionan los años, es cierto, una distancia un poco soberbia, un poco irresponsable, pero no por eso deja de ser así, en todo caso no para ciertas imágenes que no se me han borrado.
Una vez, en alguna calle adyacente al Estadio Nacional (pudo ser Campo de Deportes, o Maratón, o Pedro de Valdivia), vi cuando veinte o treinta tipos de mi barra pateaban en el suelo a un despistado de la barra contraria que tuvo la mala ocurrencia de andar solo por donde no debía. Recuerdo cómo se le iba deformando la cara y cómo un hormigueo de asco trepidaba por la mía. Horas más tarde, ya dentro del estadio, supe que el desgraciado estaba muerto: después de patearlo hasta el cansancio, lo habían crucificado en las rejas de acero puntiagudas que daban a la Avenida Grecia, y ahí lo habían dejado, como un buen trofeo de guerra a las puertas del infierno.
Era aquella, quizás, la época más gloriosa y violenta de las barras bravas chilenas, un poco antes de que se transformaran en grupos inofensivos amparados por los dirigentes del fútbol y por los capos de la droga. La oleada punk venía ya en decadencia (aunque todavía se presentaba en un gran número), y el movimiento Thrash, a punta de alcohol, zipeprol, tonariles, anfetaminas y recitales de Atomic Aggressor, Sadism, Torturer y Death Yell, se hundía en el Paseo Las Palmas o en Serrano 444, aunque no dejaba de dominar con cierta comodidad la escena underground. Las juventudes comunistas y los movimientos armados de la izquierda, aniquilados y subsumidos en los nuevos pactos pluripartidistas, ya casi no tenían fuerza para operar, o, de plano, de ellas no subsistían sino los asaltos bancarios de principios de los noventa y el imaginario nostálgico de los morrales, la marihuana, la música andina y la vieja nueva trova cubana. El residuo de todo esto, sumado a la enorme canalla poblacional de adolescentes, jóvenes, cuarentones, cesantes y delincuentes, se fusionaba, como una gran marcha fúnebre postdictatorial, en la masa espesa y virulenta de la barra brava. Un buen panorama, después de todo, y si se piensa bien, una época en la que nadie sabía muy bien qué hacer o hacia dónde mirar. Daba la impresión de estar pisando calles disecadas desde tiempos remotos, un desierto cruzado aún por viejas sospechas y resignación; para engordar de una sola vez sin sobresaltos, el país había consentido en firmar, silenciosamente, un pacto de no agresión consigo mismo, que resultaba ser, cuando menos, una gran y calmada risa falsa, y cuando más, una neblina de aburrimiento asfixiante. Uno se juntaba con los amigos en la esquina para solamente mirarse las caras vacías y escupir al suelo, con lo cual la vida se resumía en que nadie se jugaba por nada (porque realmente no había qué jugarse) mientras crecía la sospecha de que la sopa de saliva colectiva acumulada sobre el pavimento, se desplazaba, sigilosa, por todas las esquinas de la Ciudad Tedio.
Pero, ya lo dijo el viejo Philip Marlowe: “me quedo con la ciudad: grande, sórdida, sucia y corrupta”. Lo mejor, entonces, era salir bien temprano de casa e irse a vagar por las mugrientas inmediaciones del Estadio Santa Laura, esperando la hora del partido, sacudiéndose las horas muertas de la semana, abrigándose, por qué no, con la masa, queriéndola incluso, pues desde ella era posible apedrear, por pura diversión, una patrulla policial o arrasar con todo el alcohol de cualquier botillería. Uno podía hacer de las suyas y quedar impune. La reacción de la gente, más que de indignación, era en ese entonces de sorpresa, ya que no se conocía o no se había dado aviso para este nuevo lugar de la violencia: ¿por qué la gente que estaba yendo al fútbol, un espectáculo por excelencia familiar, se empezaba a comportar de ese modo? Desorientación, incluso, para la policía. Para mí, un gran momento, como todos los primeros e impredecibles momentos de la masa en descontrol.
Y, sin embargo, nunca pude asumir del todo la violencia de esa masa. El hecho de que en una barra brava se aglomeren distintos tipos sociales (y también etarios) que hacen de ella un grupo finalmente heterogéneo, excluye de suyo la posibilidad de que todos los allí reunidos hayan tenido con anterioridad la experiencia concreta —y no “simbólica”— de la violencia. Los chicos de la clase media —una clase media que te puede condenar a la parálisis más violenta de todas—, en ese territorio, corríamos con desventaja. Demasiado cachorros. Pues cuando esa debilidad se deja traslucir, uno se convierte automáticamente en una presa fácil, aterrorizada ante los ojos de los otros. Más de alguna vez recibí patadas en la cabeza y en la espalda, gentileza de los mismos tipos de mi barra: tuve suerte, si se piensa en que no me vi enredado con ellos en ningún lío de cortaplumas o pistolas. La paliza más grande, es verdad, la recibí de parte de un policía, unos minutos antes de mi estreno oficial en un calabozo (un día especialmente violento en la comuna de Macul), pero los pacos son los pacos y no supuestos compañeros en los que confiabas. Ya lo dije: si no estás acostumbrado a la violencia (a la violencia explícita), eres un cobarde y un inocente. En mi caso, hay algo más.
La violencia propugnada por la generación anterior a la nuestra, la de nuestros padres, era, en el fondo, una violencia cuyo objetivo final, supuestamente, consistía en suprimirla, en pos de la libertad, la revolución, la justicia social, y quién sabe en pos de qué otra entelequia imaginaria. O esto al menos fue lo que nos dijeron, junto a una buena y variada lista de mentiras. (Ningún resentimiento, señores padres: nosotros también le mentiremos a nuestros hijos y éstos también nos devolverán una patada en el culo). Tal vez por eso para mí tenía mucho más sentido tirarles piedras a los pacos que patear en el suelo a cualquier supuesto enemigo indefenso. De alguna forma, mi desviada apreciación de la violencia, gracias a un armatoste ideológico sobre el cual no tenía (ni tengo) dominio alguno, estaba legitimada por cierto tipo de razones que, en el espacio de la barra brava, aparte de anacrónicas, resultaban impracticables: la acción de “rajarle el paño” a un tipo del equipo rival no necesitaba legitimarse más allá del color de su camiseta. Yo, por supuesto, detestaba a los hinchas del equipo contrario y todo cuanto éste significaba, pero un tipo crucificado en la reja de un estadio me daba miedo y me hacía tomar conciencia de lo lejos que estaba de casa. Desde luego, no tenía la cruda experiencia cotidiana de la violencia, como sí la tenían, la tienen y la seguirán teniendo muchos de los barras bravas que los domingos de fútbol abandonan las miserables poblaciones de la periferia santiaguina y se preparan para delinquir y, a veces, matar.
Todas estas cosas (y otras tantas) siguen siendo así, aunque, como se sabe, las barras hoy tienen una ligazón muy fuerte con el narcotráfico. Siempre se ha consumido drogas en los estadios, pero ya hace un tiempo los líderes de las barras son también narcotraficantes o están siendo dirigidos por ellos. Algunos de los antiguos líderes desaparecieron o traicionaron a alguien de la propia barra y, avisados de una venganza jurada, prefirieron abandonar. Otros, siguen yendo al estadio, pero de vez en cuando, en épocas de elecciones, hacen trabajos para los candidatos de ultraderecha y hasta salen en la televisión. Muchos, simplemente, se retiraron y no volvieron más. Pienso hoy, desde esta distancia bastante charlatana, que todos estos destinos, toda esta miserable violencia congelada en un tiempo falaz del que aún no tenemos mucho para decir, puede ser, o al menos aspirar a ser, la pequeña película perdida (clase B, latinoamericana, bajo presupuesto) sobre una historia personal de la Decepción.
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