Tengo algunos amigos -unos pillos- quienes dicen “ya (casi) no escribo”. Creo que creen o quieren que pensemos que ya no escriben. Dicen estar dedicados a la lectura, la traducción, la vida poética. Pero ¿Qué es eso? En estos días, cuando a veces encuentro textos felices, escritos con rabia, pasión y talento -historias simpáticas, muchas veces de escritores o gente dedicada a este oficio antiguo y hermoso- me pregunto esto: ¿Qué significa escribir, o para el caso, no escribir? Gran parte de mis días se va en conversaciones, todas estas conversaciones versan de temas humanos, los cuales sin duda merecen la pena ser contados y, efectivamente, son contados en la infinita oralidad de la humanidad terrestre. Tal vez en alguna parte alguien los está escribiendo. Quizás en otro planeta, espacio o universo, la manera predominante de relacionarse de la mente y el papel, sea justamente el volcamiento de oralidades. Tal vez en otro tiempo los escritores se ocuparán de la cotidianidad como ahora nosotros nos ocupamos de redactar estudios, ensayos, crónicas, cientificismos; todo con intención de fijar una realidad “real”. O tal vez no. Y simplemente las historias contadas queden como eso: voces, hilos, cuerdas en el tejido de la realidad, reverberando en una memoria infinita sin comienzo y sin final.
Aun así, frente a la posibilidad del registro total o del olvido absoluto, muchas veces los cuentos, las ficciones relatadas, son extractadas de lo vivido para hacer la realidad, enriquecerla y enriquecer(se/nos). Podemos pensar: la realidad irremediablemente sobrepasa lo escrito, es más basta y profunda. Pues sí, aunque los intrincados vericuetos de los relatos, sus posibilidades de ser creados y recreados infinitamente, son insondables. No olvidemos que lo leído es también una experiencia vivida. Bien importante: lo escrito, como realidad, está diciendo: esta experiencia no es algo fijo, no existen parámetros o bordes, fronteras ni puntos de referencia para lo que sea que estés viviendo. Sin embargo, por error, fijación, miedo, pasión o agresión, nos aferramos a la idea de algo fijo, a la necesidad de una tabla de salvación para seguir a flote en una “realidad” comprensible. Cuando las historias nos están diciendo justamente lo contrario, nada está fijo, todo es posible, nada es real, el solo hecho de la lectura es fabuloso, inexistente y fantástico. La vida humana… ¿Qué es eso? ¿La lectura, en qué mundo está sucediendo, en qué lugares habitan el lector y su obra?
Entonces, como diría Burroughs parafraseando a Abin-Hayassin, nada es verdad, todo está permitido, pues, esto sí es posible:
Una tarde, o mejor, una mañana, un buen día, en el hospital (un hospital público de la capital de la república del pedazo de tierra que hemos dado en llamar Chile), una preciosa muchacha, joven profesional dedicada a la medicina, revisaba pacientes para diagnosticarles tratamiento. Con cuidado y atención iba de cama en cama acompañada por otros dos dedicados doctores.
Expliquemos acá qué quiere decir un grupo de profesionales de la medicina pasando visita a los pacientes de hospital público: casi no hay médicos en hospitales públicos, son muy pocos, la mayoría trabaja en el sector privado. El área pública, desprovista de fondos, arruinada, recurre a médicos jóvenes o en preparación, que no cuestan o cuestan muy poco, los explota, exponiéndolos a la peor miseria de la salud nacional: casos de cientos de miles de personas que viven en poblaciones de la periferia, cuya única posibilidad de atención es hacer colas eternas desde antes que salga el sol, para llegar con algo de fortuna, a ser examinados por un(a) profesional de la salud en ciernes, quien no ha dormido nada, o casi nada, en los últimos tres días. En cuanto profesional, está obligado a revisar al paciente en veinte minutos máximo, pues así lo declara la ley y exige el concurrido hospital. Con esto, es natural que sólo en caso de extrema necesidad se decrete que el paciente está lo suficientemente grave como para ingresar a cuidados dentro del hospital. Estos cuidados significan tener derecho a usufructuar de una cama en salas comunes, donde, si bien puede ser que el paciente ingresara no tan enfermo, acabará por contagiarse de algún padecimiento mortal en su hábitat rodeado de cincuenta o más seres humanos viejos y enfermos en proceso de morir. En este escenario, aquellos llegados a las camas de hospital son personas que evidentemente llegan a terminar sus días. Murientes, sépanlo ellos o no, lo acepten o no los médicos en su afán de salvar vidas clasificando, reclasificando, dividiendo y separando los tipos de sufrimiento; lo reconozcan o no las autoridades. Esto, por supuesto, es posible, ocurre de manera incluso más cruda, salvo que muchas veces nos negamos a aceptar realmente la sombra de la vida social.
Pero volvamos a la preciosa doctora, junto a sus preciosos acompañantes, todos con cargas de insomnio, exceso de trabajo, deudas, problemas familiares y sufrimientos varios, como cualquier ser humano. También con sueños, ideales, pasiones, emociones, buenos sentimientos y felicidades, como todos. Llegan pues, a una cama, donde yace un anciano arrugado, grande, de ojos vivos, vital, sonriente, que saluda con entusiasmo. Extraña visión comparada con el paisaje general de ancianas arrugadas agonizantes, demenciadas, desahuciadas, que llenan las otras camas de la sala.
Único rasgo cercano del paciente al resto de los enfermos. Sobre su pecho, con ambas manos, aferra un tarro. Cuando le preguntan qué tiene en el tarro dice “es toda mi fortuna, toda mi plata, no tenía con quién dejarla en casa, anda mucho ladrón”. Los médicos completan la anamnesis con los datos recogidos en la ficha y su confirmación por parte del paciente anciano. ¿Qué le duele don Elson? Bueno, nada, sólo un pie, pero no es nada.
La doctora empieza su revisión diligentemente; ausculta, observa, palpa. Mientras sus acompañantes conferencian y admiran al caballero. El examen llega por fin al compromiso de salud urgente. La pierna derecha está tremendamente necrosada. Diagnóstico: Pie diabético sin irrigación sanguínea. Procedimiento: Amputación. Cuando la mujer va a empezar a explicar esto al paciente, uno de los hombres la ataja en seco. Doctora, tenemos que hablar. El trío, de espaldas al paciente, conferencia en voz baja. Se alejan lo suficiente de la cama como para mirar por la ventana y no ser escuchados.
Los doctores explican: el paciente es nada menos que el famoso Elson Beiruth, goleador del club de fútbol Colo Colo en los años setenta, máximo goleador del campeonato nacional en varias ocasiones, gran estrella brasilera nacionalizada y radicada en la república, entrenador de divisiones inferiores del club del cacique por muchos años, formador de grandes créditos del fubol. Todo esto le explican a la joven sin que ella entienda mucho. Deben exagerar el contexto pues resulta evidente la incomprensión de la muchacha del mundo deportivo futbolero. Para ella el caballero es un viejito diabético a quien si no le amputan la pierna se muere. Revisa nuevamente el historial médico: es tercera vez que está internado por la misma condición. Esto requiere consulta con los jefes. Dejan al glorioso Elson despidiéndose, los jóvenes le estrechan la mano, le aseguran que todo va a estar bien, la joven sale de la sala rápido, todavía quedan camas por revisar y muchos otros pacientes por ver.
Más tarde, al final del día, conversan los tres con el médico jefe de sala, con un cirujano y con el jefe directo de los médicos estudiantes. La reunión es distendida. La respuesta general de los doctores hombres es: ¿Cómo voy a ser yo quien ampute la pierna del gran Elson Beiruth? No quiero cargar con ese crimen. Lo único que logra entender de esto la joven es el fanatismo, más importante, en este caso, que el debido proceso dictado por un análisis racional. En conclusión y diagnóstico para el caso de la estrella, los doctores decretan: las mujeres no entienden cosas del fútbol.
Se estudian posibilidades. Tranfusiones, masajes, electricidad, injertos de piel, bipass arterial en la pierna para revitalizar la circulación sanguínea, hemodinamia, incluso, gran sorpresa, se mencionan tratamientos alternativos -sólo de manera distante para ser rápidamente descartados. Los jefes deciden, mientras tanto, mandar al viejo crack al hospital de la fuerza aérea. Ahí tienen una cámara hiperbárica para tratamiento de aviadores. Es posible su efectividad en casos de lesiones y ciertamente ayuda a la re-circulación sanguínea. Por supuesto, esto lo pagan de su propio bolsillo los profesionales tratantes, recordemos que se trata de una historia de salud pública.
Elson va al hospital de la fuerza aérea, su condición mejora, pero no mucho. De todas formas es necesario amputarle, aunque ahora podría salvarse la pierna de la rodilla hacia arriba. Horror. Ningún cirujano en sus cabales amputaría tamaña porción de la pierna dorada de Elson. El anciano pasea de hospital en hospital, mira por la ventana, escucha radio -de preferencia fútbol-, recuerda las playas del Brasil natal donde hizo sus primeras armas futboleras.
En el hospital público, es un personaje. Las enfermeras le tratan a cuerpo de rey, los paramédicos le llevan revistas, los doctores se fotografían con él, todos le piden autógrafos. Tiene unos sobrinos que lo visitan una vez desde Brasil. Aparece información de su convalecencia en radios y páginas de internet. Una antigua amante que ha devenido en su más fiel amiga pasa a visitarlo al menos una vez a la semana, leen el diario, conversan de cualquier cosa.
Lo que más impresiona es que ninguno de los futbolistas actualmente en vigencia y éxito, visite o siquiera ayude económicamente a Don Elson. Mal que mal, en los años setenta los futbolistas no se hacían millonarios. Mientras que ahora algunos de los pupilos del señor Beiruth tienen sueldos fabulosos, impensables. La mayoría gasta fortunas en autos y modelos cuando bien podrían aportar con algo a mejorar la condición del querido tata. Una vergüenza.
Eso sí, la gente del hospital no descansa ni olvida al paciente. Han contactado con varios antiguos cracks del Colo Colo, gente que jugó con Beiruth o poco después de su época. Organizan un partido a beneficio entre viejos estandartes y un improvisado combinado de médicos, estudiantes, enfermeros, paramédicos, periodistas y pacientes -sí, pacientes buenos para la pelota que por alguna razón pasaron una temporada en el hospital y lograron salir.
La pichanga llama la atención, videos de goles y los mejores momentos llegan a internet. En definitiva, el club de Elson lo acoge con fanfarrias de institución grande, generosa, comprometida con sus baluartes históricos. Finalmente, piensa la doctora, que ya había comentado con varias personas el caso del futbolista, en parte para despejar su incomodidad frente al machismo futbolero de los hombres y en parte para comprobar si efectivamente el tal Elson Beiruth había sido tan importante para el fútbol en los años 70 como le habían relatado los colegas. Resultó que sí. Algunos de sus amigos fuera del mundo médico incluso contribuyeron a la visibilidad del caso Beiruth. Ahora, cuando en las reuniones sociales se hablara de fútbol, ella podría contar la historia de don Elson -como le gustaba llamarlo- y denostar a los futbolistas contemporáneos, feos, flaites y sin corazón, incapaces de ayudar al tatita que había sido su “profe” (¿profe de qué?, se interrogaba, verdaderamente consternada ante el fenómeno del fanatismo).
De todas maneras, la pierna debía ser amputada. Inconmovible, Elson Beiruth se niega. La barra colocolina lo apoya. El club lo apoya. Los médicos tratantes -futboleros- lo apoyan. Su pierna no lo apoya y debe caminar con bastón. Gracias a varios aportes emigra a un hospital privado, va a vivir en providencia cerca de su amiga de toda la vida quien le cocinará y se ocupará de tenerle una dieta para cuidar la diabetes. Sí, pero lo más importante es salir caminando por la puerta grande del hospital. Ha sobrevivido a bacterias y otras transmisiones mortíferas que acechaban en el hospital público. Sobrevivió al bisturí que le colgó sobre la pierna la doctora ignorante de fútbol -no sospecha que la preciosa joven ni siquiera es cirujana e imposiblemente le habría amputado ella en caso que acaeciera la operación. Tal vez, sospechó un momento don Elson, es de la U, el enemigo y temido archirrival. Sin embargo, cuando preparaba sus maletas, listo para partir, llegó la joven a visitarlo. Finalmente se sacaron fotos juntos. Ella le dio una receta y una chaqueta de franela para el invierno -se la manda mi papá-, él le dio una foto autografiada y un beso -gracias doctora, es usted muy buena y linda; Cuídese, don Elson.