Se tiende a generalizar el quehacer de un lingüista. Se habla de ‘los lingüistas’ así como de una masa homogénea de sujetos que se dedican a estudiar los fenómenos del lenguaje. Se piensa en los lingüistas como en un grupo más o menos uniformado que ocupa algún piso de un departamento universitario. El lingüista, dentro de este mundo universitario es, además, un tipo de persona más bien de bajo perfil, si lo comparamos con sus pares historiadores, filósofos o literatos, mucho más extrovertidos y populares. Por ejemplo, no sería extraño encontrar a un colega -en uno de esos almuerzos de comedor universitario en día hábil-, del popular Centro de Estudios Latinoamericanos [1], por poner un caso, que afirme que nunca, en sus veinte años de servicio, ha ingresado al Departamento de Lingüística de la facultad. Para ellos ese departamento, y lo que se hace allí, suele ser un misterio, por Planeta lingüística suele ser conocido.

La generalización (por ejemplo, encontrarse a un lingüista y pensar en estructuralismo o en Chomsky o en la gramática, por solo recordar las asociaciones más usuales) también es producto del misterio. Dentro de este misterio, la lingüística histórica lo es mucho más.  Es adorable contemplar las caras de asombro de los alumnos en su último año de licenciatura, al empezar el año académico cuando -instalados en la sala de su primera clase de Lingüística románica- se enteran de que la lingüística no es solamente estructuralismo, generativismo y gramática[2]. Es en este último año cuando se asoman por vez primera a la lingüística histórica. En este momento comprenden que los cursos de lingüística histórica que tendrán en su último año de estudio no tienen nada que ver con lo visto antes [3].Esto no significa que la disciplina guarde un aspecto más bien ‘popular’ entre las especialidades de la lingüística propiamente tal. Es solo la pervivencia de un plan de estudios que lleva décadas y décadas impuesto [4] el cual, según el profesor de turno dentro de la secta histórica, puede resultar para el alumno una pesadilla más dentro de la tortura lingüística o un buen recuerdo para poder comprender, de una vez por todas, por qué seseamos los latinoamericanos o por qué se debe usar la letra h si no suena. Fuera de ello, el espécimen histórico suele ser un bicho raro. Más en estos momentos, donde se vive un boom relacionado con la sicolingüística, la lingüística cognitiva, la neurolingüística y los estudios de escritura académica y escolar, sobre todo. Boom muy actual, muy posmoderno, muy requerido y muy interdisciplinario, claro está. En cambio, la lingüística histórica, entre los colegas,  huele a premodernidad, a filólogo decimonónico o a escuela vieja: a lo ya visto. Es por esto que la realidad del extraño mundo de los lingüistas históricos sigue siendo un enigma para quien no lo sea o sepa poco de la disciplina.

Lo interesante sería internarse en estos espacios premodernos, por un lado, y comprender qué redes se tejen allí. Una muestra perfecta para conocer este mundo y enterarse de la extraña trama de la que está urdida esta tela es ir a merodear a un congreso de relativa importancia. Los congresos que interesan para nuestros fines -saber cuál es la fauna de lingüistas históricos- solo pueden encontrarse en las viejas reuniones de romanistas, las cuales  se celebran cada cuatro años -van en su vigésima sexta edición- o en el de lengua española, relativamente nuevo -va en su novena edición- y se celebra cada tres años. No nos meteremos en el maremágnum que es el de romanistas. Con solo imaginarnos lo que puede significar eso, no daríamos con una crónica sucinta. Solo hay que imaginar que cada idioma derivado del latín, tenga el mote de nacional, oficial, regional, en peligro de extinción o extinto tiene cabida en este congreso. Solo por motivos pedagógicos -y para ofrecer una panorámica de la disciplina- nos detendremos en el Congreso Internacional de Historia de la Lengua Española. El último se celebró en Galicia hace tres años y fue la muestra perfecta para ver de qué madera están tallados estos sujetos.

Antes de cualquier cosa, es necesario precisar una obviedad -la cual se dirá de todos modos por motivos, una vez más, pedagógicos-: la lingüística histórica solo se diferencia, dentro de la disciplina, por su adjetivo. Por lo tanto, un lingüista histórico estudia la lengua desde todos sus posibles aspectos desde un punto de vista histórico o, si se entiende algo de estructuralismo, podemos hablar de un punto de vista diacrónico y, si algo nos quedó del estructuralismo, precisaremos que el cambio lingüístico es la palabra clave de la disciplina histórica en general. Por lo tanto, no se puede suponer ni generalizar, una vez más, con uno de estos lingüistas. La lingüística histórica posee casi todas las ramas de la lingüística. Por ahora solo nos detendremos en la lingüística histórica que se ocupa de una lengua (como se ve, la cosa parece una caja china). Si se estudia una sola lengua, por ejemplo, la historia de la lengua española, se podrá hacer desde la óptica y con la metodología que más entretenga, se desee, se imponga o se vaya conociendo o descubriendo (un lingüista histórico puede pasar por todas o por muchas de las disciplinas o quedarse solo con una). Hay, de este modo, quienes se ocupan de la fonología, otros de la grafemática, otros de la morfología, otros de la sintaxis, otros de la lexicología y semántica, otros de la lexicografía, otros de dialectología, otros de la sociolingüística, otros de la pragmática, otros del análisis del discurso, otros de las ediciones críticas, otros de  toponimia y onomática y otros de la historiografía. Y, no se me tenga por adivino si dentro de algunos años (pocos) a alguien se le ocurra mezclar la sicolongüística con lo histórico y tendríamos una disciplina más. Por lo tanto, como se puede ver -con cierto asombro, claro está- la disciplina es extensísima y para cada especialidad hay un grupo, unas tendencias, unos gurús, unos antigurús, publicaciones clásicas, publicaciones de avanzada y publicaciones de moda.

Un congreso internacional de historia de la lengua española, por lo tanto, debe organizarse, como máximo, con trece mesas paralelas. En esas trece mesas paralelas se incluyen los especialistas y sus comunicaciones. Claro. Líneas atrás se exponía el halo a naftalina que podría tener, o que se cree que puede tener, una disciplina como esta, pero si solo se piensa en los especialistas de países como Rusia, Checoslovaquia, Finlandia, Francia, Japón o Dinamarca -uno o dos-;  Estados Unidos, Inglaterra Suiza o Italia -uno o dos por universidades de renombre-; Alemania -unos cuatro por las universidades donde se la estudia- o España -unos cuatro o cinco en las universidades de todo el país-  más lo que se encuentra -que nunca será suficiente-  en México, Argentina o Chile, se verá que la cantidad no es despreciable. A esto se le debe sumar la cantidad de tesistas de grado, de máster o doctorandos- que van pasando por la formación histórica: un tesista en los países con pocos especialistas y unos tres por profesor en países con muchos especialistas. De esta forma se puede comprender que una disciplina que suele ser la extraña en cada departamento de lingüística donde encontramos su presencia, en conjunto, se transforma en un micromundo interesantísimo. Y he aquí el congreso en cuestión. Debemos descartar cualquier homenaje en pos de este festival histórico que se celebra cada tres años. Es más, hay que precisar que lo que menos se encuentra en la disciplina es la armonía. De hecho, hay una serie de antagonismos que hacen de este micromundo, una buena forma de representar la naturaleza humana.

La gramática está de moda. Tenemos, en primer lugar, el antagonismo generado por la disciplina de moda en el momento, la cual suele ser la de más reciente data. En este momento el trono es para la morfosintaxis histórica, le siguen la sociolingüista y la pragmática histórica y, en último lugar, el análisis histórico del discurso. Si no formas parte de este panteón, pasas a ser de inmediato un segundón, un poco interesante, un aburrido exponente de la disciplina. De esta forma, las mesas redondas, las conferencias y las plenarias suelen versar sobre este tema y las mesas correspondientes a estas temáticas suelen ser las más concurridas. Los jóvenes tesistas, a quienes les encanta seguir la moda, son los más detestables exponentes de lo in en lingüística histórica y mutan su lenguaje coloquial, en el café, en la cerveza después del congreso o en la cena y posterior farra nocturna con detestables frases como: “¿Este bar lo gramaticalizamos o no, chicos?”. Como se puede ver, hasta en la más objetiva de las disciplinas humanas podemos encontrar estas deformaciones. ¿Cuál podría la disciplina más alejada de la moda en estos momentos? Creo que los escasos sujetos que se dedican a la toponimia y onomástica. Disciplina ingrata: requiere de trabajo de campo y del conocimiento de lenguas aborígenes (sea esto donde sea: conocer el quechua o tener claras las hipótesis del celtíbero, por ejemplo), se funde con la dialectología y es absolutamente tributaria de otras ciencias como la arqueología[5]. Los objetos de estudio son tan escasos como los eruditos de este quehacer y, suele suceder, que de cinco días que dura el congreso, la sección destinada a ellos solo dura dos. Otras disciplinas son consideradas extrañas, ya, dentro de la extrañeza de los lingüistas históricos, algo que es mucho decir. Por ejemplo, los lexicólogos y semánticos, quienes pueden pasarse meses, incluso años, en la búsqueda de un étimo para una palabra. O su posible fuente. Una comunicación puede versar acerca de dos palabras. Como se imaginará, los pobres son tomados como verdaderos cultores de la sexualidad del erizo y la insumergibilidad del corcho entre sus mismos pares, pero, de todas formas, se les trata como a los hermanos extraños de una familia, con atenciones, incluso con ternura.

Maestros, maestros. Otro motivo de antagonismo es la universal controversia -y usual, desde que el mundo académico es mundo académico- de seguir a determinado maestro. Controversia que incluye el modo en que se sigue al sujeto en cuestión. En la línea hispánica histórica hubo dos grandes maestros quienes fundaron, por así decirlo, la escuela. A estos dos grandes maestros se les sigue o no se los sigue, así de simple. Son más los que los siguen -a su particular modo- que los que los desmitifican. Quienes no los siguen poseen un argumento de peso: los grandes maestros falseaban fuentes, datos, fechas [6]. O bien, entregaban datos precisos como si tuvieran las fuentes a mano [7], fuentes muchas veces mal editadas o de fuentes que no estaban. Todo esto en pos de la reivindicación innecesaria del concepto ‘lengua española’ y su dialecto rey, el castellano, como clave vital de todo lo que vino después –españolejos los llama un colega romanista y catalanista quien, claro está, no comulga con este tipo de congresos-. Un peligro público el de estos grandes maestros. Sin embargo, fueron quienes iniciaron el método en la península y armaron un paradigma que lucha contra sus constantes anomalías. A estos maestros, si los descalificas con lo que se sabe sobradamente (lo que se acaba de exponer aquí), se les excomulga por mala leche. Y así de simple. No los ves. No son invitados a los congresos. En ese festival autocomplaciente y manipulador del citar, como se verá, no son citados. Son unos expatriados que arman solos una escuela en los departamentos de sus universidades. De esta forma no es de sorprender que un gran maestro de los expatriados muera en el año en que se celebra el congreso y en vez de armarse un in memoriam o una semblanza, uno solo puede encontrarse con un poco disimulado silencio. Quienes aceptan a los maestros se dividen, a su vez, entre los que aceptan este lado oscuro de ellos y lo remozan y los que los aceptan sin juicios ni críticas. Los primeros se pasan la vida en ello, en remozar: reescriben lo que los maestros escribieron, pero con ediciones críticas, fuentes precisas y datos verídicos. Y así se van modificando -paulatinamente, las cosas como son- las cimientes de la historia de la lengua española. Ellos se reúnen entre ellos y se citan entre ellos y arman historias de la lengua en grandes compilaciones, invitándose entre ellos a escribir y creando una amable familia de parafraseros actualizados. Suelen reírse de los que aceptan a los maestros “absolutamente”. Este segundo tipo, quienes aceptan a los maestros sin más, son una cepa afable, amistosa, quizás un poco conservadora en todo ámbito. No se puede discutir el punto crítico de los maestros con ellos, ya que lo cierran con un tajante “Eran los tiempos”; “Pero qué quiere usted, si no estaban las fuentes”o “Ante una obra monumental, X no podía estar en todo”, por ejemplo. Suelen ser, además, una casta interesante, ya que avanzan y ahondan donde los maestros no llegaron. Demás está decir que los reyes de los congresos son los discípulos de quienes aceptan a los maestros. De ambos bandos. Quizás más los parafraseadores remozados, ahora que lo pensamos bien, a quienes les gusta el protagonismo de sus obras de avanzada.

RAE o no RAE. Como un tercer lugar en los antagonismos, tenemos el que se da entre el lingüista histórico ambicioso, el no ambicioso y el antiespañolista. Este panorama es interesantísimo. Los ambiciosos quieren, a toda costa, llegar a ser académicos de la Real Academia Española. Sería el último peldaño, después de ser catedráticos de universidad, para sellar su gloria. Para lograr esto, trabajan duro. Son tipos listos: se les ocurren ideas inéditas y novedosas, las que transforman en proyectos que se consolidan en grandes avances para la disciplina. Puede esto traducirse en un grupo investigador de renombre; en muchas publicaciones; en armar un corpus cibernético inédito o en dar con un estudio enciclopédico, de muchos volúmenes. En síntesis: en cualquier producto que sea un aporte revolucionario para una disciplina que solo bebe los logros ella misma. Estos ambiciosos creen que con este tipo de actividades lograrán la vida eterna con una silla de una letra en la calle Felipe IV. Estos suelen ser los héroes -logrando o no el preciado sillón- en estos congresos. En las antípodas se encuentran los antiespañolistas. Este grupo rechaza de lleno a la RAE misma (por lo general son gallegos, catalanes, vascos, andaluces o latinos antimperialistas que ven en la RAE el último reducto de colonialismo godo)[8] y la imposición del español como lengua (de hecho, no hablan de español, hablan de castellano). Para ellos, ser españolista es el resabio de toda monarquía absolutista y/o franquismo, impositivo, arbitrario, monológico, monolingüe y, por lo tanto, estrecho. Son tipos de adelantada, de izquierdas, pro lenguas regionales y los primeros en dar cuenta de primeros testimonios medievales que no sean del castellano. Críticos acérrimos de ciertas actitudes lingüísticas como, por ejemplo, ser chileno y no saber mapuche. Por lo general, no se les encuentra en estos congresos -sí en el de romanistas- y si van, ocupan un bajísimo perfil. Los no ambiciosos suelen trabajar en líneas de investigación no en boga y ser los seguidores de los maestros sin meterse con ellos. Interesante es cuando alguno de estos tipos logra un sillón en la RAE sin proponérselo (son peticiones, por lo general, de tipo política o ideológica o, justamente, por esa no ambición) o logran un trabajo en solitario, monumental. Por lo general, suele ser así. Muchos de ellos, de hecho, rechazan ser académicos de la RAE, justamente, por mantener su bajo perfil. Tipos y tipas admirables.

Fuera de estas distinciones, que pueden ayudar a imaginarse un panorama como el de un congreso de historia de la lengua española, hay otras dinámicas interesantes, episodios deliciosos que ayudan a graficar un congreso de este tipo,  como el director de una importante academia de la lengua latinoamericana, quien, frente a la crítica de cómo se ha tratado en los estudios e investigaciones la “Historia del español de América” -de una absoluta nulidad, señalaba, donde no se representaban los quinientos años de la lengua trasplantada- obtiene, por respuesta, que los históricos parafraseros remozados, junto a su séquito de discípulos tesistas, se levanten furiosos -se sienten tocados, ya que creen que esa es una crítica a sus nuevas compilaciones de historias de la lengua españolas- y abandonen la sala de conferencia. O de otra connotada lingüista histórica, con delirios de grandeza por su vasta obra -es de las ambiciosas que ya son académicas- quien, frente al enojo, producto de la humillación que le significó no ser invitada a dar una conferencia ella sola, toma sus quince minutos de turno en una mesa redonda para hablar dos horas de la historia del complemento indirecto. O de antiespañolistas que les toca organizar el congreso y hablan en todo momento en su lengua regional marginada, equivocándose a cada momento y mostrando, con esto, que casi nunca la hablan. Un absoluto absurdo.

Fuera de toda sensación crítica que un lector pueda tener de una radiografía como esta, hay que destacar un punto como conclusión. Solo queda una cosa: la materia. Lo que se expone, lo que se escribe, lo que se investiga. Puede parecer una exageración, pero no hay nada, absolutamente nada que sea innecesario, inútil o aburrido en lo que exponen estos sujetos. Cada una de las comunicaciones, conferencias, charlas y clases de inauguración o cierre, son verdaderas cátedras para un lingüista histórico. Y como la naturaleza humana es contradictoria, no sorprende lo  aborrecible  que pueda resultar el comportamiento de ciertas personas, ciertos maestros, ciertas estrellas del firmamento y, al mismo tiempo, uno haga el ejercicio fenomenológico de distinguir sujeto y producto y seguir allí, en ese barro, refocilándose como un cerdo. Si la cosa cambiará o que uno se unirá a quizás qué grupo, nadie lo sabe. Por ahora, a seguir como lingüista histórico y ser espectador del cambio, del aumento de la discordia o de un gozador de tanta extrañeza humana.

Notas

[1] Aquella nueva y exitosa fórmula que reúne, en pos de la transdisciplina, a una serie de humanistas que estudian y escriben acerca  del caso Latinoamérica desde las más variopintas ópticas.

 

[2] Ese año es especialmente peculiar. Un chico de 21 ó 22 años se siente lo suficientemente apto como para calificar o descalificar cualquier producción humanística. Siente que lo ha leído todo. O ha leído lo suficiente y se instala en ese limbo de satisfacción y autocomplacencia. Solo por dar un ejemplo de lo poco que se lee en estos cuatro años introductorios, recordamos al poeta Gonzalo Rojas, quien también se sorprendía de este estado de gracia del pregrado. Al hacer él  un recuento de su canon (el poeta tenía su canon, como cualquier sujeto que le guste la literatura y se dedique, en cualquiera de sus facetas, a trabajar con y sobre ella) vimos que lo que se leía en cuatro años no es ni el 15% de la totalidad medianamente requerida (de su canon, claro está. Medida que se aplica, huelga decir, a cualquier canon de algún intelectual respetable). Algo normal en todo caso, ya que la actividad de leer y trabajar con lo que se lee es algo de por vida.  Está demás decir, en este pie de página, que la actividad eterna de lectura requiere, incluso, el acto de volver a leer lo leído, porque la recepción no es la misma a los 17, que a los 21, que a los 30, que a los 37 y así, suma y sigue.

 

[3] Hay que precisar que los alumnos que estudian lingüística o literatura tienen, desde el primer semestre de su primer año solo cursos de lingüística sincrónica. Esto es: lingüística estructural, fonología, morfología, sintaxis, semántica y pragmática y sociolingüística, todo pensado en un estado ideal de lengua que no suele tocar lo temporalmente anterior. Además, aunque suene de mala leche decirlo, las clases suelen hacerlas los lingüistas furiosos. El lingüista furioso es un curioso espécimen muy usual en Latinoamérica (sucesor sudaca de la lingüística norteamericana, por lo que estoy descubriendo). Es aquel sujeto brillante y destacado en lo que se refiere a la lingüística. Tiene un razonamiento cartesiano y racional de lujo. Punto aparte para referirnos a su  tipo escritural: es una escritura seca, objetiva, sin adjetivos ni guiones. Una escritura de paper científico, para hacernos una idea. Es común que este tipo de lingüista suela despreciar la literatura: le aburre, la encuentra mediana, hasta mediocre en algunos casos. Para qué hablar de la filosofía y el arte. Salvo contados casos de lecturas no lingüísticas (que eso vale para otra reflexión, no pertinente aquí), el lingüista furioso es el ejemplo más claro de las esferas kantianas: la división más absoluta del quehacer disciplinario y el rechazo al perfil humanista más clásico. Para consuelo y amparo de muchos, cada vez abunda más el prospecto davinciano o filólogo clásico (así en términos europeos): el que exige el conocimiento del latín y griego, tanto como de la poesía o de la historia medieval o la filosofía del setecientos. Otra reflexión para otro pie de página. Baste aquí concluir con el siguiente panorama: el prelicenciado está algo harto o intoxicado o con cierto pavor frente al profesor de lingüística, el cual suele ser el implacable cortador de cabezas.

 

[4] Desde que el fundador del departamento en cuestión, un alemán con formación neogramática, incorporó una malla con los saberes que estaban en boga en los plazos, esta rama, para gloria de algunos o incógnita de otros, se ha mantenido casi intocable.

 

[5] Supe de un connotado indoeuropeísta y la situación que le generó un descubrimiento arqueológico (el indoeuropeísmo es una rama histórica escasa y extraña: digamos que exótica. A sus pocos representantes se les suele admirar y respetar. Hay otros mucho más extraños aun: los protoindoeuropeístas. De todos los históricos, son estos quienes más trabajan sobre hipótesis y conjeturas. Un mundo de posibilidades y verbos conjugados en condicional. Extrañísimos. Este connotado indoeuropeísta, en el congreso internacional más importante de su área (congreso que también sufre de lo que estamos exponiendo) apenas terminó su conferencia agarró su maleta y voló a Petra. Hay que precisar que la maleta la llevaba consigo al momento de dar su conferencia y tanta premura fue porque la mañana del día de su conferencia, recibió un llamado singular, emocionante para el señor en cuestión y de emergencia: un equipo de arqueólogos había dado con unas ruinas cuyas extrañas inscripciones podrían dar con la clave de un eslabón perdido dentro de la historia del hitita (la lengua indoeuropea más hipotética, junto con el enigmático tocario). Inscripciones que después se determinaron como topónimos. Esta es, por ejemplo, una de las situaciones más usuales dentro de la toponimia.

 

[6] Algo que no es propio de estos dos maestros dentro de la lingüística histórica. Hasta el día de hoy, por ejemplo, en la historia de la lengua latina, hay dos bandos marcadísimos de latinistas en relación con el primer testimonio del latín. El problema radica en el testimonio mismo -una joya femenina, a manera de prendedor, conocido como fíbula dentro del mundo antiguo y esta en particular es la llamada fíbula prenestina-. Al parecer la inscripción en la misma joya (lo que hace de esta un objeto de culto, por ser la primera inscripción del latín en la historia) fue falsificada por un equipo de japoneses. Hasta el día de hoy, pese a pruebas, rayos equis y cuanto adelanto hay para dataciones, hay dos grupos: el pro fíbula y el anti fíbula. Ambos grupos no se cansan de publicar contundentes argumentos en relación con la veracidad o no del testimonio, el cual sigue en eterna exposición, en un museo de Roma.

 

[7] Es una obviedad decir que para la lingüística histórica es fundamental el testimonio escrito. Sin esto no hay lingüística histórica. Por lo tanto, el texto debe estar en las mejores condiciones posibles y estar sujeto a un trabajo minucioso y detallado, a cargo de una de las disciplinas más respetadas dentro del rubro: la crítica textual. La crítica textual, por esta razón, nunca está o no está de moda: simplemente está. Lamentablemente suele tener problemas, disputas y devenires, sobre todo por uno de sus quehaceres fundamentales: el arte de dominar las escrituras de antaño y editarlas. Es decir, la paleografía. Por estos enigmas vitales, muchos paleógrafos suelen ser historiadores, no lingüistas especializados en crítica textual. Quizás más que enigma, haya una consecuencia lógica: frente al testimonio, en primer lugar, está el historiador. Es quien lo edita y hace de paleógrafo. Sin embargo, no tiene los conocimientos lingüísticos diacrónicos necesarios para que un texto se edite de la mejor forma (no sabe de historia de la puntuación, de historia de la ortografía, de historia de las mayúsculas, de historia de la grafemática, que es como la historia de las letras, entre otros tantos ‘no sabe’). El paleógrafo historiador, por lo tanto, ante cualquier escollo en la transcripción del testimonio; ante un usus scribendi nuevo o anómalo; ante una grafía confusa o un problema de lectura -por ejemplo, con una letra procesal encadenada- no se hace problemas ni toma la dificultad de lectura como un desafío que puede durar semanas, meses. Nada, no se complica la vida y agrega un [sic.] o un [Nota: grafía borrosa] o, más osado aun, inventa y propone (y, al proponer, impone) una voz -el lector facilior que lo llaman-. No señores: un crítico textual es aquel experto en el papel, la letra, la unión de letras y así, al infinito, cual hormiga, trata de presentar la versión más íntegra de un texto cualquiera (y cuando se habla de un texto cualquiera, es un texto cualquiera: una lista de quesos, un testamento de un tendero, una ordenanza, lo que sea con tal de poder testimoniar un determinado momento dentro de la historia de una lengua) y lo entrega a la comunidad estudiosa, cual héroe anónimo (y, por lo demás, le encanta ese rol: el del héroe anónimo. El que trabajó duro, se entregó, entregó su tiempo y su vida en pos de la gloria anónima. Todos unos derviches). Dura labor la de esta disciplina.

 

[8] Este es otro punto interesante dentro de las reflexiones: qué sucede con las lenguas que no son español (o castellano) en la Península Ibérica. Cuál es su estado actual, quiénes las hablan, quiénes escriben con ellas, quiénes piensan con ellas. Y, dentro de la disciplina que nos convoca en esta crónica: cuáles son sus historias, cuál fue y es su importancia. Como a los latinoamericanos nos forman en el españolismo más absoluto, poco conocimiento tenemos de esta realidad lingüística, la cual es el reflejo de una realidad política. Bien pensado, el reflejo lingüístico podría entregar muchas pistas de lo que es, realmente, esta realidad política, la cual es ejemplificada con estos antiespañolistas. Esta contingencia es una de las aristas que estudia la política lingüística, una de las disciplinas más nuevas que hay, más conflictivas, además, y más novedosas. Poco a poco va entrando dentro de los espacios de la lingüística histórica. Es más. Hace un par de meses, un grupo de políticos lingüísticos furiosos (que son, a su vez, fuente de activismos políticos) organizaron un extraño congreso en Salamanca, justamente, de esta temática, pero a nivel mundial. Por lo tanto, se discutió acerca de chino cantonés frente al chino mandarín; el alemán de Suiza y Austria frente al alemán de Alemania; el español de América frente al español de España, el árabe marroquí o dariya frente al árabe estandarizado y así, suma y sigue. Se dio espacio (pequeño, claro está, por el ínfimo número de exponentes de la disciplina) a la política lingüística histórica como momento inaugural.