El ojo del poeta, girando en medio de su arrobamiento,
pasea sus miradas del cielo a la tierra y de la tierra al cielo;
y como la imaginación produce
formas de cosas desconocidas, la pluma del poeta
las diseña y da nombre y habitación a cosas etéreas quo no son nada.
William Shakespeare
Cuando tenia diez años, decidí -desconociendo casi por completo la dificultad del problema- que el universo estaba lleno. Había demasiados lugares para que este fuese el único planeta habitado. Y a juzgar por la variedad de formas de vida en la Tierra (los árboles resultaban bastante distintos de la mayoría de mis amigos), pensé que la vida en otras partes debía ser muy distinta. Me esforcé por imaginar cómo podría ser la vida, pero, a pesar de todos mis esfuerzos, siempre pensé en algún tipo de quimera terrestre, en alguna variedad de plantas y animales existentes.
Por aquella época, conocí, gracias a un amigo, las novelas sobre Marte de Edgar Rice Burroughs. No había pensado mucho en Marte hasta entonces, pero, a través de las aventuras de John Carter, se me presentaba un mundo extraterrestre habitado, sorprendentemente variado: antiguas profundidades marinas, estaciones de bombeo en grandes canales y una multiplicidad de seres, algunos de ellos exóticos, como por ejemplo las bestias de carga de ocho patas.
La lectura de estas novelas resultaba estimulante, en un principio. Luego, poco a poco, empezaron a surgir las dudas. La sorpresa de la trama de la primera novela sobre John Carter que leí dependía de su olvido de que el año es más largo en Marte que en la Tierra. Pero a mí me pareció que cuando se va a otro planeta, una de las primeras cosas que se hacen es la de enterarse de la duración del día y del año. (Incidentalmente, no recuerdo que Carter mencionase el notable hecho de que el día marciano es casi tan largo como el día terrestre. Es como si esperase que se reprodujesen las características habituales de su planeta natal en cualquier otro sitio). Había también otras observaciones menores en un principio sorprendentes, pero que tras una serena reflexión resultaban decepcionantes. Por ejemplo, Burroughs comenta de pasada que en Marte existen dos colores primarios más que en la Tierra. Estuve muchos minutos con los ojos fuertemente cerrados, concentrándome en un nuevo color primario. Pero siempre sería un marrón oscuro parecido al de las pasas. ¿Cómo podía haber otro color primario en Marte y mucho menos dos? ¿Qué era un color primario? ¿Era algo que tenía que ver con la física o con la psicología?
Decidí que Burroughs podía no saber de qué estaba hablando, pero que conseguía hacer reflexionar a sus lectores. Y en los numerosos capítulos en los que no había mucho que pensar existían, afortunadamente, enemigos malignos y arrojados espadachines, más que suficientes para mantener el interés de un ciudadano de .diez años en un verano de Brooklyn.
Un año más tarde, por pura casualidad, di con una revista titulada Astounding Science Fiction en una tienda del barrio. Una rápida ojeada a la portada y al interior me hicieron saber qué era lo que había estado buscando. No sin esfuerzo junté el dinero para pagarla, la abrí al azar, me senté en un banco a menos de diez metros de la tienda y leí mi primer cuento moderno de ciencia ficción: «Pete puede arreglarlo», de Raymond F. Jones; una agradable historia de viajes a través del tiempo después del holocausto de una guerra nuclear. Había oído hablar de la bomba atómica -recuerdo que un amigo mío me explicó muy excitado que estaba compuesta de átomos- pero fue la primera vez que se me plantearon las implicaciones sociales del desarrollo de las armas nucleares. Me hizo pensar. Pero el pequeño aparato que el mecánico Pete colocaba en los automóviles de sus clientes de forma que pudiesen realizar breves viajes admonitorios por el reino del futuro, ¿en que consistía? ¿Cómo estaba fabricado? ¿Cómo se podía penetrar en el futuro y luego regresar? Si Raymond F. Jones lo sabía, no lo estaba diciendo.
Me sentí atrapado. Cada mes esperaba impacientemente la salida de Astounding. Leí a Julio Verne y a H. G. Wells, leí de cabo a rabo las dos primeras antologías de ciencia ficción que pude encontrar, rellené fichas, parecidas a las que rellenaba para los juegos de béisbol, sobre la calidad de las historias que leía. Muchas de ellas tenían mucho mérito al plantear cuestiones interesantes, pero muy poco a la hora de responderlas.
Hay una parte de mí que todavía tiene diez años. Pero en conjunto soy mayor. Mis facultades críticas y tal vez también mis preferencias literarias han mejorado. Al releer la obra de L. Ron Hubbard titulada The end is not yet, que leí por primera vez cuando tenía catorce años, quedé tan sorprendido de lo mucho peor que era respecto a lo que recordaba, que me planteé seriamente la posibilidad de que existiesen dos novelas con el mismo título y del mismo autor, pero de calidad totalmente distinta. Ya no consigo mantener esa aceptación crédula que había tenido. En Neutron Star de Larry Niven, la trama gira alrededor de las sorprendentes fuerzas atractivas ejercidas por un poderoso campo magnético. Pero nos vemos obligados a admitir que dentro de cientos o miles de años, en la época de un vuelo interestelar casual, esas fuerzas atractivas han sido olvidadas. Nos vemos obligados a admitir que la primera exploración de una estrella de neutrones la lleva a cabo un vehículo espacial tripulado y no un vehículo espacial instrumental. Se nos pide demasiado. En una novela de ideas, las ideas han de funcionar.
Sentí el mismo desasosiego muchos años antes, al leer la descripción de Verne a propósito de que la ingravidez en un viaje lunar solo se producía en el punto del espacio en el que las fuerzas gravitatorias de la Tierra y la Luna se anulaban y con el invento de Wells de un mineral antigravitatorio llamado cavorita. ¿Por que existía un filón de cavorita en la Tierra? ¿Por que no se precipitó en el espacio hace muchos años? En la película de ciencia ficción, sobresaliente desde el punto de vista técnico, que lleva por título Silent Running, de Douglas Trumbull, se mueren los árboles en amplios y cerrados sistemas ecológicos espaciales. Tras semanas de ímprobos trabajos y de una interminable búsqueda en los manuales de botánica, se da con la solución: resulta ser que las plantas necesitan luz solar. Los personajes de Trumbull son capaces de construir ciudades interplanetarias, pero han olvidado la ley del inverso del cuadrado. Estaba dispuesto a pasar por alto la caracterización de los anillos de Saturno como gases coloreados al pastel, pero eso no.
Tuve la misma impresión con la película Star Trek, aunque reconozco que presupone una gran maestría; algunos amigos juiciosos me han apuntado que debo considerarla alegóricamente y no literalmente. Pero cuando los astronautas procedentes de la Tierra llegan a un planeta muy alejado y encuentran allí seres humanos en pleno conflicto entre dos superpotencias nucleares -que se denominan Yangs y Corns, o sus equivalentes fonéticos- la suspensión de la incredulidad se desmorona. En una sociedad terrestre global dentro de siglos y siglos, los oficiales de la nave son embarazosamente Anglo-Americanos. Tan solo dos de los doce o quince vehículos interestelares tienen nombres no ingleses, Kongo y Potemkin (¿por que no Aurora?}. Y la idea de un cruce fructífero entre un «Vulcano» y un terrestre deja por completo de lado la biología molecular que conocemos. (Como he hecho observar en algún otro momento, ese cruce tiene tantas probabilidades de éxito como el cruce entre un hombre y una petunia). Según Harlan Ellison, incluso esas novedades biológicas menores como las orejas puntiagudas de Mr. Spock y sus cejas indisciplinadas eran consideradas excesivamente atrevidas por los promotores de la película; estas enormes diferencias entre Vulcanos y humanos solo iban a confundir al público, pensaban, y se intentó eliminar todas las características que supusiesen singularidades fisiológicas de los Vulcanos. Se me plantean problemas parecidos en aquellas películas en las que animales conocidos, aunque ligeramente modificados -arañas de diez metros de altura, por ejemplo- amenazan ciudades terrestres: dado que los insectos y los arácnidos respiran por difusión, esos merodeadores morirían por asfixia antes de poder destrozar una ciudad.
Creo que dispongo de las mismas ansias de lo maravilloso que cuando tenía diez años. Pero desde entonces he aprendido algo acerca de cómo está organizado el mundo. La ciencia ficción me ha llevado a la ciencia. Encuentro la ciencia más sutil, más complicada y más aterradora que gran parte de la ciencia ficción. Basta con tener presentes algunos de los descubrimientos científicos de las ultimas décadas: que Marte está cubierto por antiguos ríos secos; que los monos pueden aprender lenguajes de centenares de palabras, comprender conceptos abstractos y construir nuevos usos gramaticales; que existen partículas que atraviesan sin esfuerzo toda la Tierra de forma que hay tantas que emergen por debajo de nuestros pies como las que caen desde el cielo; que en la constelación del Cisne hay una estrella doble, uno de cuyos componentes posee una aceleración gravitacional tan elevada que la luz es incapaz de escaparse de él: puede resplandecer por dentro a causa de la radiación, pero resulta invisible desde el exterior. Frente a todo esto, muchas de las ideas corrientes de la ciencia ficción palidecen, en mi opinión, al intentar compararlas. Considero que la relativa ausencia de estos hechos y las distorsiones del pensamiento científico que se dan a veces en la ciencia ficción son oportunidades perdidas. La ciencia real puede ser un punto de partida hacia la ficción excitante y estimulante tan bueno como la ciencia falsa, y considero importante aprovechar las oportunidades que permitan introducir las ideas científicas en una civilización que se basa en la ciencia pero que no hace prácticamente nada para que esta sea entendida.
Pero lo mejor de la ciencia ficción sigue siendo muy bueno. Hay historias tan sabiamente construidas, tan ricas al ajustar detalles de una sociedad desconocida, que me superan antes de tener ocasión de ser crítico. Entre esas historias hay que citar The Door into summer de Robert Heinlein, The tars my destination y The demolished man de Alfred Bester, Time and again de Jack Finney, Dune de Frank Herbert y A canticle for Leibowitz de Walter M. Miller. Las ideas contenidas en esos libros hacen pensar. Los aportes de Heinlein sobre la posibilidad y la utilidad social de los robots domésticos soportan perfectamente el paso de los años. Las aportaciones a la ecología terrestre proporcionadas por hipotéticas ecologías extraterrestres, como ocurre en Dune, constituyen, en mi opinión, un importante servicio social. En He who shrank, Harry Hasse presenta una fascinante especulación cosmológica que ha sido reconsiderada seriamente en la actualidad, la idea de un regreso infinito de los universos, en el cual cada una de nuestras partículas elementales es un universo de nivel inferior y en el cual nosotros somos una partícula elemental en el siguiente universo superior.
Pocas novelas de ciencia ficción combinan tan extraordinariamente bien una profunda sensibilidad humana con un tema habitual de esta especialidad. Pienso, por ejemplo, en Rogue moon de Algis Budrys y en muchas de las obras de Ray Bradbury y Theodore Sturgeon, por ejemplo. To here and the Easel, de éste último, novela en la cual se describe la esquizofrenia vista desde dentro y constituye una sugerente introducción al Orlando Furioso de Ariosto.
El astrónomo Robert S. Richardson escribió una sutil historia de ciencia ficción sobre el origen de la creación continua de los rayos cósmicos. La historia Breathes there a man de Isaac Asimov proporciona una serie de penetrantes observaciones sobre la tensión emocional y el sentido de aislamiento de algunos de los más importantes científicos teóricos. La obra de Arthur C. Clarke The nine billion names of God inició a muchos lectores occidentales a una intrigante especulación sobre las religiones orientales.
Una de las cualidades de la ciencia ficción es la de poder transmitir fragmentos, sugerencias y frases de conocimientos desconocidos o inaccesibles al lector, And he built a crooked house de Heinlein posiblemente fuese para muchos lectores la primera introducci6n a la geometría tetradimensional con alguna posibilidad de ser entendida. En un trabajo de ciencia ficción reciente se presentan las matemáticas del último intento de Einstein en tomo a la teoría del campo unificado; en otro se expone una importante ecuación relativa a la genética de poblaciones. Los robots de Asimov eran «positrónicos», porque se acababa de descubrir el positrón. Asimov nunca explicó cómo los positrones hacían funcionar los robots, pero sus lectores oyeron hablar de positrones. Los robots rodomagnéticos de Jack Williamson funcionaban con rutenio, rodio y paladio, constituyentes del Grupo VII de los metales en la tabla periódica tras el hierro, el níquel y el cobalto. Se sugirió una analogía con el ferromagnetismo. Supongo que en la actualidad hay robots de ciencia ficción en los que intervienen los quarks o el encanto y que proporcionan una breve puerta de entrada verdad al excitante mundo de la física contemporánea de las partículas elementales. Lest darkness fall, de Sprague de Camp, es una excelente introducción a Roma en la época de la invasión gótica y la serie de Foundation, de Asimov, aunque no se explique en los libros, constituye un resumen muy útil de una parte de la dinámica del ya lejano Imperio Romano. Las historias de viajes a través del tiempo -por ejemplo, en los notables ensayos de Heinlein, All you Zombies, By his kootstraps y The door into summer– fuerzan al lector a contemplar la naturaleza de la causalidad y el devenir del tiempo. Son libros sobre los que se reflexiona mientras el agua va llenando la bañera o mientras se pasea por los bosques tras una primera nevada de invierno.
Otra de las grandes cualidades de la moderna ciencia ficción reside en algunas de las formas artísticas que pone de manifiesto. Llegar a tener una imagen mental de cómo debe ser la superficie de otro planeta ya es algo, pero examinar cualquiera de las pinturas meticulosas de la misma escena debidas a Chesley Bonestell en su primera época es algo muy distinto. El sentido del maravilloso mundo astronómico es espléndidamente plasmado por algunos de los mejores artistas contemporáneos: Don Davis, Jon Lomberg, Rick Sternbach, Robert McCall. Y en el verso de Diane Ackerman puede entreverse el anuncio de una poesía astronómica madura, plenamente en sintonía con los temas habituales de la ciencia ficción.
Las ideas de la ciencia ficción se presentan en la actualidad de muy diversas maneras. Tenemos los escritores de ciencia ficción como Isaac Asimov y Arthur C. Clarke, capaces de proporcionar resúmenes convincentes y brillantes en forma no ficticia de muchos aspectos de la ciencia y la sociedad. Algunos científicos contemporáneos han llegado a un público más amplio a través de la ciencia ficción. Por ejemplo, en la interesante novela The listeners, de James Gunn, se encuentra el siguiente comentario enunciado hace cincuenta años sobre mi colega, el astrónomo Frank Drake: «¡Drake! ¿Qué es lo que sabía?». Pues resultó que mucho. También encontramos verdadera ciencia ficción disfrazada de hechos en una vasta proliferación de escritos y sistemas y organizaciones de creyentes pseudocientíficos.
Un escritor de ciencia ficci6n, L. Ron Hubbard, ha fundado un culto con no poca aceptación llamado Cientología, inventado, según me han referido, en una sola noche tras una apuesta, según la cual tenía que hacer lo mismo que Freud, inventar una religión y ganarse la vida con ella. Las ideas clásicas de la ciencia ficción han quedado institucionalizadas en los objetos voladores no identificados y en los sistemas que creen en astronautas en la antigüedad -aunque tengo reparos al no asegurar que Stanley Weinbaum (en The valley of dreams) lo hizo mejor, y antes, que Erich von Daniken R. De Witt en Within the pyramid consigue anticiparse tanto a von Daniken como a Velikovsky y ofrecer una hipótesis del supuesto origen extraterrestre de las pirámides más coherente que la que puede encontrarse en cualquier escrito sobre antiguos astronautas y piramidología-. En Wine of the dreamers, John D. MacDonald (un autor de ciencia ficción actualmente convertido en uno de los escritores contemporáneos de serie negra mas interesantes) escribía: «y existen indicios, en la mitología terrestre… de grandes naves y carros que cruzaban el cielo». La historia Farewell to the master, escrita por Harry Bates, se convirtió en una película titulada The day the earth stood till (que dejó de lado el elemento esencial del argumento, a saber, que quien tripulaba el vehículo extraterrestre era el robot y no el ser humano). La película, con sus imágenes de un platillo volante sobre el cielo de Washington, jugó un papel importante, en opinión de ciertos investigadores conocidos, en la «oleada» de ovnis sobre Washington D.C. en 1952, justamente posterior al estreno de la película. Muchas novelas populares actuales del género de espionaje, por la frivolidad de sus descripciones y la poca consistencia de sus argumentos, resultan calcadas de aquella ciencia ficción superficial de los años 30 y 40.
La interrelación entre ciencia y ciencia ficción produce, algunas veces, resultados curiosos. No siempre queda claro si la vida imita al arte o si ocurre al revés. Por ejemplo, Kurt Vonnegut, ha escrito una soberbia novela epistemológica, The sirens of Titan, en la que se postula un medio ambiente no globalmente adverso en la luna mayor de Saturno. Cuando en los últimos años diversos científicos, entre los que me incluyo, hemos presentado indicios de que Titán posee una atmósfera densa y, posiblemente, temperaturas superiores a las esperadas, muchas personas me hicieron comentarios sobre la presencia de Kurt Vonnegut. Pero Vonnegut era graduado en física por la Universidad de Cornell y, por tanto, podía conocer los últimos descubrimientos astronómicos. (Muchos de los mejores escritores de ciencia ficción tienen una base de ingeniería o de ciencia, como por ejemplo Paul Anderson, Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Hal Clement y Robert Heinlein). En 1944, se descubrió una atmósfera de metano en Titán, el primer satélite del sistema solar del que se supo que tenía atmósfera. Tanto en este, como en muchos otros casos, el arte imita a la vida.
El problema ha sido que nuestra comprensión de los demás planetas ha variado más rápidamente que las representaciones que de ellos hace la ciencia ficción. La reconfortante zona de penumbra en un Mercurio en rotación síncrona, un Venus de pantanos y selvas y un Marte infestado de canales son mecanismos clásicos de la ciencia ficción, pero todos ellos se basan en equivocaciones anteriores de los astrónomos planetarios. Las ideas erróneas se transcribían fielmente en los relatos de ciencia ficción, que eran leídos por muchos de los jóvenes que iban a convertirse en la siguiente generación de astrónomos planetarios -por tanto, estimulando el interés de los jóvenes, pero simultáneamente dificultando más la corrección de las equivocaciones de los mayores-. Pero, al haber variado nuestro conocimiento de los planetas, también ha variado el contexto de los correspondientes relatos de ciencia ficción. Ya resulta poco frecuente encontrar relatos de ciencia ficción escritos en la actualidad en los que aparezcan campos de algas sobre la superficie de Venus. (Incidentalmente cabe decir que los propagandistas del mito acerca de los contactos con ovnis se adaptan más lentamente y todavía podemos encontrar historias de platillos voladores procedentes de un Venus habitado por hermosos seres con túnicas blancas, de una especie de Jardín del Edén. Las temperaturas de 900° F existentes en Venus proporcionan una forma de verificar tales relatos). Asimismo, la idea de una “curvatura del espacio” es un viejo recurso de la ciencia ficción, pero que no nació de ella. Surgió de la Teoría General de la Relatividad de Einstein.
La relación entre las descripciones que de Marte hace la ciencia ficción y la exploración actual del planeta es tan estrecha que, después de la misión del Mariner a Marte, somos capaces de atribuir a algunos cráteres marcianos nombres de personalidades fallecidas del mundo de la ciencia ficción. Así, en Marte hay cráteres llamados H. G. Wells, Edgar Rice Burroughs, Stanley Weinbaum y John W. Campbell. Estos nombres han sido aprobados oficialmente por la International Astronomical Union. Sin duda alguna, a esos nombres se agregaran los de otras personalidades de la ciencia ficción tan pronto como fallezcan.
El enorme interés que despierta la ciencia ficción en los jóvenes se refleja en las películas, los programas de televisión, los cómics y en la demanda de ciencia ficción en la enseñanza secundaria y superior. Mi experiencia personal es la de que tales cursos pueden convertirse en interesantes experiencias educativas o en desastres, en función de cómo se programen. Los cursos en los que las lecturas son seleccionadas por los propios estudiantes no les proporcionan la oportunidad de leer lo que no han leído. Los cursos en los que no se intenta extender la línea argumental de la ciencia ficción para situar los elementos científicos adecuados dejan de aprovechar una gran oportunidad educativa. Pero los cursos de ciencia ficción programados adecuadamente, en los que la ciencia o la política constituyen un componente integral, tienen, en mi opinión, una larga y provechosa vida en los planes de estudio.
La mayor significación de la ciencia ficción para el hombre puede darse en tanto que experimento sobre el futuro, como exploración de destinos alternativos, como intento de minimizar el choque futuro. Esta es parte de la razón por la cual la ciencia ficción presenta un interés para los jóvenes: son ellos quienes vivirán el futuro. Creo firmemente que ninguna sociedad en la Tierra se encuentra bien adaptada para la Tierra de dentro de uno o dos siglos (si somos lo suficientemente prudentes o afortunados para sobrevivir hasta entonces). Necesitamos desesperadamente una exploración de futuros alternativos, tanto experimentales como conceptuales. Las novelas y los relatos de Eric Frank Russell apuntan en este sentido. En ellos, podemos encontrar sistemas económicos alternativos imaginables o la gran eficacia de una resistencia pasiva unificada ante un poder invasor. En la ciencia ficción moderna también se pueden encontrar sugerencias útiles para llevar a cabo una revolución en una sociedad tecnológica muy mecanizada, como en The moon is a harsh mistress, de Heinlein.
Cuando estas ideas se asimilan en la juventud, pueden influir en el comportamiento adulto. Muchos científicos que dedican sus esfuerzos a la exploración del sistema solar (entre los que me incluyo) se orientaron por primera vez hacia ese campo gracias a la ciencia ficción. Y el hecho de que parte de la ciencia ficción no fuese de gran calidad no tiene ninguna importancia. Los jóvenes de diez años no leen la literatura científica.
No sé si es factible viajar a través del tiempo hacia el pasado. Los problemas de causalidad que eso supondría me hacen ser muy escéptico. Pero hay gente que piensa en ello. Lo que se llaman líneas temporales cerradas -trayectorias en el espacio-tiempo que permiten viajar a través del tiempo sin restricciones- aparecen en algunas soluciones de las ecuaciones de campo en la relatividad general. Una pretensión reciente, tal vez errónea, es la de que las líneas temporales aparecen en las proximidades de los grandes cilindros en rotación rápida. Me pregunto hasta qué punto ha influido la ciencia ficción en los problemas de la relatividad general. De la misma manera, los encuentros de la ciencia ficción con características culturales alternativas pueden desempeñar un papel importante en la actualización del cambio social fundamental.
En toda la historia del mundo, no ha habido ninguna época como esta en la que se hayan producido tantos cambios significativos. La predisposición al cambio, la búsqueda reflexiva de futuros alternativos son la clave para la supervivencia de la civilización y tal vez de la especie humana. La nuestra es la primera generación que se ha desarrollado con las ideas de la ciencia ficción. Conozco muchos jóvenes que evidentemente se interesarían, pero que no quedarían pasmados si recibiésemos un mensaje procedente de una civilización extraterrestre. Ellos ya se han acomodado al futuro. Creo que no es ninguna exageración decir que, si sobrevivimos, la ciencia ficción habrá hecho una contribución vital a la continuación y evolución de nuestra civilización.
en El cerebro de Broca (capítulo 9), 1979