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—Los FANTASMAS SE APARECEN, los muertos nada más regresan —eso me dijo Lupillo, mientras exprimía una esponja. Siempre hay que creerle a un masajista. Es el único que dice la verdad en un equipo, el único que no tiene otra ilusión que aliviar un músculo con spray antidolor.
Esa fue la primera señal que me había convertido en un apestado. La segunda fue que nadie me hizo bromas de bienvenida. Había vuelto al Estrella Azul, el equipo donde me inicié. Si alguien me tuviera afecto, habría puesto orines en mi botella de champú. Así de básico es el mundo del fútbol.
—¡Hasta te hicimos tu misa de difuntos! —agregó Lupillo. Vi su calva pulida como una esfera de la fortuna. Sí, me hicieron una misa donde el cura elogió mi garra y mi pundonor, virtudes que la muerte volvía verdaderas. Los cadáveres tienen pundonor.
Estuve a punto de morir con los Tucanes de Mexicali. He visto lotos de gente que juega en campos minados. En cualquier guerra hay personas desesperadas, suficientemente desesperadas para que no les importe perder un pie con tal de chutar un balón. Tal vez si yo estuviera en la guerra sentiría que no hay nada más chingón que patear algo redondo como el cráneo de tu enemigo. Para mí el paraíso no tiene balones. Supongo que el paraíso de los delanteros está lleno de balones. El de un medio de contención es un campo despejado, en el que ya no hay nada que hacer y al fin te rascas los huevos, las pelotas que no has podido tocar en toda tu carrera.
Estuve a punto de morir con los Tucanes de Mexicali. Lo repito porque es absurdo y aún no lo entiendo. Me pregunto si la bomba tenía forma de balón, si era como la que el correcaminos le pone al coyote en las caricaturas. Una preocupación estúpida, pero no puedo dejar de pensar en eso.
Pasé tres días bajo los escombros. Me dieron por muerto. Me borraron de todas las alineaciones de todos los equipos. No es que muchos clubes se disputaran mi presencia, pero me gusta pensar que me borraron.
Cuando recuperé el sentido, los Tucanes habían vendido su franquicia. Con la bomba estalló el sueño de que existiera un equipo tan cerca de Estados Unidos, en la única cancha ubicada bajo el nivel del mar. Demasiados rumores rodearon la noticia. Casi todos tenían que ver con el narcotráfico: el cártel del Golfo no quería que el cártel del Pacífico desafiara su injerencia en el fútbol.

Yo no sabía nada de Mexicali hasta que los trillizos entraron a mi cuarto en la ciudad de México. Me había fracturado el tobillo y estaba harto de ver televisión.
—Te buscan —dijo Tere. Por la cara que puso debí saber que los tres visitantes venían rapados.
No sólo eso: eran gordísimos, como luchadores de sumo. Sus camisetas dejaban ver tatuajes en varios colores. Los tres llevaban un barbita de chivo, muy cuidada.
Pusieron un paquete de cerveza Tecate en la cama, como si fuera un regalo increíble:
—La fábrica está cerca del estadio.
Eso dijeron.
Siempre me ha gustado la cerveza Tecate. Tal vez lo que más me gusta es la lata roja y el escudo que tiene, de todas maneras no fue una estupenda manera de empezar una conversación.
Los gordos eran raros. Tal vez estaban locos. Formaban la directiva de los Tucanes de Mexicali. La cervecería los patrocinaba.
Les pregunté su nombre y respondieron como un grupo de hip-hop:
—Trillizo A, Trillizo B, Trillizo C.
¿Podía hacer tratos con gente así?
—Nos gusta el perfil bajo —comentó cualquiera de ellos—. No nos toman fotos, no vamos al palco, no tenemos nombres. Amamos el fútbol.
—Perdón, pero ¿dónde chingados queda Mexicali? —pregunté.
Me explicaron cosas que no olvidé y tal vez no eran ciertas. En tiempos de Porfirio Díaz ese desierto se volvió famoso porque ahí se extravió un pelotón de soldados. Perdieron la orientación y todos murieron, achicharrados por el calor. Nadie podía vivir ahí. Hasta que llegaron los chinos. Les dieron permiso de quedarse porque pensaron que morirían. ¿Quién resiste temperaturas de cincuenta grados bajo el nivel del mar? Los chinos.
Mientras hablaban, los individualicé de un modo raro. Me pareció que tenían sangre china. Podía distinguirlos como se distingue a los chinos tatuados: el del dragón, el del puñal, el del corazón sangrante.
—¿Te gusta el pato laqueado? —preguntó el trillizo C.
Luego hablaron de dinero. Dijeron una cantidad. Me costó trabajo tragar saliva.
No contesté. Los trillizos apenas llegaban a los treinta años. La obesidad los hacía verse como bebés radiactivos de una película de ciencia ficción china.
—Eso vales —el trillizo B se rascó la barba—. Los Tucanes te necesitan.
—La cervecería nos apoya —señalaron el paquete sobre la cama.
En ese momento debí entender que pretendían lavar sus negocios con cerveza. Los narcos son tan poderosos que pueden actuar como narcos. Ninguno de ellos parece maestro de geografía.
En vez de pedir unos días para pensar la oferta hice una pregunta que me perdió:
—¿Piensan contratar argentinos?
—¡Ni madres! —dijo el trillizo A.
Vi su sonrisa y me pareció detectar el brillo de un diamante en su colmillo.

Acababa de cumplir treinta y tres años y estaba fracturado. No podía rechazar esa temporada en el desierto. En el partido en que me rompieron el tobillo, anoté un autogol: «La última anotación de Cristo», escribió un chistoso de la prensa para celebrar mi martirio.
—Estás jugando con fuego —me dijo Tere. Eso me gustó. Me gustó jugar con fuego.
Ella veía las cosas de otro modo. Si alguien se interesaba en mí, sólo podía ser sospechoso.
—En Mexicali no hay tucanes —repitió la frase un día y otro día hasta que ya no hablamos de tucanes sino de argentinos.
Al país de Maradona le debo dos fracturas, dieciséis expulsiones, una temporada en la banca ante un técnico que me acusaba de «priorizar mis traumas». Lo que no sabía es que también les iba a deber mi divorcio.
El Pelado Díaz jugó conmigo en dos equipos. Un tipo con la cabeza llena de palabras que en las entrevistas hablaba como si esa mañana hubiera desayunado con Dios.
Sí, soltaba un rollo interminable, pero no tenía nada tan largo como su verga. Son las cosas que tienes que ver en el vestidor. Nada de esto sería especial si no fuera porque también Tere lo supo. Lo del tamaño del Pelado, a eso me refiero. Cuando ella me acusaba de «jugar con fuego», venía de estar con él. Los encontré en mi propia cama. No fue la clásica situación en que el marido regresa antes de tiempo. «Vuelvo a las seis», le dije a Tere y a las seis la encontré montada en la gran verga del Pelado. Fue su manera de decirme que no quería ir a Mexicali.
Nos divorciamos por correo, gracias a un abogado con cinco anillos de oro que me consiguieron los trillizos.
En el camino a Mexicali pasé por la Rumorosa, una sierra donde el viento sopla tan fuerte que vuelca los camiones. Al fondo, en un precipicio, se veían restos de coches accidentados. Sentí una paz bien extraña. Un lugar para el fin de las cosas. Un lugar para terminar mi carrera.
Seguí en mi posición de medio escudo, cada vez más en funciones de quinto defensa. Recuperaba balones a precio accesible para los trillizos, aunque cada vez era más frecuente que me recuperaran a mí de entre las piernas de los contrarios.

Me acostumbré a jugar con dolor y luego me acostumbré a las inyecciones. Jugué infiltrado más veces de las que le conviene a un cuerpo normal. Pero el mío no es un cuerpo normal. Es un bulto pateado. Cuando me buscaba el nervio con la aguja, la doctora hablaba de mi carne calcificada, como si me estuviera convirtiendo en una pared. La idea me gustaba: una pared donde chocan los contrarios y se descalabran los argentinos.
Uno de los trillizos tenía un tigre blanco. Su comida valía más que mi sueldo. Le caí en gracia al directivo cuando le pedí que me pagara lo mismo que al tigre.
—También tengo una orca —me dijo—. ¿Qué prefieres: sueldo de tigre o de orca? —Estiró sus ojos de chino misterioso.
No entiendo de animales. Me subieron el sueldo, pero no supe a qué animal correspondía.
Me gustó Mexicali, sobre todo por la comida: pato laqueado, won long, costillas de cerdo agridulce, lo típico de ahí. En un restorán conocí a Lola. Trabajaba de mesera. Era hija de chinos y pronunciaba: «Lo-l-a». Me gustaba sentarme frente al cuadro de una cascada que se movía. Lo veía hasta que lo desconectaban. Lola me contó que una vez un chino se hipnotizó con el cuadro. Sólo despertó cuando Le pusieron un celular en el oído, con la canción «Río amarillo». ¿Has oído «Río amarillo»? —me preguntó Lola.
Dije que no.
Música chida. Música china —a veces hablaba así. No sabías si decía dos cosas distintas o si las palabras que venían después cancelaban las que había dicho antes.
El chino hipnotizado trabajaba para los trillizos.
—No creas lo que dicen de ellos —explicó Lola—. No son narcos del Pacífico. Trabajan para el otro Pacífico. Su mafia es de Taiwán —dijo esto último como si fuera algo muy bueno.
Al final de la comida, Lola regalaba juguetes. Un gatito de plástico al que se le iluminaba la panza, cosas así. Todos se descomponían diez minutos después.
—Los trillizos traen los juguetes —me dijo cuando yo salía de ahí con algo roto en las manos.
Fue muy presuntuoso pensar que habían comprado mi carta con droga. La habían comprado con juguetes que se descomponen.
Los trillizos habían prometido que los Tucanes no tendrían argentinos, pero uno de ellos hizo un viaje a la pampa. Regresó con un tatuaje del Che Guevara. Unos dijeron que los vientos de la Patagonia lo volvieron loco. Otros que se había drogado en un barco que iba a un glaciar, se cayó al agua helada y lo regresaron pasmado. Ahora quería que le dijeran «Trillizo Che».
Parte de su locura fue buena para el equipo. Contrató a un jugador muy raro para los Tucanes, con más futuro que pasado. Patricio Banfield acababa de cumplir veintidós años y venía de Rosario Central. Tocaba el balón como si anunciara zapatos. «Te regalas demasiado», me dijo el entrenador cuando Patricio mostró que podía hacer conmigo lo que quisiera.
Lo único raro era el silbido con que se hacía notar en la cancha. «Es una costumbre de pueblo», decía: «Me gusta que sepan dónde estoy». Me acostumbré a recuperar balones y a oír el silbido a lo lejos. Chutaba con fuerza en esa dirección. No hicimos milagros pero Patricio anotó con regularidad. Un crack sufrido, con ganas de lucirse en ese lugar que sólo existía porque los chinos habían sobrevivido al calor.

No me gustan los animales pero estaba cansado de llegar a una casa sin ruidos y compré un loro. Hablaba tanto como un argentino. Se lo ofrecí a Lola pero ella me dijo: «Los loros traen mala suerte». Fue la primera señal de lo que iba a pasar. O tal vez no. Tal vez la primera señal fue que me sintiera bien en la Rumorosa, viendo los coches que se habían ido a pique. «El fútbol se acaba pronto», me había dicho Lupillo cuando yo apenas empezaba: «Lo malo no es eso; lo malo es que luego no se termina de acabar. Los recuerdos duran mucho más que las piernas: más vale que tengas buenos recuerdos». Yo estaba en el desierto, acabando una carrera de malos recuerdos, pero no me disgustaba estar ahí. Un lugar para salir, para que todo se termine y no importe.
Hasta me acostumbré al loro. Me sentaba con él en el porche de la casa. Una casa de un piso y ventanas con mosquiteros. Enfrente estaba un tráiler en el que vivía una pareja de gringos. Durante cuarenta años él había vendido caramelos en Woolworths. El dinero de su pensión le rendía más en México. Sólo iba a regresar al otro lado en un ataúd. Mi loro iba a vivir más que los vecinos. Nada de eso me daba tristeza. Ahora que lo pienso me parece triste, pero ahí sólo pensaba en el sol. En que no me pegara demasiado.
Una tarde rompí una galleta de la fortuna en el restorán de Lola. El mensaje decía: «Sigue tu estrella». Así nada más.
Esa tarde, uno de los trillizos salió de la cocina del restorán, seguido de mucho vapor. Vio el mensaje de la galleta y adivinó: «Vas a volver al Estrella Azul». Luego salió del restorán, muy despacio, como si nosotros alucináramos sus movimientos: una sombra gorda que flota. Me pareció terrible regresar al Estrella Azul. Tal vez por eso pensé que seguir mi estrella era estar con Lola. Vi su cara de china joven, ni guapa ni fea, sólo joven y china. Olía a ie. Le propuse que nos viéramos en otro sitio. No quiso. «Tu loro da mala suerte», repitió, como si el animal fuera una parte de mi cuerpo o como si estuviéramos atrapados en una leyenda y el loro fuera el espíritu de su abuelo chino.
Con el cambio me dio una bolsita con un signo chino.
—Significa «mucho viento» —explicó.
Pensé en la Rumorosa y esta vez los coches provocaron ansiedad. Seguí nervioso hasta que Lola apagó la cascada. No quise volver ahí.
Rompí con Lola sin haber estado con ella. Ya desde antes me habían gustado las porristas del equipo. Cuando las vi la primera vez, sentí que yo las había escogido a todas, pero me concentré en Nati.

Patricio Banfield me preparó el terreno con Nati. Su novia —una vocalista country que cantaba con demasiado sentimiento, haciendo caras de guerra de las galaxias— era amiga de Nati. Empezamos a salir y una mañana ella olvidó su pantaloncito de animadora en mi casa. Lo dejó en el antecomedor, junto a su plato de cereal. Vi el tráiler de los gringos por la ventana, vi la jaula del loro, vi la luz color miel del desierto. Comí lo que Nati había dejado en el plato, lo mejor que he comido.
Otro día, mientras veíamos el amanecer color sangre, me dijo que iban a vender el equipo entero. Le pregunté cómo lo sabía. No contestó. La vi a los ojos. En la cancha nada te pierde como ver a un contrario a los ojos. Te puede insultar y escupir durante todo el partido sin que eso importe, pero de pronto fijas la mirada y la sangre te hierve. Eso le pasó a Zidane en Alemania. Estoy seguro. La furia de los ojos. Me han expulsado por buscar lo que un rival tiene ahí. Con ella fue distinto. Sus ojos no decían nada. Dos monedas quietas. Odié no ser capaz de preocuparla. Luego dijo:
—Patricio debería quedarse. Si siguiera aquí, no venderían la franquicia.
Mi amigo estaba en negociaciones con los Toltecas, un equipo fuerte del D.E, que nunca gana las ligas pero llega lejos y tiene pretexto para vender y comprar jugadores. Aquí el negocio no es ser campeón sino traspasar jugadores.
Un día nos quedamos sin agua caliente en los vestidores y nos dijeron que los trillizos estaban quebrados. Otro día nos dijeron que a los chinos les gustaba el fútbol y querían comprar el equipo. Otro día nos dijeron que a los enemigos de los trillizos no les gustaba que a los chinos les gustara el fútbol. Patricio hablaba todo el día con promotores.

Una noche fuimos a bailar al Nefertiti, con Patricio y la cantante country. Lo recuerdo mejor que mi debut en primera división. En el centro de la pista apareció un sarcófago y de ahí salió una mujer espectacular, completamente desnuda. Se acercó a Patricio, que bebía Coca de dieta, y lo sacó a bailar. Vi el jeroglífico que la mujer tenía tatuado en la espalda, como si pudiera descifrarlo, hasta que estalló la bomba.
Cuando abrí los ojos, muchas horas después, encontré una pulsera en forma de viborita. La había llevado la mujer que bailó con Patricio. Sentí un olor químico. Cerca de mí había una botella de agua. Bebí con desesperación, como al final de un juego. Traté de moverme, pero el dolor me atravesó la pierna derecha. Entonces ni un silbido.
Por los periódicos supe que fui rescatado dos días después del estallido. Estuve una semana en el hospital. Nati no me visitó. Una de sus amigas me dijo que había encontrado trabajo en Las Vegas.
Tal vez el objetivo de la bomba era Patricio, el crack que buscaba lucirse y era tentado por otros equipos. ¿Los trillizos necesitaban un mártir o alguien quiso joderlos a ellos? Lo único cierto es que Patricio salió de la explosión sin un rasguño. Mientras yo me rehabilitaba haciendo rodar una botella bajo mi planta, él empezó a deslumbrar con Toltecas.
Los Tucanes fueron vendidos y mi carta se subastó en poco dinero. Cuando me compró el equipo donde comencé, la prensa escribió: «Un fichaje sentimental». En el vestidor nadie supo que estaba ahí por sentimientos. Esa era la estrella de la que hablaba mi galleta de la suerte.
Fue entonces cuando Lúpulo dijo que los fantasmas se aparecen y los muertos sólo regresan. Había ido a Mexicali para llegar al final, pero como decía un locutor: «Esto no se acaba hasta que se acaba». ¿Cuándo se acaba lo que no tiene meta?
Extrañé la cascada que no terminaba de caer. Extrañé que los directivos estuvieran locos y me pagaran lo mismo que a un tigre. Extrañé el desierto en el que no importaba que no hubiera nadie. Extrañé las manos de Nati cuando doblaban algo con mucha precisión y luego tocaban mi carne calcificada y las sentía agradables y frías. Lo mejor de Nati es que nunca supe por qué estuvo conmigo. La razón podía ser horrenda, pero no me la dijo.

Tardé en recuperar el ritmo. Iba a un consultorio frente a la puerta 6 del estadio Estrella. Me aficioné a los masajes eléctricos y luego me aficioné a Marta, una morenita que me tocaba con sus yemas más de la cuenta y me rasguñaba apenas con sus uñas largas. La primera vez que hice el amor con ella me confesó que estaba enamorada de Patricio. Eso había dejado de ser novedad. Tarde o temprano, todas preguntaban: «¿En verdad te salvó la vida?».
Sí, Patricio me había salvado. Me buscó con los bomberos en las ruinas del Nefertiti mientras en el D.F. ya me hacían una misa de difuntos. Seguía siendo argentino, pero hasta mi loro lo extrañaba.
Por esos días se habló mucho de los trillizos. Los mataron con dinamita. Sólo distinguieron a uno por el tatuaje del Che. Pero los otros dos también estaban ahí. Lo supieron porque contaron los dientes en los escombros. Murieron junto a una bodega de juguetes chinos de contrabando.
Me acordé del día en que me visitaron con la caja de cerveza. «Subimos como la espuma», me habían dicho una vez. Eran más jóvenes que yo. Se habían hinchado los cuerpos como si supieran que no iban a vivir mucho tiempo. Los tres, como si tuvieran el pacto de inflarse.
Contra todos los pronósticos Estrella Azul llegó a la final contra Toltecas. Patricio llamó para desearme suerte. Luego dijo, como si no viniera a cuento:
—La directiva necesita hacer fichajes. Le pusieron precio a mi carta.
Cada tres o cuatro años, Toltecas renueva su plantel. Ningún equipo gana tanto en comisiones. La gente como los trillizos estalla, a nosotros nos transfieren.
El partido de ida terminó en un sucio 0 a 0. Patricio fue pateado con furia. El árbitro resultó ser el veterinario de mi loro. Odiaba a los argentinos. No pitó las faltas que recibió mi amigo. Hasta yo le di patadas de más.

No sé cómo se haya visto el partido de vuelta desde fuera. Nunca lo vi en televisión. Para mí el fútbol se acababa esa tarde, pero moverme era un dolor interminable. íbamos 0 a 0 en el minuto 88. Se podía respirar la decepción de una final que se va a pénaltis. Patricio había jugado como una sombra. Lo pateamos demasiado en el primer juego.
De pronto me barrí por el balón y me quedé con él. Fue como si todo girara y el sol me golpeara por dentro. Sentí un silencio atronador, como cuando desperté medio muerto en el Nefertiti. Levanlé la vista, no hacia el campo, sino hacia el cielo. Luego vi el pasto alrededor, como una isla, la última isla. Fue como si rompiera una galleta de la suerte. Todo se detuvo: el agua de la cascada eléctrica, el sudor en las mejillas de los trillizos, las manos de Nati en mi espalda, los doce equipos donde me patearon, la camiseta de la selección que nunca me puse, la aguja que buscaba mis nervios, y ya no vi nada más, o sólo vi el desierto, el lugar donde podía hacer una jugada al revés.
Oí un silbido. Patricio estaba descolgado en punta, vi su camiseta, enemiga para ambos. Le pasé el balón.
Quedó solo ante el portero pero no se contentó con anotar: hizo un sombrerito de embrujo y acarició la pelota rumbo al ángulo. Admiré esa jugada que nunca fui capaz de hacer y era tan mía como los abucheos y los insultos y los vasos de cerveza que me arrojaban y señalaban algo al fin distinto.
Salí del campo, y comenzó mi vida.

Ilustración: Zoran Lucic