Podría hablar de Ezra Pound y repetir los tópicos que distraen a sus lectores y críticos desde siempre; voy a evitarlo. Tengo tantas razones para admirar a Pound que puedo solamente enumerarlas. Partamos por la colección de poemas de Personae, la lectura que hace de los trovadores provenzales –cómo incorpora esa lectura a su propia poesía es algo que todavía me eriza los cabellos–, lo que hace con los poetas romanos, sus tesis sobre Lope de Vega, su traducción de Confucio y de los fragmentos de Sófocles, la legendaria síntesis de sentido que proponía y la leyenda sobre la escritura del poema In a station of the Metro. Su generosidad para con T. S. Eliot y James Joyce, las correcciones a The Wasteland y su potente lema: make it new, todo me hace volver invariablemente a este poeta que, en algún punto de los años sesenta, se convirtió a los ojos de los poetas latinoamericanos en el poeta mayor por excelencia, el poeta que había que leer y el poeta cuya ideología se debía criticar aunque no se haya leído una sola palabra suya sobre el tema. Esto me recuerda la pregunta con que Pound respondió cuando fue acusado de traición a los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial: “¿Quiénes fueron los acusadores de Dante y cuáles fueron los cargos formulados en su contra para exiliarlo en 1302? ¿Alguien los recuerda?”. Naturalmente se trata de una respuesta apócrifa, pero ¿alguien duda que Pound efectivamente dijera eso?

 

En Chile, varias generaciones se han apropiado, unas conscientemente, otras no, de las reglas redactadas por Pound en 1913 a nombre de los imaginistas en el contexto del modernismo inglés. Se trata de un puñado de observaciones que llegaron a Chile para quedarse tras ser filtradas por el nicaragüense Ernesto Cardenal, quien realiza la misma operación llevada a cabo por Pound en la primera etapa de su obra, la de actualizar el tono epigramático de los poetas latinos en poemas breves. Dice mucho de la lucidez de Pound el que A Few Don’ts siga siendo un efectivo manual de lectura y composición, una serie de reglas que él fue el primero en descartar.

 

En fin, quiero escudriñar en una anécdota referida por Cyril Connolly tras visitar a Pound en Venecia en 1969 con motivo de su cumpleaños ochenta y cuatro. Después de relatar un divertido episodio en que fracasa al intentar leer a Virgilio desde el original, Conolly dice que luego de despedirse de Pound, la pareja de este lo acompañó a la lancha que lo llevaría al aeropuerto y le contó el último sueño de Pound. “Perdió todo su dinero, así que consiguió un trabajo como peón de albañil acarreando dos largos maderos sobre los hombros. Era mucho más joven entonces”.

 

Hay varios elementos que quiero comentar con respecto a este sueño que pasa de boca en boca de Pound a Olga Rudge, a Cyril Connolly, hasta nosotros. Primero, es evidente la imagen crística de los dos maderos, pues sólo es necesario cruzarlos para obtener una cruz; luego, tenemos el oficio que toma como empleo, una variación de la carpintería y de la poesía, oficios de Cristo y de Pound. Lo que pasa en este sueño es que Pound añora su juventud, sueña con perderlo todo y recomenzar, regresar a la época previa a que los maderos en que Estados Unidos y la sociedad lo iban a clavar fueran convertidos en una cruz, la etapa de su vida en que se iniciaba en su oficio. ¿Pound se ve como un mesías traicionado? Sí y no. La imagen de Cristo es sólo la tradición, en realidad no es sorprendente que ante la muerte Pound se vea como un mártir, de la misma forma en que los artistas del siglo XIX se perciben como mártires, poetas como Gérard de Nerval, martirizados e incomprendidos, actitud que se proyecta en el siglo XX en las figuras de James Joyce, Antonin Artaud y otros.

 

Me imagino a Cyril Connolly sentado en la lancha que lo llevaba al aeropuerto Marco Polo pensando en este sueño y en la amabilidad de los italianos para con el poeta que consideraban como a un amigo que estuvo con ellos en tiempos difíciles. El mártir, nunca el traidor. Y entonces quizás les dedicó un segundo a los enemigos de Pound, tal vez pensó en los militares y juristas que se encargaron de encerrarlo trece años en el hospital St. Elizabeths y se dijo a sí mismo que felizmente tendrían el mismo destino que los enemigos de Dante.