Comencemos por dar algunos ejemplos de la monumental y admirable Paradiso. Ejemplos que harán de epígrafes, esto es, aquí, en este lugar, darán el tono de toda esta lectura, quedarán resonando pues hasta el final de este texto y nos introducirán bruscamente en la plenitud desnuda del problema y del tema que reúno como imagen y mentira, y serán a la vez, no hay que olvidarlo, el marco y el fondo de este texto.
Les presento entonces, de una vez, los ejemplos, el marco y fondo en el que escribo, que, tal y como se leen, son apenas insinuaciones de historias, no son exactamente citas, son ligeras y rápidas abreviaciones: en el primer capítulo: el orgullo de un cocinero mestizo por su comida se relaciona a una fecha exacta del proceso independista de Cuba; en el capítulo V [1]: una ducha se conecta, con un personaje de la religión parsi o mazdeísta; en el capítulo VII: un cartero adquiere la importancia de un mensajero homérico; en el capítulo X: una caja en una mesa es semejante a la rodela de Harún Al Raschid; en el capítulo XII: la belleza del labrado de un puñal corresponde, por analogía, a las elaboradas en Bagdad por plateros que conservaban la gran tradición del califato; en el capítulo XIV: la madre de Oppiano Licario para comentar la diferencia entre los precios de la harina y el pan dice: Es tan extraño como si nos regalaran las naranjas y luego nos cobraran por su ambrosía el precio del licor de la inmortalidad del conde Cagliostro.
La digresión, es evidente, es constante, la metáfora sistemática. La consecuencia de ambas (digresión, esto es elipsis, o si prefieren anamorfosis y metáfora) adquiere la altura y aparición de una muy particular forma de irrupción: la imagen. La imagen interrumpe e irrumpe una y otra vez, dobla, dispersa y desplaza sin cansancio como mecanismo de relato que desjerarquiza la estructura narrativa habitual y le confiere un nuevo y caótico orden. Cada imagen se insubordina al objeto que la provoca, cada predicado que la imagen instituye le arrebata autoridad al sujeto, tomando el curso de la narración. Extendiendo, desplazando, dilatando inesperadamente el relato, haciéndolo vagar en la pérdida de referente (pues la imagen ya no opera por natural analogía, si acaso alguna vez le fue natural la imitación, como Aristóteles dice), la trama lezamiana del relato, con esta nueva condición de posibilidad de la imagen, ofrece infinitas conexiones de sentido, cuya única forma de presencia es, desde luego, siempre la suntuosidad de la imagen.
La imagen, nos dice Lezama, participa de la historia. La función y lugar de la imago, dice expresamente el autor cubano, es el de la historia, “donde la imago se impuso como historia” [2]. Subrayo “como”. Veamos la importancia de esta coordinación. Lezama dice pues que la Imago se ha instalado en el lugar de la historia, le ha usurpado su dignidad, su rango (dignitas en latín es nada más que rango), no significa de ningún modo que se convirtiera en historia, que adquiriera su nombre y forma perdiendo su propia diferencia; que acabara evaporándose en la categoría de historia, identificada la imago, en suma, con la historia. En definitiva, “la imago se impuso como historia” quiere decir que la imago ha reemplazado a la historia en el mismo lugar privado de la historia, del cual se ha debido retirar.
Por supuesto: la elección de la palabra latina, no podemos pasarla por alto, no es casual. Se prefiere imago y no imagen. Y es Lezama quien así lo quiere.
La aparición espectral del muerto es para los romanos imago [3]. Sin embargo, no hay identidades separadas que se correspondan o remitan en esta idea: imago no es el índice de nada. Para los romanos la aparición del muerto es imago, donde aparición, espectro y muerto conforman una misma unidad indivisible e irreductible a sus términos. Imago no es tampoco el recuerdo que podamos conservar de la vida del muerto, de sus rasgos y expresión en vida. Es el muerto en tanto que muerto (imagines eran las máscaras mortuorias). Imago es, por una parte, el recordatorio de la separación del muerto con el mundo de los vivos, y, por otra, la del deseo de los vivos de no abandonarlos en el olvido y la desaparición. La coordinación de ambos argumentos da como resultado la insistencia y persistencia de toda una fenomenología del fantasma, bajo el término de imago. La comparecencia de aquello que no está ni puede estarlo. Un deseo de que lo desaparecido acuda y aparezca en su abierta desaparición.
El problema de la imagen como imago ha sido, por lo menos en Occidente, tremendamente relevante en las filosofías y saberes, como también en las poéticas que las acompañaban o en ellas se disimulaban. No se reduce meramente a un elemento del rito funerario. A una suerte de superstición o curiosidad cultural de un pueblo arcaico. Así, el problema de la imagen fue un problema muy complejo para los padres de la iglesia que debían resolver fundamentalmente su estatuto y definición relativos a la resurrección. Al respecto, dice Agamben: “A propósito de la resurrección de la carne, los teólogos cristianos se preguntaban, sin lograr una respuesta satisfactoria, si el cuerpo resucitaría en las condiciones en las cuales se encontraba al momento de la muerte (quizá viejo, calvo y sin una pierna) o en la integridad de su juventud” [4]. Finalmente el problema era muy serio: la identidad y reconocimiento del muerto más allá de su vida, más allá de sí mismo, y para los otros, y para el Otro (con mayúscula), es decir, Dios.
La imago latina nos arroja al deseo (de lo perdido y olvidado en la extensión de su desaparición). La discusión religiosa medieval nos empuja al problema de la imago como identidad y reconocimiento más allá de aquello de lo que es imagen. Chocamos con una paradoja que salta precisamente en el texto de Lezama Lima. ¿Cómo es posible que este deseo por el doble de la imago nos hable de la legitimidad o verdad de su objeto? En otras palabras, ¿por qué no dirigirnos directamente a aquello de lo que es imagen la imago para capturarlo de mejor manera? Es decir: ¿por qué no preferir, mejor, la historiografía a la poesía para resolver esta cuestión? O, por último: ¿por qué motivo Lezama nos arroja a imágenes tan lejanas y complicadas para, digámoslo así, explicar, aclarar, comparar una escena de su novela? Me parece que no podemos responder sencillamente que escogemos el camino de la imago pues es difícil, ya que, cito a Lezama; “lo difícil es estimulante”. O no podemos decirlo de manera tan rápida y simple, cancelada la pregunta en la labor de la cita.
Como bien se puede inferir, la imago tiene adherida la función visual en su misma definición. Se debe a la vista, al trabajo y efecto del ojo que la sorprende. Encontramos en este momento a la imago no solamente como una ejecución cognoscitiva, no efectúa tan solo el sentido, no se reduce a la comprensión de una idea, o bien: su operación está más allá del trabajo del significado de la palabra. El juicio pensante del sentido y la palabra, tan vinculada a la labor visual por medio de metáforas heredadas desde los griegos, en la imago se fuerzan y desbordan precisamente por el deseo que esta promueve en la ficción (el doble que es en cada caso) de una identidad a la que se corresponde como fundamento. La ficción, que tiene una relación que luego aclararé con el próton pseudos, abre la posibilidad de su propia verdad, representándola en su retiro, en la misma imposibilidad de presentarla. La imagen que se integra a la historia, que ha sido siempre su única posibilidad, es el producto de la interacción de diversas imágenes que tan solo la imago puede desencadenar. La visión histórica es finalmente esta participación, este compartir, de la imagen y de la historia. Una visión que mira su representación (la imposibilidad de presentación) en el teatro de la imago que levanta, cuya tramoya coordina los elementos dispersos de su participación. Lezama tiene una palabra específica para explicar este movimiento, y que en su pensamiento adquiere un espesor técnico: el contrapunto.
Indiferente al sentido y a la causalidad, el método del contrapunto rebasa la razón clásica del logos, “que, dice Irlemar Chiampi, sólo conduce a un deber ser”, alcanzando el logos poético, “De ahí la proposición de un “contrapunto de imágenes” –actividad metafórica por excelencia– que permite señalar el poder ser (la imago) y abarcar, contrariamente al logos hegeliano, las múltiples formas de lo real” [5]. La oposición entre deber ser y poder ser vinculada a su vez a la imagen, la podemos encontrar también en el psicoanálisis en la diferencia entre el ideal del yo (Ich-Ideal) y el yo ideal (Idealich). La primera, que en Lezama corresponde al logos clásico, en el psicoanálisis, análogamente, corresponde a la identificación simbólica, que administra y limita el plano del lenguaje y la ley: es la imposición del saber historiográfico en tanto nos observa y define: el deber ser. La segunda, que en Lezama corresponde a la dimensión de la imago, en el psicoanálisis es la identificación imaginaria, que resulta de la imagen en la que nos parecemos amables a nosotros mismos, pero que está determinada por un devenir proliferante en las imágenes de los otros: el poder ser (siempre otro). Lacan piensa la identificación especular con una imagen como el origen fundante del sujeto, un origen a posteriori y retrospectivo: en el estadio del espejo se establece su reconocimiento e identidad en la imagen que el espejo retiene, unifica y le devuelve de sí. Cito a Lacan: “esta formación del individuo… es un drama cuyo empuje interno se precipita de la insuficiencia a la anticipación; y que para el sujeto, presa de la ilusión de la identificación espacial, maquina las fantasías que se sucederán desde una imagen fragmentada del cuerpo hasta una forma que llamaremos ortopédica de su totalidad…” [6]. Esta imagen, cuyo movimiento de identidad es desde la insuficiencia a la anticipación, es la recolección ilusoria que consigue adquirir una forma a partir de fragmentos en una totalidad ortopédica, es decir: necesaria y obligadamente ficcional. Citemos ahora a Irlemar Chiampi, en su aclaradora introducción a La expresión americana, para que podamos captar la coincidencia de las reflexiones. Ella dice: “Trazos, partículas, fragmentos de textos son extraídos de una totalidad –como en una toma sinecdóquica– para ser analogados con otros retazos de otra realidad” [7].
La ficción resultante del contrapunteo analógico de imágenes es, en suma, un mito, una ilusión (sólo en el sentido que esta palabra adquiere con la cita de Lacan como prótesis). O sea: el mito o ilusión final es la posibilidad (el poder ser de la imago) de desbordar la objetividad de la historiografía y de todo logos racional para ingresar en la razón poética y establecer una identidad única e inusitada.
Una imagen salta en las palabras que le dan su vacancia. Que Lezama sea nuestro ejemplo, más que escuchar lo siguiente es requisito que se intente (imaginen) ver: “Supongamos que la vivencia de participación en un contrapunto animista, provocada por la visión histórica estilista cultural de los cuadros, se establezca sobre la expresión “puerta que se abre” motivada por la libre presunción del Caballero Da Fogliano, en relación con el castillo de “Septiembre”, de los Limbourg, radicalmente cerrado. Aquí, el contrapunto se ha extendido peligrosamente, como la expresión “puerta que se abre hacia afuera” se establece sobre los hexagramas del Yi King” [8]. Saltémonos, por tiempo y espacio, las aclaraciones obligadas que se deben hacer de cada referente al que alude, para enfocar la operación retórica y la forma magnífica y barroca en que se exponen. El modo en que se integran y se iluminan capturan una visión, la dimensión plena de cualquier imago, una visión que se alza hasta lo histórico, superando cualquier discurso posible en la forma pura de las relaciones que sueltan este fantasma de la imago de la visión histórica. De lo que acabamos de ser testigos fue de un teatro alegórico.
Volvamos al mito, como momento de la estructura general de la producción de imago. El mito es precisamente la vacancia, la disponibilidad y la posibilidad de que una imago (las relaciones de imágenes) se inscriban en la memoria dándole presencia y entregando una respuesta más fundamental que la historia. Por favor recordemos siempre los ejemplos del comienzo. La imágenes se metamorfoseaban en un doble imposible que, como en el estadio del espejo, acaban por indicar, en los rebotes de imágenes, en el contrapunteo, en el deseo por ser ese otro, en el poder ser, una identidad y origen que se hallan, por casualidad y de súbito, fuera de toda búsqueda de origen y destino. Es sólo entonces, al reconocer esto, que podemos decir que el mito se define como fuerza de una imago por constituir desde ella un ser, en la profundidad de su deseo. La trasgresión de Lezama consiste en señalar una imagen como principio de toda ontología y destino, que las absorbe y destruye en su aparición. Imagen original y originaria de la analogía y de aquello de lo cual es imagen. Imagen de un poder ser, de una pura potencia en acto poético y de nada más que eso. Lo que ofrece en su emergencia no es la señal o huella de un objeto o un hecho: la imago, como fantasma, aniquila sus análogos con la muerte que porta y de la que es virus, para levantarse como original de cualquier semejanza. Su entrega es la apertura de un campo que se dispone y dona al mito, para que éste lo habite y establezca.
La producción de sentido de la historia oficial coincide con la del mito al añadirle un plus, un exceso, una prótesis, un suplemento de importancia simbólica al relato que narra, concediéndole un particular mérito a sus protagonistas que, simbólicamente también, se elevan por sobre el ser humano. Toda historia, en su importancia de sentido, narra héroes y acontecimientos. Paradiso desobedece y lesiona el ejercicio de la historia institucional al excederlo sin retorno.
Lezama toma los restos, las ruinas de la historia, para habilitarla en una operación que las restituye, no en su integridad, sino que, en el desplazamiento de sentido, en una demora y en una diferencia. El traslado provoca un efecto, una sensación, que logra lo que Lezama llama el contrapunto, es decir, el salto inaudito de una imagen a otra imagen sin relación posible, pero que, en la conexión, se susciten interferencias que causen un temblor significante. Así: me permito el placer de citar en extenso este fragmento precisamente por excesivo, impresionante y vistoso, además de hilarante en su desproporción. Para describir el efecto que tenía la palabra oidor en José Cemí, protagonista de Paradiso, se dice que era “oída y saboreada [por Cemí] como la clave imposible de un mundo desconocido, que recordaba el rostro en piedra, en el Palazzo Capitolino, de la Emperatriz Platina, donde la capilla rocosa que forma la nariz, al descascararse causa la impresión de un rostro egipcio de la era Dypilon, que al irle arrastrando las cintas de lino va mostrando la conservación juvenil de la piel, dándonos un nuevo efecto donde el tiempo interviene como un artífice preciso, pero ciego, anulando las primeras calidades buscadas por el artista y añadiéndoles otras que serían capaces de humillar a ese mismo artista al plantear la nueva solución de un rostro en piedra que él no pudo ni siquiera entrever” (capítulo III, p. 44).
Las imágenes que convoca la fascinante y desmedida metáfora/imagen lezamiana atraen el efecto de la historia, subrayemos: el efecto de la historia, en ondas de sentido que realzan a lo sobrenatural cada instante del relato. El propio Lezama, en otro lugar, como si comentara la cita anterior, dice: “Las asociaciones posibles han creado una mentira que es la poética verdad realizada y aprovecha su potencial verificable que se libera de la verificación. Y no se falsean esas posibilidades que engendran otras asociaciones, que en nada destruyen las que se pueden crear después” [9]. El verosímil de la imagen está articulada como una mentira oculta, o agazapada, o escamoteada a toda verificación: sólo en una cuidadosa exégesis histórica se podría delatar el equívoco o la inexactitud, no obstante, es en el instante de esta delación cuando la mentira se retira de la zona por verificar deviniendo propiedad poética. Cito nuevamente a Lezama: “Ese relato absolutamente falso me hace propietario de esa mentira” [10]. Ciertamente se equivoca Lezama cuando, señalando el ojo tuerto de Godofredo el Diablo, apunta que “el ojo nublo era el derecho, el que los teólogos llaman el ojo del canon, pues al que le faltaba no podía leer los libros en el sacrificio” (capítulo VII, p. 217), ya que el “ojo del canon”, se advierte en las notas a la edición crítica de Paradiso, es el izquierdo. Ciertamente se equivoca Lezama, nos advierten las notas, cuando afirma por boca de Oppiano Licario que existan minas en Caibarién (capítulo XIV, p. 420). Ciertamente se equivocan las notas al decir que Lezama se equivoca. Lezama no se equivoca: miente. Mentir no es equivocarse. La mentira se entiende, por lo menos desde los tratados al respecto de San Agustín, como querer mentir [11]. Es una acción, o más bien una voluntad, o más precisamente: un acto volitivo. Tengo que querer mentir para hacerlo, ser conciente de la verdad que deformo, si no, cometo un error o una equivocación pero no perjuro, no miento. Lezama pone en juego una máquina (¡un hervidero!) de efectos de verosimilitud en las que el error no tiene lugar, es la mentira como propiedad poética que se rebela a la fija verdad histórica, la que acontece en la narración. Por una parte en el discurso lacaniano pudimos localizar virtualmente la mentira en la imaginación que genera imágenes, no es otro el lugar de su origen, su huella está en filiación estrecha con la imagen. Y por otra parte, el discurso platónico del “Hipias menor” bajo el término preciso de pseudos amontona y concentra a la mentira, con la falsedad, la astucia, el error, el engaño, el fraude y la invención poética [12]. El protón pseudos, ahora, conjuntaría esta mentira original con el lugar de la imaginación, de la imago. La mentira es detectable donde es desarrollada la invención poética, pero antes reconozcamos el carácter realizativo de todas estas actividades implicadas en la imaginación y al pseudos griego. Todas y cada una modifican la realidad, modifican lo dado. Actúan: con la capacidad de producir algo. Digamos, económicamente: una imagen. La imagen se devora lo que la invoca, en Lezama lo vimos con claridad, al excederla en una relación sin proporciones. Así, también la mentira desborda la línea que la opone y separa de la verdad, invadiendo su soberanía de esta manera. Estrictamente agustinianos, podemos decir que se puede mentir al otro con la verdad, sólo para engañarlo [13]. El engaño al que apela Lezama no es el perjurio ni el falso testimonio, tampoco una mentira que se oponga a la verdad, sino que es una intención, o bien y mejor aún: más allá de la conciencia: un deseo. La mentira que se ejecuta en Paradiso es una máquina de deseo que no se detiene en un objeto, pues no necesita nada más que deseo. El deseo, como nos dice acertada y enigmáticamente (como buen lacaniano) Guattari, no carece de nada, más bien es el sujeto el que carece de deseo El sujeto que desea fija y reconoce su deseo en un objeto, transformando su deseo en carencia y, por lo tanto, en necesidad de un objeto. Todo deseo del sujeto es, de una u otra manera, asignado como deseo de un objeto determinado, entonces, súbitamente, vuelto necesidad.
El fondo de de la novela Paradiso es el ímpetu rector que pone en movimiento el universo que es chupado en las imágenes que se estrellan contra el relato. La luminosidad enceguecedora de cada imagen desborda la explicación del objeto metaforizado, en un mero deseo, en una puesta en escena de sus mecanismos, el derroche de sus recursos, en la exhibición de la mentira como un puente al otro potencialmente infinito. El deseo es el deseo del otro (¡NO de un otro!), tal como es desarrollado en la narración lezamiana, como una reacción espontánea ante la totalidad de la existencia. El deseo, que equivale y se confunde en este lugar con la mentira, lo inunda absolutamente todo en Paradiso. Desear es, en consecuencia, querer otra cosa que la verdad, y al mismo tiempo, querer realizar, actuar, provocar esta otra cosa que la verdad. La imagen desea entonces sin necesidad alguna al objeto, a la Idea, y, en consecuencia, la olvida en el despliegue deseante de sus recursos de semejanza, que en su desmesurada extensión y progresión derrocha analogía hasta desbordar toda relación, tragándose al objeto, consumiendo a la Idea. El deseo (que es la mentira y la imagen) señala y distingue su objeto (la Idea), sin embargo: lo nombra y se aparta para continuar su deseo, ¡el goce de su deseo! La imagen no desea la Idea. Por el contrario: “Toda imagen es la Idea del deseo” [14]. Viniendo a explicar lo mismo, Lezama: “En realidad, cuanto más elaborada y exacta es una semejanza a una Forma, la imagen es el diseño de su progresión (…). Ninguna aventura, ningún deseo donde el hombre ha intentado vencer una resistencia, ha dejado de partir de una semejanza y de una imagen” [15].
Recuperemos ahora la idea de mentira. La progresión de la que habla Lezama, citada anteriormente, funciona, por cierto y sin excepción, hacia el otro y hacia el afuera, íntimamente lejano. La mentira, por su parte no existe sin la apelación al otro, se dirige, inexcusablemente, a otro, “pues sólo se miente al otro,”, dice Derrida, “uno no se puede mentir a sí mismo, salvo sí mismo como otro” [16]. Al igual que el deseo, y como un desesperado mentiroso, no se detiene en otro, lo quiere todo en su progresión. El despilfarro de Lezama llama a este deseo de mentira: ¡Dromomanía mitomaníaca! (p. 284). La imagen, que es el nombre de esa progresión, o como dice Lezama, el diseño de la progresión de semejanza a una Forma, no es, por supuesto, el mero logro de la Forma, el empate de la semejanza con la Forma, sino que es el arrebato que la mueve por conseguir la Forma, si se quiere, el pathos que la impulsa, cuando la Forma es mero capricho o la oportunidad para exhibir su propio pathos, o, podemos decir, finalmente, con certeza, su justo deseo. Íntimamente lejana, la imagen lezamiana proviene del afuera exorbitante como exuberante, de los subterráneos de Ellora en la India (capítulo II, p. 35), del Libro de los muertos egipcio (capítulo IV, p.69), de una secta gnóstica dela Siria de la mitad del siglo II (capítulo VIII, p. 216), dela China del tercer milenio antes de Cristo (capítulo X, p. 304), de un estilo musical de los discípulos de Pitágoras enla Grecia clásica (capítulo XIII, p. 417). Captura esas huellas, mejor aún: estos destellos históricos, acarreándolos a la intimidad de lo cotidiano, así, el exceso de la imagen a la cual se remite, a la que se deriva, quedando a la deriva, nombra el desborde: deseo. Se recupera el deseo en su exceso, haciendo temblar la posibilidad de la fijeza de cualquier imagen. La alteración del lenguaje que invoca una imagen, multiplica al infinito la potencia dehiscente de la misma imagen. La capacita para el flujo eterno de toda otra imagen posible como a la vez, al mismo tiempo, vuelta imposible.
Los sucesivos escenarios de la novela se reacomodan y absorben al tiempo para erigir una imagen metafórica y referencial insólita, no porque no hayan acontecido antes sino que por ser original cada vez, socavando el sentido y la ley de la cotidianidad, interviniendo sus funcionamientos, haciéndolos fallar. Esta falla (entre paréntesis: engaño, astucia, fraude, mentira) es constitutiva de su imagen. Dejemos que Lezama diga la última palabra, invoquemos su fantasma en la cita, y créanme, no miento, esto dice él (cito): “De cada metamorfosis, de cada no respuesta, de cada súbita unidad de ruptura y de interposición, se crea esa imagen que no se desvanece, y las palabras que vamos saltando, despreciando su primera imantación asociativa quedan resonando [17].
Notas
[1] La edición que manejo de Paradiso es la edición crítica: Santiago, Chile: Editorial Universitaria, 1996
[2] Lezama Lima, José: “Mitos y cansancio clásico”, en La expresión americana. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 58
[3] Remito a dos autores y tres textos de los que me sirvo para hacer esta referencia a la ‘imagen’ como imago en la antigüedad y en el medioevo. De Jean-Luc Nancy: “La imagen: Mímesis & Méthexis” (en Escritura e Imagen. Volumen 2. 2006); de Giorgio Agamben: Profanaciones (Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2005) y “La imagen inmemorial” (en La potencia del pensamiento, Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2007)
[4] Agamben: Profanaciones. Op. cit., p. 33
[5] Chiampi, Irlemar: “La historia tejida por la imagen”. En Lezama Lima, José, op. cit., p. 15
[6] Lacan, Jacques: “El estadio del espejo como formador de la función del yo (je) tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica”, en Escritos 1. Madrid: Siglo XXI, 1971, p. 15
[7] Chiampi, Irlemar, op. cit., p. 18
[8] Lezama Lima, José, op. cit., 51
[9] José Lezama Lima: Las imágenes posibles, fotocopia dispuesta para el uso del seminario “Barroco y Neobarroco”, 2007, segundo semestre, con la profesora Luz Ángela Martínez, sin referencia; p. 5
[10] Ibíd.; p. 5
[11] Grosso modo, esta referencia y la carga conceptual que transporta es deudora del ensayo del filósofo Jacques Derrida: Historia de la mentira: prolegómenos.
[12] Jacques Derrida: Historia de la mentira: prolegómenos.
[13] Para explicar esto, al margen: es bien conocido el siguiente relato, ejemplar de mentir con la verdad. En un viaje en barco, el capitán hastiado de la conducta del borracho contramaestre, anota en la bitácora del barco: “Hoy el contramaestre está borracho”. Al revisar lo apuntado por el capitán en la bitácora, molesto por lo que consideraba una traición, el contramaestre escribe: “Hoy el capitán está sobrio”. La verdad de la afirmación del contramaestre es absolutamente engañosa, y nos empuja a pensar que el borracho no es él sino que el capitán, señalando que realmente ha estado sobrio tan sólo esa vez.
[14] Jean-Luc Nancy: “La imagen: Mímesis & Méthexis”. En Escritura e Imagen. Volumen 2. 2006, p. 11
[15] José Lezama Lima: Las imágenes posibles, Ibíd., p. 1.
[16] Jacques Derrida: Historia de la mentira: prolegómenos.
[17] José Lezama Lima, Las imágenes posibles, Ibíd., p. 2.