Falcón entró al bar, ansioso por establecer el contacto acordado para ese primer día de septiembre. Observó el lugar buscando la presencia de posibles policías, pero sólo vio a un hombre de impermeable, celebrando en voz alta las medallas olímpicas obtenidas en Grecia por los tenistas chilenos. De eso ya había transcurrido una semana, pero la gente seguía hablando de lo mismo, repitiendo sus comentarios hasta convertirlos en una serie de lugares comunes sobre el heroísmo y gran corazón de los jugadores. La gente enloquece con los triunfos, pensó Falcón al tiempo que encendía el tercer cigarrillo desde que había despertado, poco después de las diez de la mañana.
Tenía instrucciones de llegar al mediodía para contactarse con la proveedora de la organización, a la que había ingresado luego de buscar trabajo durante más de un año. Sentía calor y la bufanda que Merlini le había exigido usar, para ser reconocido por la mujer, le parecía una tortura. Pidió dos cervezas de una vez para no molestar más de la cuenta al barman. La primera la bebió deprisa y la otra la dejó reposar sobre el mesón, mientras consultaba su reloj para constatar el retraso de la desconocida. En ese momento vio entrar a un hombre de mediana estatura al que el barman llamó don Jorge. El cliente ocupó un lugar junto a la barra y durante unos minutos estuvieron hablando de poesía y fútbol.
La segunda cerveza empezaba a tener gusto a poco cuando vio acercarse al hombre del impermeable. Al tenerlo a su lado, notó que llevaba una barba de tres días que acentuaba el paso de los años. Por un segundo le pareció un rostro conocido y lo asoció con alguno de los actores que veía en las películas del recuerdo que mostraban en la televisión.
– ¿Tienes lumbre, muchacho?- le preguntó el extraño, con voz grave.
Falcón sacó un encendedor de su chaqueta y agitó la penumbra del bar con el resplandor de una llama generosa.
– Espero a una nena -dijo el hombre.
– Yo igual -acotó Falcón.
– Sólo que me equivoqué de bar. Últimamente ando mal de la memoria. Sin ir más lejos, confundí al barman con el viejo Sam. ¿Te acuerdas del viejo Sam, muchacho?
– Por supuesto -mintió Falcón, temiendo que el extraño estropeara su cita.
El hombre se aprontaba a iniciar una nueva historia, cuando una señora que acababa de entrar al bar se acercó a su lado y le propinó un carterazo en la espalda.
– ¡Eres insoportable! -exclamó airada-. Cuando te pido que nos juntemos en alguna parte, siempre vas a otro lugar. Tuve que rastrear tus huellas igual que un perro sabueso. Hasta cuando juegas a ser lo que ya no eres.
El hombre farfulló una disculpa y se dejó conducir mansamente hacia la salida del bar. Falcón respiró aliviado y en ese mismo instante vio entrar a la rubia más espectacular de la que tenía memoria. Lucía una minifalda ajustada y sus caderas se movían con un ritmo seductor. Tragó saliva y clavó la mirada en la polera roja que ceñía los pechos de la desconocida.
– Bonita bufanda -dijo la mujer al tiempo que se sentaba a su lado.
– Te aguardaba -replicó Falcón, deduciendo por el comentario que se trataba de la proveedora.
– Me di cuenta apenas entré al bar -agregó la mujer-. Con una mirada me basta para reconocer a mis hombres.
– La perspicacia es útil en nuestro negocio -comentó Falcón.
– Conozco un lugar donde podemos estar tranquilos. ¿Quieres acompañarme?
La decoración le pareció un tanto recargada de colores y espejos, pero reconoció que había algo grato en el ambiente, y sobre todo en la forma como la rubia se abrazó a su cuello apenas entraron al departamento.
– Tienes mucha prisa, querido -dijo la rubia cuando vio a Falcón sacarse la bufanda con un movimiento desesperado.
– Calor y nada más -contestó Falcón-. Calor de la gran puta.
– No hay necesidad de mentar a la abuela -protestó la rubia.
Falcón no entendió el comentario, ni siquiera cuando dos horas más tarde seguía con la mujer desnuda entre sus brazos.
– Es hora de hablar del dinero –dijo la rubia.
– ¿Dinero? -tartamudeó Falcón.
– Todo se paga en la vida -sentenció la mujer-. A tu edad ya deberías saberlo.
– ¿Cuánto? –preguntó Falcón sin atreverse a preguntar por la cocaína que supuestamente debía entregarle la mujer para que él la vendiera en su barrio.
Pensó que lo debía estar probando o que era necesario pagar un adelanto a cuenta de la mercadería.
– Considerando el día, el sol y las circunstancias: treinta mil.
– ¿El día, el sol y las circunstancias? -preguntó Falcón sacando la billetera en la que sobrevivían sus últimos billetes.
La rubia tomó el dinero y después de vestirse le indicó la salida a su perplejo acompañante. Falcón la siguió hasta la calle y apenas llegaron a una estación del Metro la vio alejarse de su lado. La tarde llegaba a su fin y sobre la Cordillera de Los Andes comenzaban a dibujarse las primeras sombras de la noche. Decidió ubicar a Merlini para pedirle una explicación.
Al entrar en el Bar’o’metro se asombró de encontrar a Merlini compartiendo una copa con el hombre del impermeable. Parecían un par de amigos en plan de juerga.
– ¿Dónde andabas? He perdido la tarde esperándote -le dijo Merlini-. Vine a avisarte que se pospuso el contacto.
– ¿Y la rubia? –preguntó Falcón, tartamudeando.
– ¿De qué rubia me hablas? –retrucó Merlini.
Falcón no supo qué responder. Pensó en las caricias de la mujer y se preguntó si no estaba algo verde para entrar al negocio de las drogas.
– ¡Mujeres! -exclamó el hombre del impermeable y luego, como recordando algo que había estado extraviado en su memoria, preguntó-: ¿Dónde diablos se metió Sam? Quiero que toque mi canción favorita.