En los albores del humano inteligente hubo una cueva…
Fredy, el mamut, era el único de su época capaz de arrancar riendo y mirando de reojo a su cazador. Además, luego de cada finta le lanzaba una carcajada. Su cazador era el tozudo Darcus. Antes hubo otros, pero la bestia los deshonró y ahuyentó. Cada noche, justo antes de dormir, le venían ataques de risa al recordar al tozudo Darcus persiguiéndolo. Para el cazador, por otro lado, la hazaña ya casi nada tenía que ver con alimentar a su familia. Honor y odio. Solo eso.
Así las cosas, con Darcus rara vez en la cueva, Dorcot el tímido (pero un cabrón oportunista) decidió arriesgarse y abordar, con gran temor -hay que decirlo- a la hermosa y menos peluda del clan, Draba. Mujer que luego de 187 reencarnaciones sería Marta Rosende, famosa domadora boliviana de mosquitos dengue. Solo famosa en su país, en todo caso. De pequeña, Marta soportó un colorín en su escuela que mientras reía y bailaba le comunicaba cantando que era una inepta porque nunca sería capaz de domar mosquitos dengue.
Ya a su lado, Dorcot no encontró las palabras oportunas para el cortejo y se desesperó. Sintió arder su pecho, explotar su vientre, colapsar su cabeza. Mas, de pronto, una paz inundóle al recordar que aún no se inventaban los idiomas. La mujer percibió su tranquilidad y con sorpresa se vio a sí misma seducida por aquel hombre sucio, chico y hediondo. A Dorcot luego de 187 reencarnaciones lo veríamos como un desdichado mesero ucraniano, Ivanov, que tras años de esfuerzo perdió su hogar en un incendio provocado por una polilla soviética. Ella fue atraída en su último día por una fogata. Se incendió y voló en llamas, jubilosa e histérica, estrellándose contra la cortina de la habitación de Ivanov.
Entonces Dorcot sentóse con aplomo a su lado y por medio de la mímica impresionó a la joven con grandes temas. Los fundamentos mecánicos de la soldadura bajo el agua. Las razones del ocaso de la Atlántida. El qué, cuándo, cómo y dónde de los cometas. El secreto del reinado de los nombres cavernícolas con D inicial. Y se sucedieron uno tras otro los temas. Ella embelesada aunque al mismo tiempo desenfocada por tan grotesco despliegue mímico, escuchaba. Completamente seducida, había olvidado al tozudo Darcus.
El hombre sucio, chico y hediondo, tímido y cabronamente oportunista estaba sorprendido. Le tomó la mano, la besó con delicadeza y la llevó en medio de miradas de asombro hacia el Rincón Prolífico (los cavernícolas tampoco gustaban del sexo en público). Entonces, por segunda vez, sintió mucho nerviosismo. Se percató de que no tenía preservativos, pero nuevamente inundóle una paz al darse cuenta de que éstos aún no habían sido inventados. Ahora sí, la poseería, sería suya. Mas aconteció lo impensable y Dorcot, el insigne mimo, no supo decir en mímica despréndete de tus harapos inferiores, amor. Y lo arruinó todo. Durante siete minutos lo intentó en vano. Siete minutos que hubiesen bastado, pues Dorcot era eyaculador precoz. Siete minutos luego de los cuales hizo su ingreso a la cueva el tozudo Darcus (quien tras dificultosas reencarnaciones sería Américo Bolívar, cazador peruano de elefantes asiáticos radicado en Bruselas).
Darcus, a no dudar, fue el más idiota de la cueva, y así se mantuvo, vida tras vida, giro tras giro. Quizás el único atisbo evolutivo en su transcurrir reencarnatorio fue el logro de un rudimentario lenguaje hablado, pues Américo Bolívar nunca aprendió a escribir. Cabizbajo ingresó a la cueva, engañado una vez más por la misma bestia juguetona, Fredy, el mamut, quien esa noche justo antes de dormir reiría a carcajadas. Al ver a Darcus desde el Rincón Prolífico, Draba volvió en sí, arregló su pelo, propinó una linda cachetada a Dorcot y salió despavorida a su encuentro. Pero Darcus, individuo idiota, ni siquiera había notado su ausencia, ni de la del hediondo, incluso a pesar de que en ese momento se sucedían las rondas de chistes (con mímica) de asistencia obligatoria en la cueva. Dorcot permaneció en el Rincón Prolífico masturbándose durante once segundos con la invocación de la bella Draba en su mente.
Los desagradables giros de esta historia obligan (por respeto a quien lee) a dar un salto temporal de 187 reencarnaciones, pues a nadie le interesaría saber, por ejemplo, que una noche primaveral confusa la hermosa Draba y el astuto mamut Fredy terminaron ebrios en el Rincón Prolífico o que en cierta ocasión se vio a un enajenado Dorcot persiguiendo, lanza en mano, a Darcus, quien con ayuda de unas lianas corría simulando en su nariz una gran trompa.
187 reencarnaciones o eso de 20 mil años más tarde, los otrora, hediondo Dorcot, tozudo Darcus, hermosa Draba y astuto Fredy se juntaban a beber cerveza en City Cut, cubículo inerte, miserable, aséptico y perfumado, de solo dos semanas de vida. City Cut señores, infame peluquería que vio la luz en el mismo lugar que hacía décadas era ungido por la mano del Altísimo. Dos semanas antes Barómetro, el bar noble, era masacrado por hombres perversos. Hombres para los que vivir significa avanzar por una recta inerte, aséptica y perfumada. Hombres ciegos que no se percatarán jamás que la vida es también tropiezo, llanto, euforia, desengaño y alcohol. Mucho alcohol. Los destructores de sueños lo hirieron de muerte. No fue rápido. El bar sufrió y gritó sin ser escuchado. Como si nada, jugaron con su identidad hasta desintegrarla. Se resistieron sus hedores, se resistieron sus paredes y secretos, se resistieron sus aires nicotinosos llenos de noche. Pero nadie puede con la luz blanca, las pinturas claras. El noble y amado bar ya no más. Barómetro lanzó un último alarido, que dos semanas más tarde capturaría sin que pudiesen sospecharlo, a tres hombres y una mujer muy antiguos.
Ivanov abrió su bolso soviético y sacó de él dos Escudo de litro y cuatro vasos plásticos. Los llenó y bebieron. Iban por la mitad del segundo vaso cuando dos hombres verdes de la ley les prohibieron seguir tomando, aduciendo que en Chile no se acostumbra beber en las peluquerías. ¿Y en las sastrerías?, preguntó muy interesada la eximia domadora. Tampoco, señora, respondió en tono amable uno de los hombrecitos verdes. ¿Y en las zapaterías?, preguntó con verdadero interés el otrora mamut. Tampoco es permitido, señor, contestó en amabilísimo tono el segundo hombre verde, de aspecto más grasoso y bonachón que el primero. ¿Y en las peluquerías?, preguntó con expresión estúpida pero sincera Américo Bolívar. No, señor, no está permitido beber en peluquerías, replicó el primer hombre verde, de aspecto menos grasoso y bonachón que el segundo, en un tono poco amable.
Cuando Américo Bolívar se disponía a comenzar un bombardeo de preguntas a los hombres verdes acerca de la posibilidad de beber en carnicerías, verdulerías, servicios computacionales, lencerías, bencineras, jardines infantiles, casas de cambio, museos de cera e institutos de biología marina, Ivanov lo paró en seco y convidó, en un gesto amable, a los hombres de aspecto grasoso y no tanto, a tomar asiento. Uno de ellos se sentó, pero el otro (el menos grasoso) quiso parecer chistoso y derritió la silla con su encendedor, llenó con ella un gran jarro, le agregó hielos y comenzó a tomar asiento. Rápidamente la broma se volvió peligrosa, pues ya dentro de su cuerpo el líquido solidificó retornando a su forma original. Américo Bolívar fue el único de los presentes que no se impactó. Entonces, afortunadamente el hombre bromista quebró el hielo diciendo: ¡Ahora tengo una silla en el estómago, jajaja!, y al unísono los demás rieron a carcajadas un largo rato, estableciendo de ahí en adelante un ambiente muy relajado y jovial. Incluso las peluqueras Lucy y Gladis se unieron al grupo. Eso sí, al no haber asientos disponibles, Gladis se sentó en el hombre silla. Sintió algo punzante Gladis pero no le dio importancia, pensando que debía tratarse de un pedazo de silla mal ajustado en el proceso solidificatorio.
Se vivían allí instantes mágicos. El bienestar en los corazones era genuino. Los transeúntes que a esa hora pasaban por fuera de la peluquería no podían sino detener su marcha y observar la escena. Caían encantados ante la imagen de seis civiles, un hombrecito de verde clásico y otro hombrecito de verde con aspecto de silla bebiendo en una peluquería. Más de alguno tuvo el impulso de unírseles pero se sintió paralizado. Repentinamente una insípida multitud observaba la escena.
Siendo las 9 p.m. Lucy decidió cerrar el local y bajar las cortinas, de pronto se habían cansado de ser observados y admirados. Puertas adentro la magia continuaba. Por cuarta vez, Lucy volvía con tres Escudo de litro fiadas del Sergio´s poniente. La conversación se sucedía con espontaneidad, como si fuese un noveno ser que también estuviese muy a gusto. “¡Hubieran visto la cara del pendejo al pedirle la licencia de conducir! ¡Jajaja!”. “¿Y fue el primero?”. “Sí, el primer mosquito que domé, me alcanzó a picar el huevón, y los médicos creen que estoy viva de milagro! ¡Jajaja!”. “Y en vez de crema hidratante me equivoqué y le eché detergente! ¡Jajaja!”. “¿Y domador?”. “Claro, en la regresión resultó que hace 22 vidas yo era un domador de elefantes también, pero africanos. ¡Jajaja!”. (En este momento el antiguo y astuto mamut fue quien más rió). La conversación ya estaba borracha al igual que los demás y su metabolismo era el de un corazón: contracción con el relato y relajación con la carcajada. Salvo un par de instantes en que el hombre silla fue presa de una enorme angustia (pensó en cómo se iría a su hogar, qué le diría a su esposa e hijos al verlo así y cómo evitaría que su perro se sentara sobre él cuando lo viera), el ciclo contracción-relajación, relato-carcajada, seguía en aumento. “Y una polilla me quemó la casa no asegurada contra incendios. Y me había costado veinte años de sacrificio. Jajaja”.
Mientras tanto, en todos los rincones del cubículo, se libraba una lucha implacable entre el fantasma del bar y el espíritu de peluquería. El despliegue del mundo de las criaturas sin carne es inconcebible. Gritos descarnados. Sorprendentes golpizas. Transcurría la batalla con ambas entidades desgarrándose por todo el espacio, abarcándolo a velocidades enormes. De lograr verlos, el ojo humano hubiese visto colmar el espacio por una infinita masa espiritual. De lograr escucharlos, el tímpano humano hubiese explotado al instante, rindiéndose a la orgía de alaridos. De poder olerlos, el hedor hubiese sido hedor de batalla. Pero nada de eso. Allá abajo el mundo carnal seguía con su relato-carcajada. Contracción-relajación. Barómetro abrió sus fauces sujetando fuerte a City Cut que se defendía arañando lo que alcanzaba. El bar enfocó la oreja derecha del oponente y atacó. El espíritu de peluquería lanzó un chirrido metálico y desde la reciente ubicación de su oreja saltó un chorro de sangre. Barómetro sonrió semejando un payaso con la boca pintada en rojo y escupió con fuerza la oreja difunta del novato espíritu, que luego de rebotar en la espalda de Américo Bolívar cayó al suelo. Barómetro se hinchó de aire bravo y enfocó esta vez la nariz del aterrado espíritu novato. El bar ardía en furia. Nunca quiso morir así. Y ser reemplazado por una peluquería más lo enfurecía. El espectáculo se tornó macabro. El viejo bar era una bestia hambrienta de muerte. El novato espíritu trató de huir, se sujetó de una pata del hombre silla. Barómetro anticipando la jugada se sujetó de otra pata y atacó, sonrió y expulsó la nariz, que cruzó los aires, chocó una pared y cayó. La joven peluquería lloró aterrorizada y clamó a gritos por piedad…
Y fue escuchada por viejos aliados. Antiguos enemigos del bar. Eran cientos. Siempre soñaron este momento. Siempre esperaron pacientes poder linchar algún día al bar de mierda aquel, antro bohemio enclavado en el corazón de su territorio, huésped de tanta basura rockera y comunista. El que atraía y llenaba de alcohol las mentes de jóvenes nobles, vehículos del orden, la pulcritud y trascendencia del buen ser en sociedad. El que transformaba sus sobrias cabelleras en horribles motas de pelo. Aquellos jóvenes corrompidos, futuros depositarios de este próspero, limpio, recto y aséptico país. Era el momento. Ceremoniosos y rítmicos, los espíritus aliados hicieron su entrada poblando los aires mientras entonaban una melodía pedestre. Tres gigantescos espíritus de moles comerciales precedían la marcha. Uno hubiese bastado, pero la maldad espiritual no conoce límites. Tras ellos, espíritus de cadenas farmacéuticas, de líneas aéreas, de centros médicos, de cadenas alimenticias, de iglesias católicas, de supermercados y muchos otros. El mutilado espíritu de peluquería interrumpía sus sollozos y sonreía. La antigua dinámica del mundo de la carne comenzaba a cambiar. Ni relajación ni contracción. Relato y carcajada se fundían en un silencio melancólico. Hombres y mujeres callaban de pronto, sin entender, clavando sus miradas en el suelo al centro de su círculo grupal, también sin entender. Extraños momentos, en que ambos universos parecen conectarse.
La masacre tuvo lugar ahí mismo, en el suelo céntrico de los ocho contertulios. El fantasma del bar luchó. Oh, mi dios, cómo luchó. Resistió como los grandes. Más de algún espíritu capitalista lagrimeó avergonzado en silencio. Ya no más. Dos semanas después del asesinato del bar, su fantasma se desvaneció para siempre. Ése, y no otro, fue el final definitivo. A las 3:47 am del 22 de enero de 2004, Barómetro dejó de existir.
En memoria de todos y cada uno de los tantos Barómetros que han alegrado,
acogido, emborrachado,
hecho soñar y hecho vivir a la humanidad.
Ilustración: Simon Vaeth