A la Pollo, en el Bar’o’metro

 

“Las dióstenas más fruguláceas se jifuntan espantadas por el nimibio másculo del gran heglador”, escribe, arrebatado por las febriles horas del insomnio; “todas las clanicoceas me brujantinan el grabonal”, garrapatea en su pequeña libreta de apuntes, en la que escribe desde no sé cuándo, desde mucho antes que usted me dijera que regresaría pronto, Elvira. ¿Recuerda? Y yo, claro, siempre tardo para reaccionar, no le pude decir que no, que no se fuera, que el ángel y el domingo y la lluvia y su voz. Y no sólo no le dije que no porque no entendí su lejanía, Elvira, sino porque la vi tan triste, y además, ¿cómo decirle que no a usted, a usted precisamente, que tan bien se ha portado conmigo; a usted que tanto ha significado en mi vida, Elvira? No lo digo sólo por el hecho de haberme ayudado enormemente al darme alojamiento en su casa para huéspedes, sino que también lo digo por todas aquellas horas de interminables conversaciones en el Bar’o’metro, primero ¿recuerda? Escudados los dos por la sonrisa cómplice de don Pedro, el dueño del local, pasábamos las muertas tardes del domingo amparados por la monótona cantinela de la lluvia afuera y por los sorbos de alcohol dentro. Elvira, cuántas veces pensé que había de verdad un ángel entre los dos, un ángel, una especie de tierno niño espiritual cuya sonrisa nos abría las puertas para amar. Y entonces yo cerraba los ojos y me parecía oír un canto indescifrable, un poema ignoto de febril esperanza, de eterna redención.

“Mis caslotitas menos zugales no bujalentean cuando tú pudafanulas en las midogénicas vulanosas de tus gromajitas”, escribe él, y yo le digo a usted, Elvira, que también están luego aquellas tardes que compartimos los dos solos en su casa dormida, cuando ya todos los demás inquilinos se habían retirado a descansar, ¿recuerda? Siempre creí que detrás de cada copa de vino, detrás de cada disco de Lucho Barrios, vendría alguna declaración, alguna confesión suya que me impulsaría a navegar para siempre las aguas más aterradoras y fascinantes de todas. Pero, claro, siempre se interponía la sombra de un algo indescifrable, como un atalaya que fuera el más celoso de todos; una voz que revoloteaba para recordarnos aquello de que soy una señora respetable, que usted es un desconocido casi, que muchas veces no lo entiendo, que me mira de forma extraña, que no sé qué pensar; siempre revoloteaban las alas del qué dirán y de que mejor nos vamos a dormir, que mañana será un nuevo día, buenas noches, buenas noches, Elvira, y usted desaparecía tras su puerta y entonces yo salía a la calle, incapaz de soportar aquella voz, aquella presencia como un vigía de otros tiempos que me acusaba de cobarde, de miedoso y era el bar o Santiago de madrugada, y andar y andar calles; ésas, que eran otras calles, Elvira; se lo juro, una dimensión que yo desconocía y que, sin embargo, me ofrecían su consuelo; y yo me entregaba a esas calles, a vagar por ellas, a tocarlas, a pisarlas una y otra vez, a reconocer sus soledades, sus miedos, sus tristezas, sus secretos más hermosos y terribles porque sólo así podía yo descargar el torrente demoledor que me consumía por dentro, Elvira. Y no podía decirle yo a usted nada, porque entonces me arriesgaba a perderla, Elvira; y, cuando por fin yo regresaba a su casa, me dolía no poder contestar a sus preguntas de dónde ha estado, por Dios, está usted bien, mire cómo anda de desaliñado y sucio, que dónde se metió todo este tiempo; no poder contestar sus preguntas de por qué huele tan mal, Dios santo y que por qué me mira así ahora, que hasta a la policía tuve que llamar porque usted no aparecía, que no se desaparece por días y días así no más y por tanto tiempo, ¿me entiende?

“No me gufanean los dírcolos mijanoceos de tu moladocidad; ni me vájanan las nominualidades de tu mal budolón”, anota él diligente, mientras yo pienso que no importaba que yo no recordara dónde había estado todo ese tiempo que usted me decía, porque usted siempre me recibía de vuelta; y yo, que nunca supe confesárselo, corría entonces a mi cuarto y me encerraba mascullando las confesiones que jamás me atrevería a decirle, Elvira; porque no quería, no podía arriesgarme a perder aquellas horas de su compañía que, en definitiva, es lo único que me importó siempre.

“Mulosatan estas cunolapas cuando jáztonan erilapas”, escribe él en verso sobre la libreta. No me pregunte cómo, Elvira, logré arrebatarle la libreta, y así me enteré de qué es lo que él escribe por las noches. Al principio, debo confesarle, me preocupé mucho pensando en eso, le juro. Pero luego, poco a poco, me fui acostumbrando a la idea de convivir con él, una especie de ángel que no llora, ni molesta, ni se aburre, ni se queja, ni se lastima, ni exige tiempo, ni nada, para qué le miento. Se trataba, pensé, de aguantarle conmigo mientras yo la esperaba a usted, imagínese, cómo no. Además he vivido con extraños toda mi vida. Todo me es extraño, Elvira. La primera vez que le hablé de él usted me miró como siempre me mira cuando yo vuelvo de andar las calles, Elvira. Sospecho que ni siquiera le echó una mirada al paquete de cartas que él  había escrito pensando en nosotros y que sobresalía de uno de mis bolsillos. «El ángel del Bar’o’metro nos habla de amor», le dije yo y usted, mirando preocupada hacia la sala en donde se encontraban los demás inquilinos mirando televisión, cerró la puerta tras de sí y ahí, estando yo en la calle, usted, Elvira, no me dejó entrar, ¿recuerda? Me habló de no sé qué no puede ser esta vez, ya no podré acompañarle nunca más al Bar’o’metro, mejor no vuelva, ¿sabe? Y yo la escuchaba mientras se desvanecía el ángel de la libertad y usted cerraba la puerta tras de sí y las calles y la lluvia y la inmensidad me volvían a invitar.

“Morolo a jubaneles a quien limástana tus grujelopos. Clopincúo con huejidad a quien cradoloblicúe tu más vúsquila zualmedad”, rezan febriles sus versos, y es que él no duerme, no descansa, no sabe sino escribir, Elvira. Vegeta como huérfano maldito por las calles solas, revolotea por los callejones como un ángel enloquecido por las furias del amor. Y fue entonces que se me ocurrió aquello de la libreta en donde se pudiera escribir. De modo que cómo decirle que no, especialmente cuando pensé en la tristeza en el rostro de usted, Elvira. Cómo no hacer el favor de conseguirle la libreta si me lo pidió llorando. Y lloraban esos ojos como los de usted y me miraban esos ojos como los de usted, con la misma intensidad curiosa y lastimada con que nos bebíamos los sorbos de licor en un bar improbable en domingos aún más improbables que ya no recuerdo; ni me importa, se lo juro, recordar si hubo o no hubo un ángel del amor, mientras yo andaba las calles que me hablaban de las lejanías del amor.

“Hunfaganean los fustulillos en busca de las dosenamantinas más duzácelas, loranomejando todo el cudavonal de tu múnvalo agusol”, escribe el ángel que ya vivía en mí esos domingos de lluvia en los que éramos usted y yo en el bar. Y entonces un día volví a esa casa para huéspedes a buscar a una tal Elvira, y quise mirarla a ella cuando vi los ojos de una mujer que me abrió la puerta, y yo no entendí qué hacía en esa casa aquella señora que no era la Elvira de mi memoria y que me miraba atónita desde otra dimensión. No entendí por qué lloró aquella mujer cuando vio mis heridas y mis cabellos en desorden y mi desnudez y mis ojos transportados a lejanos parajes, y entonces el ángel me sopló al oído aquello de ¿sería, usted, señora, tan amable de entregarle estas cartas de amor de ángel a aquella señora, una tal Elvira, que llora como usted y habla como usted? Y no entendí el miedo en esos ojos que me miraban sin entender; ni comprendí el temblor en aquellas manos que recibieron el paquete de cartas; y me confundió esa voz angustiada que me prometió, entre sollozos tristes y nerviosos, que la tal Elvira volvería pronto, que la esperara.

“Hamonyulanan sus frútizas las crovaqueas más nasolamas cuando tú broquilas de tu apul frasilón”, establece en su cuaderno el ángel con la misma desesperada premura con que pensé yo en usted, Elvira, después que vi a aquella mujer tan triste, después que ella me miró como de tan lejos, como de tan otra orilla, como sin entenderme, incapaz de comprender lo que yo quería decirle. Por eso que aquella noche volví a la casa de esa señora que miraba como la Elvira de mi memoria, porque quise consolarla, decirle que el ángel, y el tiempo, y las calles, y la lluvia en los callejones; decirle que no encontré el timbre, que trepé por la reja, que quebré un cristal, que la mujer que mira como mira la Elvira de mi memoria en su cuarto y sus manos agitadas y su cuello suave y unos ojos que miraban sin entender, sin saber que yo quería consolar a una tal Elvira que tal vez ya ni recuerdo, decirle que yo la necesitaba, que yo quería que volvieran los domingos del bar, que había que tener fe, que se descargara escribiendo, como yo, escribiendo con rabia, con terror, con esperanza, con amor, como estas cartas y esos versos que yo le escribo a una tal Elvira porque hay un ángel en un bar, porque yo grasfunto toda la zadulidad con que bretujatan los clayorisios de la fuoplobilidad, y esa señora de aquella anoche y sus grandes ojos abiertos que me miraban sin parpadear, como los ojos de una Elvira improbable y yo lloraba a los pies de esa señora repitiendo que el ángel del amor que sus palabras que las duplacicas del estívalo se cruanjaquean de afrodol cuando tus crolopántidas me frujanan el glazucón, sin entender por qué esa señora, repitiendo aquello de socorro, socorro, llamó a los hombres de blanco que me trajeron hasta aquí sin querer oír los salmos del amor, sin entender los gestos de dolor y las lágrimas de piedad con que esa señora les decía aquello de por favor trátenlo bien; aquello de miren que yo lo conozco, que íbamos juntos al bar, que estuvo viviendo un tiempo en esta casa; porque calomanan las fágulas juyateras de nuestro ronador, porque brufapalan tus cuaguinolas cuando yo homayoro en tu bécula jumal, mientras yo le escribo por tanto tiempo ya y en vano en esta libreta a una tal Elvira, que ha de estar como estaba esa señora que vino a verme hoy, escondiendo el rostro entre las manos; que ha de hablar como esa señora que vino a verme hoy y quien, al cerrarse esta puerta blanca, me pidió el favor de no dejar nunca la libreta para que el ángel pudiera escribir sus versos de atropellado amor insomne y sus oraciones de enloquecida libertad; para entretener la espera del regreso de una tal Elvira, que ya ha tardado tanto.