“Mateo motor” o «motorcito» igual que hace el necio, creía que todos nosotros pensábamos que era cuerdo. Pero Mateo no era necio y era bastante más cuerdo que cualquiera de nosotros: eso lo puedo asegurar (sólo que cuando se democratiza la percepción, parece que decae el entendimiento). El encantador patetismo que proyectaba su presencia era una conjunción del escenario, el maldito Barómetro, y su condición de extranjero. Aunque no hacía más que hablar de sí mismo, de su pasado y de su vida actual en esas imposibles conversaciones que sosteníamos con él, parecía que fuera del Barómetro, Mateo, no tuviese existencia alguna; nadie se lo podía imaginar en el mundo exterior. Su ideación externa carecía de identidad corpórea y nos resultaba ilusoriamente vacía. De repente te dabas vuelta sobre la barra, y allí estaba petrificado con su “cerveza de medio” y con la vista clavada en el infinito horizonte que generaban esos espejos encontrados dispuestos en el bar, apostado allí como una aparición fantasmal que reclama su sitio. El fresco de Frank Zappa, colgado de la pared y pintado en escala de grises, observaba con ubicua majestad la estolidez en que se empeñaba Mateo, y acaso se preguntase con esos ojos perturbadoramente vívidos si acaso Mateo encarnado allí no fuese más que una traicionera ilusión del mundo de las ideas, un espejismo propiciado por los vapores alcohólicos que sofocaban la densa atmósfera del bar.

La exterioridad en la representación de Mateo incluso parecía resultar ilusoria para él mismo: hablaba con liviandad de su vida, rebajándole acaso su dignidad, en los extramuros de Barómetro, allá en la despiadada metrópolis santiaguina, atravesando el umbral. Parecía saberse de antemano moralmente inferior, no obstante cargaba esa injusta roca con ciega voluntad. A la inversa y como por obra de un sortilegio, recuperaba la integridad de su quijotesca humanidad en el interior del bar. Afuera era algo parecido a un esclavo o a un paria, un objeto privado de conciencia, de censurada entelequia; un inmigrante boliviano en Chile, con todo lo que ello pueda significar. Mediante un curioso artefacto psicológico Mateo era capaz de compensar los embates de la adaptación a un medio tan hostil, con un talante definitivamente heroico. El mecanismo consistía en trocar, por un curioso giro del ingenio, la aceptación del «complejo boliviano» mediante una declaración previa de su nacionalidad, declaración que condicionaba el acto de comunicación con su interlocutor (chileno, normalmente), en la que hacía una relación de su condición de inmigrante boliviano, trocando, decíamos, en negación discursiva «el complejo» por efecto del conjuro: se volvía un par con tal imbricada argucia. Así, el complejo afirmado-negado como precondición para la comunicación, operaba como un talismán, protegiéndole con  eficiencia paradojal a Mateo del ataque opresor y artero en su contra. Un mecanismo defensivo implacable, podríamos convenir: ¡qué duda cabe! Lo patético radicaba en que dejaba sin alternativa al interlocutor, puesto que, de antemano le posicionaba como agresor potencial, sin perjuicio de que lo fuese o no, al exhibir allí su condición, cuando no se le pedía ni preguntaba, reforzando irreductiblemente de esta forma la naturaleza y fuerza que daba forma al complejo propiamente tal. Podríamos calificarla de inmolación simbólica prelingüística, por tentar una definición. Era un hombre vapuleado por la vida, mas su orgullo le erguía marmóreo cual imperecedera estatua. Era un pequeño titán. Zappa observaba atrapado en su lienzo, inmutable.

El Barómetro era un lugar pequeño y estrecho; tenía las dimensiones de un container y estaba pintado todo de negro, de modo que la única luz que permitía orientación emanaba de unas pocas velas montadas sobre botellas de cerveza rancia, palmatorias dispersas en los tablones, multiplicadas por sus reflejos en el gran espejo transversal de la barra. Lugar infesto, ubicado en el barrio alto de la capital, a sólo metros de la Escuela Militar, allí donde Pinochet fue forjado, detalle que según se rumoreaba, poco antes del apocalíptico desenlace de Barómetro, ya amenazaba no sólo la calidad de la vigilia de las autoridades, sino que también la de su soñar. La ruina moral que ahí se respiraba atraía magnéticamente a los espíritus decadentes; era un refugio para malditos de toda laya, un lugar tópico en el que sus perturbadas conciencias hallaban reposo, un lugar en que la embriaguez era la norma y daba vida a esos muertos vivientes que éramos, que somos. Era en total literalidad una caja negra que atrapaba la luz y otorgaba despliegue a la oscuridad: desde el exterior se veía lo que entraba y lo que salía, pero nada podía asertarse sobre el proceso al que un ente perviviese en su interior. No quedaba registro. Una vez, uno de sus comensales hizo una analogía de nuestro siniestro container con la de un tren en el que el tiempo se detiene, como si viajase a la velocidad de la luz, fundamentando con triunfales aires de grandeza y botella en ristre, su juicio certero, en la teoría de la relatividad. Si se detiene el tiempo, cesa el movimiento de la cabina (nuestro sistema inercial), no envejecemos, y como condición de vida es envejecer, en efecto, estábamos muertos: debía ser. Inmutables, como Frank, habitábamos el mundo de las ideas, éramos etéreos como las ideas, y cada vez más, según avanzaba la noche allá afuera, mientras que los toneles se vaciaban.

Mateo iba sólo los domingos; al llegar tenía unas triviales escaramuzas verbales con el pícaro de Claudio, que aprovechaba su ingenuidad para divertirse (casi al punto de humillarle), por supuestos créditos impagos para terminar por “autorizarle”, con fingido beneplácito, a pedir su ansiado pitcher. Mateo era un luchador y luchaba por su cerveza… y sin siquiera darse cuenta perdonaba estas travesuras, pues habitaba en otro estrato. En efecto, tenía una investidura sapiencial y, bajito como era, con marcados rasgos aymaras, se me figuraba una especie de chamán reencarnado, un bodisatva fracasado y trágico con ese halo de melancolía que irradiaba. Se sentaba solitario en la barra, cabeza gacha, esperando, acechando más bien la oportunidad de sorprender a algún parroquiano arrimado para largarle sus razones, contarle sus epopeyas, donarle sabiduría, enumerarle sus atributos, que presto, diligente y estoico estaría dispuesto a demostrar in situ.

Se hacía llamar “motorcito”, o le habían bautizado con esta chapa de batalla porque en el ring, en sus tiempos dorados, fue considerado una verdadera máquina en la categoría ultra mosca. En su rostro estaban inmoladas las huellas de un boxeador: el tabique nasal quebrado; plana la sien (o aplanada); los pómulos pronunciados, quizás aumentados de tanto haber recibido; y, aunque bajo de estatura, su cuerpo era menudo y fornido. Si Mateo pillaba a alguien volando bajo, como suelen ir por la vida las  moscas de bar, y ya atrapado en la dialéctica e involuntaria conversación, no esperaba asomo de duda para mostrar sus habilidades: no daba tregua. Con ágiles movimientos te aleccionaba para ponerte en guardia y entrando en un espacio encantado de su memoria te veías envuelto en un match virtual. Daba golpes de carnero, envolventes, uppercuts, saltaba aquí y allá, arriba, gacho, y acompañaba sus maniobras con una banda sonora incidental que consistía en reforzar los golpes con guturalismos tales como “pfish”, “pfhu”, “pffa”, si existieran significantes para expresar tan auténticos sonidos. Nunca llegaba a tocarte un pelo, pero sus aproximaciones, a ratos, te hacían sufrir el vértigo de un inesperado mal cálculo.

Mateo motor no sólo era boxeador; tenía un repertorio inaudito de atributos y oficios. Además de jardinero, era chamán, inmigrante (insistía), poseía dones de adivinación, sapiencia, etc. Pero de entre todos, el más inverosímil: ¡era fakir!

No sería necesario caer en juramentos vanos para enterar sus acciones. La primera reacción resultó en la burla infame, mas mayor infamia entrañaban las burlas que de “motorcito” habían hecho presa antaño. La entereza del hombre disolvió toda sombra de duda. La malicia mancomunada nos indujo al sabroso callejón sin salida de la crueldad. En consecuencia, había que someterlo a prueba. Fui el primero: le entregué una ampolleta. Después de blanderla, se la puso en la boca como si de una sardina se tratara, pero el sabor sensible no importaba; su intención era masticarla, pulverizarla, de manera que sus entrañas hicieran goce de materia inorgánica. Tragó y ninguno vio sangre. Había metabolizado el sílice.  Incrédulos, quisimos extremarlo en la exhibición de sus dones. ¿Sería capaz, sin mediar dolor, de atravesarse la mejilla con un clavo de calibre? Pues sí, sin dolor aparente atravesó su carne, impasible. Luego vino la prueba del fuego: fue capaz de sostener su mano por sobre la flama de una vela por más de cinco minutos (no recuerdo bien si acaso el asomo de una lágrima orgullosa de Mateo se negó a brotar). Este pequeño hombre nos daba una lección. Nadie ya en adelante cuestionó su perorata ni la cualidad de sus virtudes. No obstante, su narcisismo inexpugnable olvidaba rostros, y era el caso que domingo a domingo se repetía incesantemente, y uno y otro incauto caía sistemáticamente bajo el hechizo de su hipnótico discurso. Ese incauto muchas veces resultó ser un servidor, pues no terminaba de asombrarme el voluntarismo de Mateo motor, y claro, menos aún la espectacularidad de sus sortilegios. Caí yo, todos caímos. Pero la rutina, poco a poco, nos fue insensibilizando y fuimos tomando distancia de aquello que un día nos había encandilado. Mateo motor poseía, además, el insaciable atributo de la majadería. Ahora Mateo nos buscaba, nos perseguía,  si cabe, en el hacinado Barómetro; se había familiarizado a nuestra escucha tanto como la intensidad de nuestras cínicas burlas, que inevitablemente iban in crescendo.

          Cuando la tozudez de Mateo comenzó a volverse insoportable, fue que nacida de una fulgurosa chispa de maldad, el Carlos, tocado por el rayo del mismísimo Júpiter, ideó una solución implacable. Juntó en un solo caldo fakirismo, ingenuidad, voluntarismo y orgullo, caldo de cuyo cocimiento la prueba definitiva sería la resulta. Mateo sería desafiado a convertirse en estatua. Y fue. Mateo motor no lo dudó ni una milésima de segundo cuando ya se hallaba petrificado. No alcanzó siquiera a dejar el schop en la barra. Inquisitorios, le observábamos: no podía fallar. Si se movía un milímetro, si pestañaba, se transformaba en víctima de una racha de increpaciones por incompetencia, las cuales inflamaban aún más su orgullo. Se agitaba el nivel de la cerveza y saltábamos, fingiendo ignorarlo: “No… no se la puede”, y su rigidez volvía con graníticas magnitudes. Una de las primeras veces pareció flaquear e intentó defenderse asegurándonos que sí, que sí podía hacer la estatua… pero las estatuas no hablan, fustigó Alan, y nunca más pudo hablar.

Así fue que en lo sucesivo, cada vez que Mateo intentó trabar conversación, era desafiado para que “hiciera la estatua”, y su nobleza no le dejaba margen: allí se quedaba de pie por horas hasta el cierre de Barómetro.

Al domingo siguiente no vino, y el que siguió tampoco, y nunca más lo vimos. Pero el nunca era relativo al Barómetro, porque sus días estaban contados. El lugar se había transformado, ironías del destino, en una olla a presión que haría colapsar hasta el más sofisticado instrumento de medición. Era un verdadero infierno. Se atestaba noche a noche de la peor escoria humana, de los más sórdidos personajes y alimañas: drogadictos, putas, matones, artistas fracasados y un largo etcétera. Algunos cuentan, que el Ayuntamiento había infiltrado sujetos mercenarios para forzar los acontecimientos. La infamia, la impiedad, el desenfreno y la violencia se habían hecho del lugar que antes mantuviera una digna bohemia en su espíritu, en su razón de ser. Yo estaba en España estudiando semiología cuando recibí la noticia del último día de Barómetro, el día de su apocalipsis. Ya no recuerdo qué lío había hecho enfurecer a un gorila que terminó envistiendo su monster track hasta la cocina de Barómetro. Creo que no hubo muertos, pero sí varios heridos.

Alfredo se encontró tiempo después con “el español”, que era el cuidador de autos de Barómetro, y le preguntó por Mateo, que algún grado de simpatía se tenían. Mateo motor había sido asesinado en “la teja”, que es la cárcel en el coa nacional. ¿Será que el criminal toma lúcida conciencia, dimensiona la naturaleza aberrante de su crimen allí en la cárcel, “le cae la teja” como a Newton la manzana, el tejazo? Hago este esfuerzo etimológico para salir de la perplejidad que las redundancias entre palabras y realidad me provocan. No me considero supersticioso, pero todos estos acontecimientos me inclinan hacia las misteriosas epistemologías del pensamiento mágico. El mutismo de Zappa, la inmutabilidad de Barómetro, “la estatua” viajando a la velocidad de la luz, detenido el tiempo, en un bar cuya presión atmosférica hacía la diferencia entre los vivos y los muertos… ideas que se me vienen a la cabeza.

El caso es que Mateo había sido abandonado por su familia, y naturalmente sus borracheras se intensificaron, y así como una cosa sigue a la otra, perdió su trabajo de jardinero y sus pocos amigos le dieron la espalda. Y como ya no tenía su Barómetro, comenzó a ir al “Tejazo Bar”. Ya casi al cierre permanecía inmóvil, más bien depositado en la barra. Cuando el mozo lo fue a despertar pidió la última cerveza y el mozo se la negó. Después de un regateo tedioso, Mateo, perdió el control y le dio tal golpe con la jarra al mozo, que el desdichado no se dio cuenta cuando, sin quererlo ni buscarlo, navegaba rumbo al Hades por las oscuras aguas del Estigia. Tampoco Mateo se había dado cuenta de que le había “caído la teja” cuando personal de Carabineros se lo llevaba esposado hacia el que sería su encierro fatal.

¿Qué diablos pasaría por la cabeza de tan bondadoso y noble ser como para reaccionar con tan intempestiva virulencia, si el pobre no mataba una mosca? Permanecerá un misterio… quizás Zappa tenga la respuesta.