a Roma
Al otro lado de la ventana está eso que llamamos realidad: una noche borrosa, rostros sin color, sin luz ni oscuridad, buscando los primeros pasos del día. A este lado de la ventana no importa que sean más de las seis, hay algo que nos protege del mundo. A este lado me arden los ojos e intento acallar las melodías con cerveza. Cuando termino una versión, cuando tengo la certeza de que nada sobra ni falta, la cabeza se me enciende como si viajara por diez líneas de coca. No fueron diez, quizás tres, y más de veinte cigarros. La cabeza me estalla y sé que no podré dormir. No lo intento. Algunas veces lo intento y apenas cierro los ojos me vienen encima todas las versiones, me retumban hasta ensordecer, sin lograr conciliar el cansancio.
A tres cuadras de mi estudio está este bar. Aquí solía venir Jorge Teillier. Dicen que a él le pasaba lo mismo. Que cuando terminaba un poema que rondaba en su memoria, como si en vez de versos creara nostalgia, no podía dormirse. Quizás una diferencia es que él escribía bebiendo alcohol y yo compongo con cafeína, cocaína y nicotina. Quizás no sea una diferencia importante. Teillier no podía dormirse y caminaba de madrugada, tal vez a todas horas hasta este bar que cierra cuando el último parroquiano se ha hundido en su miseria o, cuando el alcohol ha conseguido ahogar los desvelos de quienes no conseguimos dominar aquella breve pero abrasadora sensación de haber creado.
Afuera los pájaros cantan al vacío en el que cae la noche, a ese olor blanco. No los escucho. A veces creo escucharlos, pero puede que sea mi imaginación. Adentro hay poca gente. Una pareja, sentada en la mesa del fondo; y una mujer con ojos tristes, en la barra. Ella me mira en el reflejo del espejo. Siempre que me miran pienso que me han reconocido. Pero sé que son fantasías; mi rostro rara vez aparece en la televisión o en los diarios. Mis quince minutos de fama se desglosan en pequeñas entrevistas radiales de un minuto. Perseguí una fama sin rostro y conseguí no volverme deseable a simple vista. No soy un tipo atractivo. Tengo más kilos que los actores – serán licencias que tenemos los músicos – pero sé que si mi rostro apareciera en la televisión una vez por semana, un minuto por vez, las mujeres me considerarían guapo, cool, interesante o cualquier otra estúpida cualidad que suplante la realidad, pues que mi atracción se debería sólo a ser reconocible.
Cuando queda poca gente en el bar no se preocupan más de la música y dejan la radio Futuro. Suena Going to California, de Led Zeppelin y luego un tema mío, A veces creo ser feliz. No me sorprende tanto escucharme – sólo en dos emisoras tocan mi música, y la Futuro es una de ellas – como el talento del dj para relacionar esas dos canciones. No me gusta Led Zeppelin, pero debo reconocer lo bien que queda mi canción junto a la de los ingleses, en ese sintagma amplificado que lo djs llaman set. La de ellos, sin embargo, es un dolor que empieza a diluirse, no es tan difícil, difícil, difícil como parece; en la mía, la felicidad es un malentendido. Compongo desde el dolor. No cuando lo hago para la televisión, eso es trabajo, me divierte, pero debo darles lo que me piden. Cuando el que decide soy yo, compongo para los que sufren, para aquellos que la vida parece desdeñar, para la niña que nadie saca a bailar, para que se sientan menos solos, para que se sientan acompañados en la perpetuidad de nuestro sufrimiento. Como la mujer de ojos tristes que está en la barra. Sé por lo que está pasando, lo he vivido y he intentado transformar esa sensación en música. No estoy sola, hay alguien que sufre como yo, imagino que piensa mientras me escucha. Busco su reacción a través del espejo. Ella llama al barman por su nombre y le pide que cambie de radio. Me hiere su desprecio y estoy a punto de pedirle al barman que la deje, pero guardo silencio. Ahora Robert Smith canta Faith y me parece una buena elección. A veces es reconfortante descubrir que hay gente que hace lo mismo que uno pero muchísimo mejor. Advertir que existe esa posibilidad, aunque parezca que está fuera de nuestro alcance. Pido la segunda cerveza cuando Smith y su fe se desvanecen. La mujer de ojos tristes se ha dormido sobre la barra. El barman y el cajero están en la cocina fumando marihuana. El olor me llega mezclado con desodorante ambiental. La pareja que está en la mesa del fondo se besa apasionadamente. Los observo sin disimulo. Nadie me mira. El hombre aprieta uno de los senos y ella masajea su verga al ritmo de Águila Sideral, de Los Jaivas, que ahora suena por los parlantes. El espacio es reducido pero no parece importarles. Detrás de ellos, cubriendo toda la pared, hay un retrato de Frank Zappa, en blanco y negro. Frank mira desafiante, incrédulo. Siempre me gustó más la actitud de Zappa que su música. Me pregunto por qué Teillier habrá escogido este bar. ¿Sólo porque estaba cerca de su casa? ¿Porque nunca cierra? ¿Por qué entran estudiantes, maestros de la construcción, traficantes y boxeadores? Pero, qué hacía una vez adentro. Miro mi vaso lleno de cerveza, y por un segundo siento que es Teillier quien responde desde el más allá: ¡Es mejor morir de vino que de tedio! El cajero vuelve de la cocina con los ojos inyectados en sangre y despierta a la mujer de ojos tristes que duerme sobre la barra. Ella trata de alejarlo con la mano y lanza al suelo un vaso con restos de piscola. El vaso se rompe. La pareja de la mesa del fondo se endereza en el asiento, mira en todas direcciones, como si no reconocieran el lugar. La mujer de ojos tristes sigue durmiendo y el barman vuelve de la cocina con los ojos inyectados en sangre, un trapero y una pala. El cajero da la vuelta a la barra y trata de incorporar a la mujer. Ella ya no responde y él comienza a levantarla. Veo cómo la toma por la espalda, por debajo de los brazos con cada mano bien aferrada a sus senos. Ella emite pequeñas quejas. No parece querer despertarse, no parece querer volver a despertarse jamás en su vida. El cajero no la puede mantener en pie, la lleva hasta una banca y la deja caer encima suyo. Veo como le acaricia los senos como si fuese un procedimiento inevitable para que vuelva en sí. Ella no despierta y el cajero la deja durmiendo. La pareja se levanta, cada uno paga su cuenta y salen. Yo termino mi cerveza. Miro a la mujer de ojos tristes dormir en el asiento. Las melodías han enmudecido. Afuera ya no quedan vestigios de la noche. Los pájaros ya no se oyen sobrepasados por los alaridos de autos, micros y personas. Salgo. Cuando me he alejado una cuadra me vuelvo a mirar. Veo al barman bajar la reja y apagar las luces.
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Hace algunos meses un director me pidió que hiciera la música de su película. Necesitaba un sonido cálido, sensual y descarnado a la vez. Pensé en Cuturrufo. Lo llamé y le expliqué que lo necesitaba, que había poco presupuesto. Era verano, teníamos tiempo y calor. Me pidió que al menos le tuviera muchas cervezas. Mi estudio es pequeño, y no tardó en impregnarse de un fuerte olor a sudor, cerveza derramada y colillas de cigarro. Grabamos muchas pistas sobre una base robada al baterista de John Coltrane.
Tal como segundos antes de representar una escena en la que se entera de que su padre ha muerto, un actor puede discutir con los tramoyas cuál fue el mejor gol del fin de semana, así entre pista y pista cargadas de pasión desenfrenada, Cuturrufo me hablaba de contratos, de lo caro que resulta arreglar su auto, de que seguía endeudado desde la grabación de su último disco. Sin importar lo trivial que fueran sus preocupaciones, él veía su propia vida como algo grandioso. No por envidia, ni por orgullo, creo que nos despreciábamos mutuamente. Sentí alivio cuando se marchó. Una vez solo en el estudio, rodeado de latas de cervezas vacías, la temperatura bajó. El aire aun rancio adelgazó. Vacié los ceniceros, boté las latas y me quedé arreglando la versión que habíamos escogido.
Tres semanas después, buscando un sonido para una de las canciones de mi disco, recordé las pistas grabadas esa tarde. Una de ellas, una que no habíamos usado en la película, me servía y la utilicé. Esa noche, no fui al bar ni pude dormir. La canción era perfecta.
No sólo voy al bar para adormecer la agitación de un hallazgo. A veces voy porque tengo ganas de estar entre la gente. Nunca me ha gustado hablar con desconocidos. No busco la conversación. Me gusta sentir el movimiento, el ruido, las risas, el rumor de muchas voces simultáneas, la sensación de que los cuerpos que me rodean están vivos, tibios, palpitantes, la conciencia de que hay vidas que están ahí aún cuando yo no esté ahí, ni en ninguna parte. Hoy es una de esas ocasiones. El bar está lleno. Me siento en la esquina de la barra y pido una cerveza. La mujer de ojos tristes ahora está de pie, a unos pasos mío y parece feliz. Se deja admirar como una modelo por dos hombres que la encierran contra la barra, con sus cuerpos muy cerca al de ella, rozándose continuamente. No tiene un cuerpo feo, quizás algo delgado, seguramente un hijo que la obligó a dejar el colegio. Ella ríe de las palabras de uno y otro. Ellos se esfuerzan. Por el espejo puedo ver a tres jóvenes que están a mis espaldas, parecen estudiantes de filosofía y los escucho hacer innumerables rankings de los mejores poetas, las mejores novelas, películas, directores, actores, guitarristas, jugadores de fútbol… Parecen no aburrirse de hacer listas. La mujer, que ya no tiene los ojos tristes, me mira y no me reconoce. Pienso en una lista de las cosas que me gustaría hacer en lo que me queda de vida. Recuerdo un graffiti que vi esa mañana afuera de mi estudio: la muerte es tan rápida que nos da una vida de ventaja, y me río. No sé por qué me hace pensar en la carrera de la liebre y la tortuga o de Aquiles y la tortuga. O en Teillier, mi futuro es una cuenta por pagar. En mi lista aparece un hijo. No quiero tener muchos hijos, ni formar una familia, sólo pienso como un acto reflejo, como la manifestación de un ego que no veo por qué reprimir, que quiero tener un hijo. También quiero grabar un disco que aún no concibo, que ni siquiera tengo en mente, pero que supera a todos los demás. Un disco que me ayude a enfrentar la muerte sin recelo, sin sentir que no me dio el tiempo necesario. Una forma de pagar todas mis cuentas.
La mujer que ya no tiene los ojos tristes sale del bar con los dos hombres. La sigo con la mirada hasta verla subir al auto con ellos, hasta perderse a lo lejos. Escucho a uno de los estudiantes de filosofía que recita: ¿Para qué toda esta hueca palabrería? Sólo dos mundos valen la devoción de un hombre; la juventud de una mujer de pechos generosos, inflamada por el vino del ardiente deseo, o la selva del anacoreta. Por el espejo veo que los otros dos hacen un salud. La segunda cerveza se acaba. El barman de nuevo tiene los ojos inyectados en sangre. Le pido la cuenta, abro la puerta y me cruzo con Cuturrufo, que al entrar llena cada centímetro del bar con la risa alcohólica de quien triunfa en cada gesto que hace, como si la gloria envistiera su andar. Lo saludo y después de unos segundos me recuerda. Me pregunta cómo quedó la grabación para la película, le digo que bien pero lo único que quiero decirle es que utilicé una de las pistas que grabamos esa tarde, para un tema mío. Es absurdo, por un segundo pienso que se sentirá honrado por ello, pero sólo me dice bueno, entonces nos vamos a medias con los derechos. Me quedo en silencio unos segundos, confundido. Está bien, le digo y salgo. Camino a casa calculo para cuántas horas con la chica de ojos tristes le alcanzará a Cuturrufo con la venta de una sus canciones. Veinticinco.