Un cuadro debe ser pintado con el mismo sentimiento
con que un criminal comete un crimen.
Degas
Cual absurdo dentro de otro absurdo aún más grande, en abundancia la insatisfacción inunda el interior y la visión periférica. Mostrándose la otra cara maquiavélica del eterno vacío, sometiendo nuestra voluntad y los actos al espectáculo de lo grotesco. Nos convierte en envenenadores del entorno como generadores de espejismos y visiones donde no las hay.
En esta intriga los amantes se juegan el todo ignorando el final de la historia; el amor, la pasión y el halo intangible, se mezclan irremediablemente. Por ello, Los amantes muertos es la apoplejía de los sentidos; es la embriaguez, la lujuria, lo cual justifica el resto de los actos, sin que medie en este espacio temporal una estricta mirada o un verdugo silencioso. Bien dijo Macchiavello frente al amanecer en la batalla: “Cuando llegó la invasión, miré al otro lado del río, y me vi observándome a mí mismo desde el frente. Parecía más viejo y decrépito. Sin esperanzas y triste. Entendí entonces que el único culpable de esta situación, era yo. Avergonzándome de lo que en mí vi, y en lo que me había convertido”.
Sin importar el tiempo que nos toque vivir, continuaremos siendo los mastines, y en otras ocasiones las presas; condenando nuestro tiempo al infortunio o a la vanidad de lo efímero, según sea la cuota de ambición, según sea la grandiosidad de nuestro sueño.
Poemas
Durante largos años estuve condenado a adorar
a una mujer despreciable, sacrificarme por ella,
sufrir humillaciones sin cuento.
Nicanor Parra
La cabeza del Apóstol
Lo esencial de lo efímero,
es que puede ser permanente.
Todos los tiempos son el tiempo.
Todos los olvidos, angustia.
Los encuentros… una historia mal terminada,
un deseo insatisfecho,
un anhelo mal compartido,
cual habitante perdido en el jardín de las ilusiones.
Mientras sus tendencias inmoladas,
los cielos
son el andar, la presencia invisible
en el eterno funeral
de los amantes muertos.
El tiempo Cero
Antes de morir
Andrés escribió un libro;
dejó crecer el pasto,
y salió antes de las diez.
Cerca de las doce de aquel día
el sol se le acercó
y mientras esperaba la llamada, que nunca entró,
compró flores
y dejó que a su casa se la llevase el mar.
Después garrapateó una carta y se sentó.
Mencionó que permanecería un instante más en la acera
y, de forma melancólica,
vio pasar a los pájaros que volaban hacia al sur.
Intentó desdoblarse
pero la falta de amor fue más fuerte,
muriendo de un solo impacto y antes del tiempo indicado.
Cuando llegaron los gitanos
la música había concluido
y el tiempo cero, como todos los espacios vacíos,
ya iban de forma peligrosa río arriba
camino a la guarida de la malparida,
mientras las hienas y los ansiosos chacales
esperaban tras los arboles,
ocultos,
lejos de los amores ya perdidos y amantes fugaces
que se pierden en la convicción;
creyendo que las cosas pueden llegar a ser distintas,
creyendo que todo puede ser,
después de un tiempo, menos peligroso.
La imagen pública
Lucy no murió, me dijo su hermana.
fue una especie de mal chiste que,
al parecer, terminó en tragedia;
como el desayuno de las ocho treinta
cuando relataba la historia del pájaro muerto
o esa parte en que la ópera le traía recuerdos de su niñez.
Recordando la ocasión en que se extravió para Año Nuevo
dejándome inconcluso;
en el barrio nadie preguntó por ella,
ni tampoco lo hizo su abuela
que se pasaba las horas en el corredor cantando
vestida a lo Madame Butterfly,
porque del mismo modo en que escapaba
también regresaba,
como una sinfonía oculta que nadie escucha .
Soy el silencio sobre el cual no cabe la menor duda,
me dijo un día mientras derramaba la cera sobre el parquet,
tanto así -continuó-
que ni siquiera una jauría de lobos
podría hacerlo mejor que yo cuando te observo y no digo nada.
Aun recuerdo su sonrisa,
sus delgadas piernas,
su caminar resplandeciente.
El verano del 89 ella se marchó y yo también.
Algunos edificios cayeron,
otros muy cerca de estos prontamente se levantaron.
Regresé de Beirut,
participé en un motín y,
como las moscas que lo estropean todo,
dejé a un costado la alegría
y la televisión puesta en un canal de oposición.
Las portadas de los diarios me dijeron que era feliz
con su séquito de amigos y cuidados disfraces;
hasta que la casa se incendió
y la ciudad en llamas y todos sus componentes
se dispersaron, desaparecieron.
Mientras yo reaparecía siniestra y vulgarmente
como una bailarina traicionada,
como la tumba que sin consentimiento es abierta,
o la simple flor violada por la ineptitud
de un cazador desnudo junto a su presa.
Los años trajeron el absurdo
y de mi casa y sus hijos no volví a saber,
a pesar del invierno y sus perversas intenciones.
Anoche mencionaron en las noticias,
que apareció en una quebrada un cuerpo muerto y torturado,
dentro de una caja de cartón,
con una cédula que tenía su nombre escrito.
A escasos cien metros de ella se encontró
un gran letrero que decía: “Se necesita gente experta en construcción”.
El salto
Desde mi ventana logro ver
las avenidas y la fastuosa maldad con que se moldea
el espacio perfecto.
Los amantes recorren las calles con libertad,
entre los aviones
y las alucinaciones que cubren el resto con desprecio.
En medio de las trágicas narraciones
y los cuentos escritos para la perdición,
las fugas de las parejas furtivas
capturan la noche gris,
con la muerte como su gran protagonista.
Tal vez por ello continúo bebiendo y salgo al balcón
tratando de entender
cómo me dejé encandilar por las luces de esta ciudad en llamas;
en qué momento acepté perderme en tu inocencia
sin medir las consecuencias,
a sabiendas que acabaría en una fiesta de horror,
creyendo que amarías dejando atrás tus conflictos,
los otros, el reflejo, la ruta viajera.
Tú con tus fantasmas; yo con mis demonios.
Ahora, después de nueve años
y docenas de promesas hechas entre sábanas,
alcohol y drogas,
vuelvo a sentir mis piernas temblorosas al mirar la calle
con la sensación de que setenta metros hacia abajo
de pronto no son tantos.
Tal vez porque la borrachera ha eliminado el miedo.
Quizás porque me cansé de escribir
sobre la vida de los otros.
A fin de cuentas, y después de tantas páginas escritas,
bajar dieciséis pisos en caída libre
toma el mismo tiempo que un grito desesperado,
medio semáforo en rojo
o el tono de espera de una llamada que sé
que no contestarás.
La escena del crimen
Los sueños de mil hombres
no cambian el destino de una gran desgracia.
Buscando tu liviana sombra,
y dejando de lado las absurdas ideas que ya tenía sobre el amor,
tomé el revolver y salí tras de ti.
En los jardines que ágilmente sembraste y cuidaste con tesón,
las aves anidaron y murieron sin dejar los cantos;
por ello las pistas de tu paradero son escasas y confusas.
Perseguí los sucios rastros que pudiste haber dejado
en las discotecas y los bares que comúnmente frecuentabas.
Me dirigí al extremo más cercano en el acantilado,
a las luces que dejaste encendidas,
a la nota que me escribiste en la pared…
A punta de sobornos y golpes
encontré el hotel en el que estabas
o, más bien, donde de tanto en tanto, pernoctabas.
Pensé que podría jugar con la ansiedad
pero entre las estaciones que se llevaron de mí
lo poco humano que aún guardaba,
quedó abierta la caja de Pandora en la madrugada.
Del hielo y las copas mejor no hablar,
o esperar a que sea yo el que diga
cómo debería terminar la historia.
Pensé que después de estos años
tal vez regresarías a la escena del crimen
sin que en ello provocara sospechas
en cualquiera que te viera.
Al día en que ocurrió frente al espanto de la gente
y las sirenas de la policía que buscaron por meses
sin resultados aparentes.
Ahora sé, después de varios días y kilómetros tras tuyo,
que no habrá espacios vacíos sin pintar
cuando la hora haya llegado.
Porque así como mi ventana da a tu habitación
y el águila se come a la serpiente,
en algún momento estacionarás tu auto allá afuera
y subirás confiada a tu cuarto,
creyendo que no hay lugar más seguro,
sin sospechar siquiera que después de tu habitual ducha
y caer rendida por el sueño,
te veré como antes,
con la visión que tu horror me regalo.
Tal vez más bella y transparente…
hasta el momento exacto y el breve instante,
la delicada locura
en que sin titubeos te diga al oído: Cariño, despierta de tu sueño.
Y luego te dispare todas las balas de mi cargador.