El psiquiatra le dio algunos trucos para poder llegar al tipo de orgasmos que ella recordaba haber tenido en el pasado, largos por lo pronto, o quizá varios muy seguidos, estas cosas nunca quedan claras del todo, pero nunca supo si esos truquillos de andar por casa, dichos a media voz en la consulta, eran los mismos que el médico les daba a todas las chicas, o si sólo se los dedicaba a ella. Había consultado con bastante alegría si podía hacer una pregunta sobre sexo. Y el psiquiatra le respondió con una sonrisa tranquilizadora, diciendo: Bueno, si crees que puedo saber algo de eso.
Le contó que, aunque se excitaba y disfrutaba de manera normal, es decir, excelsa, no se corría de la forma en que ella recordaba haberlo hecho siempre. Al menos desde que practicaba sexo con regularidad, o más bien de vez en cuando. En realidad, únicamente cuando realmente le sucedía algo hermoso con un hombre, algún tipo de conexión neuronal, divagaba ella, soñaba ella. Nunca le había impresionado demasiado el aspecto físico de los hombres con los que se acostaba, ni porque fueran guapos ni porque fueran horrorosos y, de repente, estaba follando con un hombre objetivamente hermoso, en toda la amplitud que puede abarcar un físico masculino.
Se excitaba mucho. Eso siempre le había pasado. Se mojaba demasiado. El latido se movía desde el corazón hasta la vagina, y se quedaba ahí, no había manera de sacarlo. Semejante excitación, casi tangible, sostenible, la avergonzaba. Le gustaba que a los hombres les excitara meter la mano en su coño y encontrarse con medio camino hecho, pero le ponían nerviosa sus expresiones de asombro, o sus caras. Sus ‘madre mía’, sus preguntas sobre cuándo había comenzado a excitarse, por ejemplo. ¿Cómo explicar eso? Podía ser un beso un poco lascivo cuando no era el momento, un mordisco, una mano que se acerca a algún sitio. Y a partir de ahí, ¿quién es capaz de controlar de qué forma se está excitando mientras se está excitando? ¿Un análisis in situ, in senso? Por favor…
El problema no era que aquel hombre eyaculara demasiado pronto. Sino que ella no se volvía loca como estaba acostumbrada a hacerlo, y sabía que se debía a la pastillita que se tomaba todas las mañanas con el café con leche, antes de ir al trabajo. Un gesto brevísimo que, sin embargo, marcaba lo cotidiano. Unas pastillitas blancas, metidas en una cajita, alojadas en una esquina de su escritorio. Si ella quería, nadie las veía. Si ella no las mencionaba, no existían. Si no las tomaba, se le podía ir la vida a la mierda. Así que las tomaba. No se le olvidaba ni un solo día. Se le podían acabar las pastillas para dormir, y se conformaba. Pero nunca se le acababan los antidepresivos.
El psiquiatra le dijo que lo que tenía que hacer era intentar adelantarse a los acontecimientos. Si era probable hacer el amor durante el fin de semana, el viernes debía tomar media pastilla, y el sábado y el domingo ninguna. Reducir la dosis del antidepresivo para poder tener relaciones sexuales satisfactorias. También le advirtió de que aquello no era en absoluto científico, que sólo era una manera de intentarlo, y que estuviera contenta, porque existen personas que, mientras toman antidepresivos, se encuentran constantemente excitados, con ganas de volverse locos, volviéndose locos al mismo tiempo que intentaban no estarlo. Intentando no ser desgraciados pero sin tener claro, nunca, si lo estaban haciendo de forma correcta. Con ganas de disfrutar, en cualquier caso; ergo, el antidepresivo cumplía con lo prometido. Con dificultades para llevar el deseo a la práctica, sin embargo.
Con la misma obediencia que mostraba ante la recomendación médica a la hora de tomar la medicina, la reducía el viernes por la mañana. Y con una estúpida satisfacción la ignoraba completamente durante los fines de semana. El café con leche volvía a ser café con leche simplemente. Y follaba los sábados, y follaba los domingos, y sus orgasmos mejoraban. Follaba todos los fines de semana con un hombre al que no le gustaba nada que tomara pastillas, ni las de la mañana ni las de la noche, a quien ella evitaba dar detalles sobre por qué, cuánto, cómo y hasta cuándo. El hasta cuándo, y también el para qué, eran preguntas que también trataba de no hacerse a sí misma.
Pero a veces se preguntaba si ese truquito podía tener algún tipo de efecto secundario desconocido por ella, o lo que es peor, también por su médico, por cualquier integrante de la profesión médica del país, por cualquier depresivo, por cualquier depresivo con ganas de correrse bien, ya que está haciendo el esfuerzo de, con todo, es decir, todo lo que el individuo sea, adentrarse en otro ser humano, despojarse del ser humano propio, olvidarse por unos momentos del resto, del resto entero. Follar como demostración de bienestar. Follar para decir: estoy bien, puedo hacerlo. Puedo sentirme atraído por alguien, soy capaz de generar una intimidad, puedo disfrutarla. Tampoco le contaba nada a él de aquella matemática química, de aquella media verdad de la media pastilla. Le pidió, sin darle explicaciones, que fuera más lento cuando practicaban sexo.
Esta semana tiene consulta con su médico. Quiere preguntarle si su capacidad para mojarse podría alargarse todavía más. Si a fuerza de querer gozar conseguirá ir reduciendo la pastillita también un jueves, o un martes, si no necesitará sumar y restar para estar bien y además follar, si dado que ama a ese hombre y ese hombre la ama a ella podría sopesarse mandar la pastillita a la mierda. Y correrse sin más.