Empecé a tener esos sueños. Sueños horribles, como por ejemplo lo del psicópata. Creo que ya te lo expliqué. No se porqué me sucede a veces que me voy a dormir y lo veo junto a mi cama. En realidad no lo veo, porque no me atrevo a abrir los ojos ni a darle la cara, pero es la imagen de un tipo con un cuchillo en la mano, apuntando directamente a mi espalda. Cuando soñaba esas cosas yo no estaba tan dormido como parecía, yo creo que me mantenía en lo que los científicos llaman «estado alfa». Es decir consciente, pero incapaz de moverme. Y así como estaba me venía el pánico. Obviamente (mi racionalidad lo respaldaba), no había ningún psicópata al acecho. Lo habría escuchado, al menos, pero mi cabeza alocada insistía en crearlo.
Vivo con mi mujer. Siempre tenemos discusiones por quien se acuesta hacia el rincón. A ninguno de los dos nos gusta. Luego de iniciadas mis pesadillas, pedí por mi propio gusto el rincón. Veríamos si mi racionalidad ganaba. No lo hizo. Ahora el psicópata tenía una bomba y sin mayores dificultades echaba abajo mi casa y moríamos aplastados por el adobe. No era lo mejor estar imaginando tonteras de esa envergadura. Elegí recurrir a los viejos métodos para dormir como un tronco. Primero masturbarme. No resultó. Cuando estoy en el límite entre dormir y no una simple manoseada desarma el equilibrio y me duermo. Pero esta vez estaba demasiado cargado al lado consciente. Me tomé un buen vaso de pisco puro. Quedé nocaut.
Mientras tanto mi mujer dormía. Incluso boté una taza en la cocina de puro atarantado. Ella habitualmente se despertaría con algo así. Esa vez no lo hizo. Tal vez ella también había bebido pisco puro antes de acostarse.
Pero el nocaut lo era solo para el mundo real. Mis sueños estaban lejos de ser normales. El psicópata esta vez se veía con claridad. Era igualito a Don Francisco, ese que es animador de «Sábado Gigante». No podía creer que fuera tan malo en el fondo, que luego de las grabaciones de los programas, el muy maldito iba con su hacha a matar al que se le pusiera enfrente. No debía cegarme ante la evidencia. Don Francisco era un monstruo sanguinario deseoso de sangre. Empecé caminando por una larga calle y luego estuve a los pies de un cerro. Ese cerro estaba oscuro y lleno de parejas besándose. Las parejas se veían iluminadas por una luz fosforescente que sin duda provenía de la energía de su amor. Al animador atraía esta luz como a las polillas. Se acercaba con el hacha y cortaba limpiamente las cabezas de las parejas. Yo veía todo eso oculto detrás de un farol. No creía en mis ojos. Todo hombre tiene un vicio y este era el suyo.
Cuando las parejas estaban descabezadas se levantaban y caminaban sin cabezas. Hacían reverencias al animador como si éste, con el acto del corte, les hubiera iniciado en un rito arcano y secreto. Don Francisco era el Dios de estos pobres amantes. Entonces me vi a mí mismo reflejado en la hoja pulida del hacha de don Francisco. Tenía mi ropa y mi cuerpo, pero no mi cabeza. Mi cabeza estaba colgada al cuello del monstruo, como un trofeo.
Por eso pedí ayuda. No sé con que boca emití mis gritos, pero se oyeron con mucha claridad. «¡Quién podrá defenderme!» – grité fuera de control.
– Yo, el chapulín colorado.- Pero no era el chapulín. Era Carlos Villagrán, era el Kiko disfrazado de Chapulín.
– Tu no eres el chapulín. Tu le quitaste la mina al chapulín. Eres su archienemigo y ahora te quedas con su traje.- Eso le dije. Y él pareció no entender.
– Que no importe mi nombre. Te ayudaré lo mismo, me gusta ayudar a los niños del cono sur.
Con cuidado tomó mi cuerpo y se lo echó a la espalda. Corrió tras el animador gritándole «yo también quiero participar en el próximo concurso». El monstruo se dio vuelta. Alzó su hacha como un verdugo. Imaginé lo peor.
– Tu tienes influencias en la TV de Miami.- dijo don Francisco con voz atronadora.
– Así es, tengo muchas. Y si no me deja participar en el siguiente concurso no le permitiré ser el número uno dentro del público hispano – Respondió el falso chapulín. Yo estaba bien adolorido: un omoplato del kiko me molestaba en el estómago.
La amenaza de Kiko hizo cambiar drásticamente el rostro de Don Francisco. Ya no parecía un monstruo. Ahora sonreía con aquella sonrisa carismática a la que nos tiene acostumbrados. Dejaba de lado su hacha y la cambiaba por un micrófono. El traje era impecable. Había un buen marco de publico. Todos querían algún electrodoméstico.
– Para usted tengo la puerta A, la puerta B o la puerta C. Tiene que elegir solo una. En una de ellas está la cabeza de su defendido. En las otras puertas hay…(fanfarria) un refrigerador y…(fanfarria) un automóvil cero millas, nuevo de paquete.
Carlos Villagrán estaba nervioso. Yo también. Mis nervios hubieran sido menos si mi defensor hubiera sido realmente Chespirito. Parecía que yo no le interesaba mucho. Le veía las ganas de tener un auto nuevo.
– Elijo la puerta C.
– El amigo eligió la C. ¿O quiere la A? ¿No le gustaría ver lo que hay en la A? ¡Que dice el público!
Villagrán lo pensó. Mis nervios eran muchos. El público gritaba “¡la puerta A, la puerta A!”. Grité, pero con el ruido del estudio no se supo de cual puerta venían mis gritos.
– Está bien. Déjeme ver que hay en la A.
La puerta se abre. De adentro sale mi mujer, metida en un traje apretado y escotado, con mi cabeza en una bandeja. Tengo toda la cara sangrienta. Mi mujer levanta mi cabeza por el pelo para que el público pueda verla.
– Ha ganado…¡la cabeza de una de mis víctimas!. Lo felicito hombre, es el premio mayor. ¿Cómo se siente?.
Villagrán no estaba contento. Me acomodó la cabeza en el cuerpo y se fue.
– Estaba todo arreglado. No creo en los concursos.- Murmuró antes de salir.
Con mi cuerpo recompuesto di las gracias al público y salí del estudio. Volví al cerro y desandé el camino hasta mi cama. Prendí la luz: ahí me veía yo, durmiendo hacia el rincón, roncando un poco. Al borde de la cama estaba el psicópata con un cuchillo en la mano, como parrillero eligiendo el mejor huachalomo. Volé sobre él. «No vas a matar a un pobre hombre que duerme», pensaba para mí mismo. El golpe lo hizo caer, pesado y lleno de odio. La lucha fue corta en verdad. Yo tenía mucho que ganar. Cuando ya no se movía dejé de golpearlo. Don Francisco había quedado tirado sobre mí mismo que dormía en la cama; me estaba aplastando con su cuerpo gordo. Una pena muy grande me embargó. Pude ver con claridad el motivo: el cuchillo estaba enterrado en mi cuello. Por un momento me desesperé. Había fracasado en mi misión. Pero de pronto vuelvo a la cordura y me digo con sencillez:
– De veras que esta cuestión es un sueño.
Ahí despierto. Hay un poco de sol en la ventana. Zamarreo a mi mujer.
– Otro día- le digo.
– Otro día. No por favor, no abras las cortinas… estaba soñando cosas tan lindas- me dice y se queda inmóvil sin ganas de levantarse.
Ilustración: Ruperta McFly