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Para Lorena Uribe Velázquez, que me ayudó a crear a esta otra Lorena Uribe Velázquez.

Lorena no tiene miedo de decir hola en inglés perfecto; tiene miedo de decir adiós en español. Los asientos del aeropuerto no saben de otra cosa que no sea de nostalgia: están empapados de adioses y esperas infructuosas. La mañana fría acecha tras los cristales de la sala de espera; el céfiro y la oscuridad miran hacia adentro, miran a los que esperan abordar el avión; miran como los niños miran a los simios en el zoológico.  El té reposa entre las manos temblorosas de Lorena; el vaporcillo que sale del vaso de unicel parece la cortina tras la cual se cierra un presente y se abre un futuro.  Las luces allá afuera, como los pendientes de una viuda rica, brillan sin que nadie preste atención. En las pizarras electrónicas van apareciendo nombres de ciudades y países, entonces la gente entrecierra los ojos para ver mejor, miran como no creyendo: como jugar a la lotería en las ferias o con la familia. Londres, Inglaterra, 6:25. Lotería. Lorena se levanta a reclamar su premio: las alas de un avión que huye al invierno, como un pájaro suicida y sordo.  Y nadie en la sala de espera gritando desesperado para evitar que se vaya. Nadie en la oscuridad pidiendo que detengan el avión.

 

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Los salones de la universidad vacios; los pasillos que se alargan siempre que el final está cerca; un eco eterno que viene de un lugar igualmente inagotable; el cielo se rompe y nace el sol. Todo está vacío, como si nunca hubiera estado lleno; y de algún lugar que no es el cielo ni las paredes de humo, la alarma intermitente: ha terminado el turno onírico y toca el turno de la razón y la rutina. Cinco de la mañana.

 

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Bien. En realidad, si se mira bien y sin rencores, nadie está abandonando a nadie. Claro. El tiempo es una falla tectónica que corre de lado a lado de ese ecuador que separa la tristeza de los tiempos mejores.  Todo avanza siempre; hasta la quietud es un estado transitorio. El corazón es una Pangea que se va rompiendo poco a poco, hasta que quedan sentimientos inconexos, tan distantes entre sí, que es imposible creer que alguna vez fueron lo mismo. El amor es también una Pangea que se fractura poco a poco, y quedan el cariño, la pasión, los celos, los hubieras y la costumbre: patria donde ahora viviremos, construyéndonos refugios contra la distancia. Decirte hola me fue difícil porque sabía que te estaba diciendo adiós pero de otro modo, como semilla germinando. Pero no, esto no tiene cabida ahora, deja de mirarme que me están dando ganas de arrepentirme.
Entonces, no estás triste porque me voy un par de años, para nada, bien, sabía que entenderías, claro por qué no habría de hacerlo, no sé por un momento lo pensé, cómo crees….  

 

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¿Cómo vas a reconocer, si es que se puede, cuando acabe un país y empiece otro? ¿Cómo harás para saber que estás dejando México y entrando a Inglaterra? En el cielo no se pueden construir murallas. ¿Ahora entiendes? Desde arriba todas las naciones son iguales; la única frontera que en verdad existe es la que divide al suelo firme y los océanos. Todas las otras fronteras que se inventan los humanos, todas, son rencores y ceguera. El avión va a gatear por el cielo, y por la ventanilla, tras una cortina de vapor –como el té insípido que se sirve en los velorios y los aeropuertos (los  únicos lugares donde despedirse es cotidiano)- nada cambiará, al menos no mucho. Las únicas líneas divisorias entre una nación y otra, son los bailes y los cantos, la lengua y las miradas: la forma de apreciar la vida. Pero desde el cielo no podrás verlas, simplemente no podrás. Es un vuelo de más de 8 horas, exactamente el tiempo que tu madre dijo que tardaste en nacer: sí, con razón la sala de espera del aeropuerto te pareció como la de un hospital.  Un segundo nacimiento. O un tercero. O un cuarto. Reconócelo: ya perdiste la cuenta de cuántas veces has jurado que volvías a nacer.

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Una lengua es una forma de entender al mundo y expresarlo: a través de ella nos comunicamos, dejamos huella en los demás, y los demás nos dejan un poquito a nosotros. Esta lengua extranjera que ahora harás tuya, esta lengua visceral –porque pone los adjetivos antes siquiera de las personas o las cosas- es un nuevo modo de entender el mundo. Hablarás en ella- y a través de ella- día y noche; quién sabe, quizás hasta sueñes en esa nueva lengua.  Descender del avión es lo más difícil de los viajes: se comprende que aquello va en serio. Y escuchas un saludo fraternal de quien te espera “hello”. Es la primera vez que lo oyes así, que te causa un algo que no sabes describir: has usado ese saludo, y lo has oído, acaso más de un millón de veces, pero nunca así. Es como ver a un ave hermosa en su hábitat natural, verla libre, no tras la jaula de un salón o unas fronteras en español. Y comprendes que no viste las fronteras desde el cielo, pero las traes impregnadas al cuerpo.

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No hay una gramática del alma, eso se sabe. Pero ella no sabía que, al parecer, sí existe una sintaxis del adiós. Primero se despide del cuerpo de la otra persona, luego de su mirada, posteriormente deben irse los malos recuerdos- aunque eso, raras veces si no es que ninguna, sucede- después los planes en conjunto y al final, aunque casi nunca pasa, se despide de las buenas cosas. Listo, ya no hay un futuro, ya no hay un nosotros.
Dijiste que no te molestaba, bueno pues te mentí, ya lo veo no hay que ser adivino para ello, pues ya despídete de una vez y se acabó, pues ya te despediste tú, adiós, adiós.
Pero no hay despedidas sin errores: casi siempre se olvida omitir el orgullo, y vienen los errores de comunicación.

 

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-¿El mes que viene? ¿Tan pronto?

-Así es…yo no escogí…

-Me alegro, es lo que querías… ¿verdad?

-Sí…

-¿Y entonces por qué…?

-…

-Ah, lo piensas por…

-No digas nada.

-No dije nada…nada de nada

 

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“No siempre hay una traducción literal de una lengua a otra. Hay matices, recovecos, zonas de la lengua, que no tienen equivalente en la otra lengua. Entonces, la labor del traductor es (si bien es imposible saber todas las palabras y todos los matices) esforzarse por encontrar un equivalente en su propia lengua, uno que satisfaga las necesidades comunicativas”. O algo así. Cierto: el cielo de Londres no tiene un equivalente al de México, no pueden compararse, no son iguales ni parecidos. Pero tendrá que cubrir las necesidades, al menos hasta que inventen otro cielo o se negocie el significado con la vida. El cielo tampoco tiene una sintaxis: las nubes nunca vuelven al mismo lugar.

 

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INICIO: MENÚ: MENSAJES: BANDEJA DE ENTRADA: Suerte, amiga¡¡ te extrañaremos :); El vuelo sale antes de las siete, al rato que tu papá llegue le voy a decir que confirme bien la hora; adiós, hermanita, llévate mucha ropa para el frío; ¿Ya no te habló después que discutieron? Mmm, huele a que alguien se va a quedar triste y sin ti…allá él. Te quiero, amiga; Adiós, primita: no te olvides que eres mexicana;  Que te vaya bien en tu nueva vida, lo digo sinceramente ¿ELIMINAR MENSAJE? MENSAJE BORRADO.

 

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Si es el mismo mundo, si es el mismo aire, si es el mismo sol y hasta la misma contaminación en ambos países, ¿por qué de repente aquí te quema y lastima el aire? Es como la terrible sensación de llegar tarde a la escuela, el día de la exposición, y notar, uno o dos minutos antes de comenzar la clase, que has olvidado el material para la exposición. ¿Qué se te olvidó allá? ¿Qué cosas que no puedas comprar aquí, que no puedas formar aquí, que no puedas pedirle por correo a tu familia o a un amigo? Oh, cierto, lo olvidaba. Y tú también finges que lo olvidas. Tu pecho es un diccionario bilingüe, pero no hallas eso que buscas porque empieza con otra letra, no con la que te imaginas. Tus latidos de nervios antes de empezar tu primer día en la universidad, esta nueva universidad, son cognados de esos otros latidos, los que no quieres sentir.  Me callo, está bien.

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Lorena Uribe Velázquez, cuya clave de población reza algo como “Lourve”, anda por las calles inhalando aire frío. En Francia, cree recordar, hay un museo llamado “Louvre”; se parecen las palabras, pero no son la misma. Lorena también es un museo, uno que anda por las calles. Tiene tantas cosas en la mente, y colgándole de esas vitrinas que tiene por ojos, que su andar es lento, cauteloso: no quiere romper los recuerdos que guarda en el pecho. Son patrimonio de su humanidad. Guarda en el ala sur los sabores que ya no ha paladeado; en el ala norte hay caricias herrumbrosas; el ala principal ostenta un nombre que no quiere pronunciar, el recuerdo más delicado. Y bajo cada recuerdo (y cada recuerdo es como una bola de nieve llena de cristal) hay una plaquita con información de ese recuerdo. Dice en el ala principal: Marzo 22 de 2008, ¿hola, cómo estás? ¿Tú también vienes a la función de danza?  Qué bien, perdón, qué grosero, no me he presentado, me llamo…  Alguien, algún vándalo, tachó el nombre. Pero el recuerdo sigue igual. Las calles son heladas, y Lorena anda con cuidado: hay cosas dentro de uno que, una vez rotas, jamás vuelven a soldar igual.

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Los salones de la universidad está vacios, el cielo es un río revuelto; un cardumen de nubes avanza contracorriente. Hace frío, y el aliento de Lorena se congela frente a su boca. De niña jugaba con su aliento congelado, decía que fumaba. Ahora juega, a veces, que el humo de su cigarro es aliento congelado: fuma más desde que llegó.  En un cuento que leyó cuando niña, un deshollinador, llamado Sam, limpiaba las chimeneas de todo Londres; siente un peso en el pecho, y no sabe si llamar a Sam o llamar a México. Cruel es el destino a veces: piensa que la solución sería llamar a Samuel, en México. Pero no puede: ambos prometieron no hacerlo. Suena la chicharra: siempre una alarma escandalosa despedaza el mundo onírico. El murmullo de los alumnos, antes de entrar a sus salones, se pronuncia igual en México y en Inglaterra.

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La ventana, plagada de luces navideñas, era como un panal en llamas. Los regalos bajo el árbol eran frutos multicolor, de formas angulosas; las cosechas de diciembre siempre son las más benevolentes. La familia reunida. Lorena recuerda, al ver esa foto que le envió su madre por correo electrónico, que hacía frío, pero no tanto como en su nueva tierra. Extraña esos tiempos de niñez. Quizás, si estuviera en México, no lloraría.

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El tiempo avanza, aunque no se quiera. Es lo único que el frío no congela. Ya va un año. Lorena escribe a sus amigos en México, claro, cuando queda tiempo: el trabajo y el estudio no dejan muchos ratos libres. Pero en esos momentos, en esas cuarteaduras que tiene la rutina, ella escapa hacia ese lugar que no era tan frío, que no era tan solitario. Y no es que no haya gente en su nueva tierra: lo solitario se lleva en la sangre. Ya reconoce las calles, sabe llegar a casa y a la escuela sin preguntar dónde está. La lengua nunca fue una barrera. Pero aún no habla esa otra lengua, esa que no tiene traductores ni diccionarios: la lengua de la añoranza. Sigue sin saber decir que extraña, sigue sin saber decir muchas cosas. Las únicas que la conocen bien son las calles de esa ciudad enorme. Y a veces caen pétalos de nieve, como en las bolas de cristal.

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Una vez alguien dijo que el corazón es como un vaso: se va llenando de cosas, hasta que un día se desborda. Pero Lorena piensa que es una analogía inconclusa, insuficiente: el corazón es, si acaso, como una alacena, donde se guardan varios vasos que se van llenando de cosas. El vaso de la familia, el vaso del erotismo, el vaso del rencor, el vaso de la nostalgia, el vaso de esto, el vaso de aquello; Lorena siente que algo se desborda en su pecho, debe ser el vaso de la tristeza que ya se ha colmado. Pero, ¿qué queda hasta abajo? Una vez que se ha vaciado ese vaso, increíblemente, no siempre queda soledad en el fondo, puede quedar algo más. Una melodía anda suelta por las calles, llega hasta sus oídos de alguna parte que no logra precisar y, como si fuera un río, la lleva hasta un lugar que apenas recordaba: un jardín donde paseaba con sus padres. Entonces llora, no por recordar ese jardín –que quizás nunca existió- sino porque ya no siente soledad. Llora porque ya no duele tanto estar lejos de casa, llora porque cada día que pasa le pone un tabique más a su hogar (las casas son de piedra y pueden derrumbarse con el aire; un hogar es como un barco en el pecho que a veces desembarca y se instala en el lugar menos esperado). Llora porque ya no tiene ganas de llorar, pero lo hace. Y es un llanto limpio, por donde corren, como pececillos, las notas de esa melodía que sigue sin saber de dónde viene y que, por cierto, nunca había escuchado.

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-¿Y entonces qué sería si nunca lo hubieras conocido?

-No lo sé, seguro que esto no, porque cada acto es una bifurcación en el camino, y a veces no es posible volver al camino original.

-¿Porque no es sano?

-Porque no es posible. Estar vivo es como viajar en un caballo al que le han amarrado, por detrás, unas ramas que van borrando las huellas; esas ramas son el tiempo. Así que no es que no se quiera o no se deba: simplemente no se puede volver atrás en la vida.

Lorena se lleva la taza de café a los labios y mira por la ventana del restaurante; piensa que es trivial esa escena, pero se ha equivocado de adjetivo: no es trivial. Es, si acaso, común; como una película francesa, donde todo parece en realidad no pasar. El hombre frente a ella mira la ciudad reflejada en los ojos de Lorena, como esos pequeños cuadros miniatura. Los ojos siempre serán el oleo más perfecto, más limpio para pintar.

-Entonces no lo extrañas…

-Ya no, pero tampoco lo he olvidado –Lorena vuelve a mirar hacia afuera: un par de niños caminan solos por la calle, agarrados de la mano, un poco entumidos de frío y un poco entumidos de incertidumbre: quizás están perdidos- es una nueva sensación que nunca había conocido.

-¿Y cómo se llama? La sensación, quiero decir.

-Estar viva.

Ambos callan, pero no es un silencio incómodo. Luego, como si nada fuera real, Lorena se levanta y le extiende una sonrisa al hombre, va a sacar dinero para pagar pero él dice que no. Ella vuelve a sonreír y sale. Antes de cruzar la calle, voltea a darle una última sonrisa al hombre, quien contesta de la misma forma. A veces, piensa Lorena, no es necesario conocer a alguien para saber que siempre será un gran amigo y que su presencia en la vida, si bien fugaz, será indeleble. Ni siquiera se preguntaron el nombre, sólo conversaron como si nada. Tal vez, ambos, necesitaban exprimir esa pequeña herida que llevaban en el habla.

 

 

 

 

***

 

Algo en ti se está rompiendo, Lorena, algo que no sabes si duele. Se está abriendo poco a poco, como el cielo cuando se abre porque el sol va a eclosionar. Ese algo está abriéndose como un puño, como una fruta. Dentro de ti se está regando ese algo que nace de lo que se rompió, como si un trozo de hielo se estuviera derritiendo. No sabes qué es, pero de pronto ves a todos en el salón como algo nuevo, como si de repente hubieras despertado de un sueño. Es como sentir que despiertas de un sueño, pero al despertar todo es idéntico al sueño y eso confunde; es, de alguna forma, diferente, aunque nadie cambie. Como si alguien, mientras dormías, se hubiera robado un trozo de tu sueño y lo hubiera sustituido por otro que, aunque se parece, no es igual. ¿Qué es? De pronto entiendes: fue como si hubieras vuelto a nacer. Recuerda, ¿cuántas veces habías jurado que volvías a nacer? Y es esa sensación, sólo que ahora renaces de ti misma, como los montes que se incendian y reverdecen; como la luz que renace de sí misma; como el tiempo que también brota de su propio cuerpo  sin materia. Has renacido, de algún modo que desconoces, pero has renacido. Entonces ahora crees lo que alguien te dijo una vez: siempre nos estamos muriendo, pero algunos no renacen. Ahora lo juras con más vehemencia: has vuelto a nacer. Y todo lo que está atrás parece un sueño, aunque no lo sea. Se te ha desbordado uno de esos vasos. Y ahora me oyes, me oyes con claridad, aunque siempre me habías visto en los lagos y en las fotos familiares, incluso en los espejos.

 

***

 

 

Lorena, sentada en una banca frente a la universidad, mira pasar el tiempo entre los árboles. La gente pasa por ahí con gesto apurado: una ligera lluvia está pintando de humedad las calles. Los autos avanzan en armonía, como si aquello hubiese sido planeado desde años atrás, como si la vida fuera una obra que se ha ensayado hasta el cansancio. Son apenas las tres de la tarde, pero hay un poco de oscuridad en el cielo. Camina hacia un parque cercano, se sienta a mirar las aves que cruzan el cielo: a lo lejos parecen pequeños delfines que atraviesan el océano revuelto. Lorena cree escuchar una melodía en el aire, pero en realidad donde suena es en su cabeza. Tiene labores pendientes, cosas de escuela que sabe tiene que hacer, pero algo la detiene allí en el parque. Se encierra en sí misma y presta atención a su respiración: tiene una voz que nunca se había detenido a escuchar, y es como escuchar el mar en una caracola. No sabe si el acento de su aire ha cambiado como el acento de su voz, porque nunca se había detenido a escucharla: estaba llena de otras voces, de otros gritos y otras respiraciones. A veces la compañía es ruidosa, no deja escuchar la sinfonía que la propia sangre toca. Lorena va visitando las salas, sus propias salas: sigue siendo un museo, pero ahora es uno claro, ventilado, limpio. Hay salas que tenía años sin visitar, y otras que ni siquiera sabía que existían. Va paso a paso, al ritmo de sus latidos, tocando cuidadosamente sus recuerdos. No omite nada: la familia, Samuel, los amigos, la escuela, el mundo, la playa, las vacaciones; todo. Y aunque la noche la rodea por fuera, por dentro Lorena avanza paso a paso por su sangre y pecho, deleitándose en la armonía de su soledad, que es todo menos solitaria. Ella misma es una nueva lengua que ha aprendido a hablar, una lengua donde ella es sujeto, verbo y predicado de su propio todo;  una lengua donde todas esas cosas que nunca supo cómo decir, ahora son claras, naturales.

Y el invierno envuelve todo.

Ilustración: Kvachi