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Introducción

«Algunos films son trozos de vida, los míos son trozos de pastel»

Alfred Hitchcock

Todo comenzó con una caída al agua.

Durante el invierno de 1955, Alfred Hitchcock vino a trabajar a Joinville, en el Studio Saint-Maurice, para la post-sincronización de To Catch a Thief (Atrapa a un ladrón), cuyos exteriores había rodado en la Costa Azul.

Mi amigo Claude Chabrol y yo decidimos entrevistarle para les Cahiers au cinéma. Nos habían prestado un magnetófono a fin de grabar esa entrevista, que deseábamos extensa, precisa y fiel.

Estaba bastante oscuro en el auditorio donde trabajaba Hitchcock, mientras sobre la pantalla desfilaban sin cesar, en bucle, las imágenes de una corta escena del film mostrando a Cary Grant y Brigitte Auber, que pilotaban una canoa automóvil. En la oscuridad, Chabrol y yo nos presentamos a Alfred Hitchcock, quién nos rogó que le esperásemos en el bar del estudio, al otro extremo del patio. Salimos, cegados por la luz del día y comentando con entusiasmo de verdaderos fanáticos del cine las imágenes hitchcockianas cuyas primicias acabábamos de contemplar, y nos dirigimos, todo recto, hacia el bar, que se encontraba a unos quince metros enfrente de nosotros.

Sin darnos cuenta, cruzamos a la vez el delgado reborde de un gran estanque helado cuya superficie ofrecía el mismo color grisáceo que el asfalto del patio. El hielo crujió y pronto nos encontramos metidos hasta el pecho en el agua, como dos tontos. Pregunté a Chabrol: «¿Y el magnetófono?» El levantó lentamente su brazo izquierdo y el aparato emergió del agua, chorreando lastimosamente.

Como en un film de Hitchcock, la situación carecía de salida: el suelo del estanque estaba suavemente inclinado y era imposible alcanzar el borde sin deslizamos de nuevo.

Necesitamos la mano auxiliadora de alguien que pasara por allí para ayudarnos a salir. Por fin lo logramos, y una encargada del vestuario que según creíamos, se compadecía de nosotros, nos condujo hacia un camerino para que pudiésemos desvestirnos y secar nuestras ropas. Pero por el camino nos preguntó: «¡Pobres muchachos!, ¿ustedes son figurantes de Rififi chez les hommes (Rififi)? —No señora, somos periodistas. —¡Ah, en ese caso no puedo ocuparme de ustedes!»

Y así fue, tiritando de frío en nuestros trajes aún empapados, como nos presentamos de nuevo ante Alfred Hitchcock algunos minutos más tarde. Nos miró sin hacer comentarios sobre nuestro estado y tuvo la bondad de proponernos una nueva cita en el hotel Plaza Athénée para aquella misma noche.

Al año siguiente, cuando volvió a París, nos reconoció inmediatamente a Chabrol y a mí en medio de un grupo de periodistas parisinos y nos dijo: «Señores, pienso en ustedes dos siempre que veo entrechocar los cubitos de hielo en un vaso de whisky.»
Años después supe que Alfred Hitchcock había embellecido el incidente, enriqueciéndolo con un final a su estilo. Según la versión hitchcock, tal y como la contaba a sus amistades de Hollywood, cuando nos presentamos ante él, tras nuestra caída al estanque, Chabrol iba vestido de cura y yo de agente de policía.

Si diez años después de este primer contacto acuático me ha venido el imperioso deseo de interrogar a Alfred Hitchcock, de la misma manera que Edipo consultaba al Oráculo, es porque en este tiempo mis propias experiencias como realizador de films me han hecho apreciar cada vez más la importancia de su contribución al ejercicio de la puesta en escena.

Cuando se observa atentamente la carrera de Hitchcock, desde sus películas mudas inglesas hasta sus películas en color de Hollywood, se encuentra la respuesta a algunas de las preguntas que todo cineasta debe plantearse; la primera y principal es: ¿Cómo expresarse de una forma puramente visual?

 

The Thirty-nine Steps

No filmo nunca un trozo de vida porque esto la gente puede encontrarlo muy bien en su casa o en la calle o incluso delante de la puerta del cine.

–Alfred Hitchcock

Francois Truffaut: Después del éxito de El hombre que sabía demasiado, supongo que usted ya era bastante libre para escoger sus temas y optó por The Thirty-nine Steps (Treinta y nueve escalones). Es la historia de un joven canadiense que huye de Londres para llegar a Escocia, a fin de encontrar las huellas de los espías que han apuñalado a una mujer en su propio apartamento. Sospechoso de asesinato ante la policía, y acosado por los espías, atraviesa mil emboscadas, pero todo acaba bien. Es un guión sacado de una novela de John Buchan, escritor al que usted admira, según creo.

 

Alfred Hitchcock: Efectivamente, puedo decir que he sido muy influido por Buchan, mucho antes de hacer Treinta y nueve escalones. El espíritu de El hombre que sabía demasiado le debe algo. Escribió un gran libro que nunca se ha rodado que se llama Greenmantle en inglés y Le Manteau vert en francés[11]. Es una novela inspirada probablemente por el curiosísimo personaje de Lawrence de Arabia.

Lo que me gusta de Buchan es algo profundamente británico, lo que nosotros llamamos «understatement», que es la subvaloración, la subdeclaración, la subestimación. «Understatement» es la presentación en tono ligero de acontecimientos muy dramáticos.

 

F.T. ¿Es el tono de The Trouble with Harry?

 

A.H. Exactamente. El «understatement» es muy importante para mí.

Escribí el guión en colaboración con Charles Bennett, pero me acuerdo de que en aquella época experimenté con un método que consistía en escribir el film hasta en sus menores detalles, pero sin poner una sola frase del diálogo.

Lo veía como un film de episodios y estaba en bien formado. En cuanto estaba redactado un episodio decía: «Aquí nos hace falta un texto muy bueno». Deseaba que el contenido de cada escena fuese muy sólido y que constituyera un pequeño film.

A pesar de mi admiración por John Buchan, hay muchas cosas en la película que no están en el libro; por ejemplo, la escena de la noche que Robert Donat pasa con el granjero y su mujer me la inspiró una historia licenciosa muy antigua. Se trata de un granjero boer del África del Sur, terriblemente austero, con una enorme barba negra, que tiene una mujer joven, insatisfecha y sedienta de sexo. El día del aniversario de su marido, ha matado un pollo y ha hecho una tarta con él. Es una noche muy tormentosa y espera que esta tarta sea una buena sorpresa para su marido. En lugar de esto, el marido, enfurecido, le reprocha que haya matado un pollo sin su permiso. Triste noche de aniversario.

Alguien llama a la puerta; es un guapo extranjero que se ha extraviado. La granjera le hace sentarse y le ofrece comida. El granjero le impide que coma demasiado y dice: «Cuidado, esto debe alimentarnos el resto de la semana».
La chica empieza a devorar con los ojos al extranjero y se pregunta: «¿Cómo podría acostarme con él?» El marido quiere acostar al extranjero en la caseta del perro.

La mujer se opone y, finalmente, se acuestan los tres en la cama grande. El granjero duerme en medio. La mujer haría cualquier cosa para librarse del marido. En cierto momento oye un ruido, despierta a su marido y le dice: «Creo que las gallinas se han escapado». Entonces el marido se levanta, se le oye andar por el patio. La mujer sacude al extranjero y le dice: «De prisa, de prisa, ven, ahora es el momento». El extranjero se levanta rápidamente y… se acaba la tarta de pollo.

 

F.T. Es divertido, pero prefiero la escena tal como está en la película; por su ambiente, hace pensar mucho en Murnau, probablemente por las caras, por el decorado y también porque los personajes en este momento están realmente ligados a la tierra y a la religión; es una escena bastante corta y sin embargo los personajes tienen una existencia muy fuerte. El momento de la oración es excelente; el marido bendice la mesa con fervor y durante este tiempo Robert Donat advierte el periódico que está encima de la mesa y ve su foto reproducida en él; levanta la cabeza hacia la granjera, la granjera ve el periódico, después la foto y levanta la cabeza hacia Donat; sus miradas se cruzan; Donat ve que ella ha comprendido que lo buscan; ella le dirige una severa mirada, él responde con una mirada suplicante y, justo en este momento, el granjero sorprende su cambio de miradas y cree en un principio de complicidad amorosa entre ellos.

Entonces sale de la habitación para espiarlos desde la ventana. Es un momento muy bello de cine mudo y los personajes son admirables; inmediatamente se ve que el marido es un personaje hosco, avaro, celoso e increíblemente puritano. Gracias a esto más tarde se salvará Robert Donat, porque la mujer le da el abrigo del granjero y una bala de revólver se alojará en la Biblia que estaba en el bolsillo interior de este abrigo.

 

A.H. Sí, era una buena escena. Otro personaje interesante era el de Mister Memory. La idea me la dio un artista que vi en el «music-hall». Se llamaba Datas (precisamente por las fechas). El público le hacía preguntas sobre acontecimientos y daba la fecha exacta: «¿Cuándo se hundió el Titanic?; y había preguntas muy maliciosas, preguntas trucadas hechas por un compadre; una de estas preguntas era: «¿Cuándo cayó el Viernes Santo en martes?», y la respuesta era: «El Viernes Santo es un caballo que corría en Wolverhampton y cayó por primera vez en un obstáculo el martes 22 de junio de 1864».

 

F.T. Sí, Mister Memory era también un excelente personaje y me gusta mucho su muerte. En realidad, muere literalmente por conciencia profesional; en el «music-hall» Robert Donat le pregunta: «¿Qué son los Treinta y nueve escalones?», y él no puede negarse a responder todo lo que sabe: «Es una sociedad de espionaje, etc.». Y naturalmente, el jefe de los espías, que estaba en un palco, lo mata de un disparo. Es una cosa que se encuentra a menudo en sus films y que es extraordinariamente satisfactoria para el espíritu: un personaje cuya caracterización se lleva hasta el final, hasta la muerte, con una lógica imperturbable que hace de la muerte algo literalmente ridículo y grandioso a la vez, cuando las cosas de pintorescas se van tornando patéticas.

 

A.H. Esto me gusta mucho, y también la idea del deber. Mister Memory sabe qué son los Treinta y Nueve Escalones, se le hace una pregunta y debe responder. Por la misma razón, hice morir a la maestra en The Birds (Los pájaros).

 

F.T. Volví a ver recientemente Treinta y nueve escalones en Bruselas, y de vuelta a París fui a ver el «remake » que hizo en Londres Ralph Thomas, con Kenneth Moore. Era bastante ridículo y muy mal realizado, pero el guión es tan bueno que el público, a pesar de ello, se interesaba.
En algunos momentos, la planificación del «remake» seguía exactamente la suya, siempre en peor, y cuando había un cambio, era generalmente un contrasentido. Por ejemplo, al principio del film, cuando Robert Donat está encerrado en el apartamento en el que ha sido apuñalada la mujer, ve por la ventana a dos espías que se pasean por la acera. Usted filmó a los dos espías desde el punto de vista de Robert Donat, con la cámara en el apartamento y los espías en la acera, bastante lejos de nosotros. En el «remake», Ralph Thomas ha insertado durante la escena dos o tres planos cercanos de los dos espías en la calle y por ello la escena pierde eficacia: nos familiarizamos con los dos espías y dejamos de sentir miedo por el protagonista.

 

A.H. Es realmente lamentable; hacer esto es no saber lo que se hace, porque es evidente que no se debe cambiar de punto de vista en una situación como ésta, es rigurosamente imposible.

 

F.T. Viendo de nuevo su versión de Treinta y nueve escalones me he dado cuenta de que, más o menos por esta época, empezó usted a maltratar sus guiones, quiero decir a no tener en cuenta la verosimilitud de la intriga o, en todo caso, a sacrificar constantemente la verosimilitud en beneficio de la emoción pura.

 

A.H. Sí, estoy de acuerdo.

 

F.T. Por ejemplo, cuando Robert Donat deja Londres y sube al tren, sólo encuentra cosas inquietantes o, si se prefiere, interpreta la realidad en este sentido; cree que los dos viajeros que están sentados frente a él en el compartimento le vigilan desde detrás del periódico; cuando el tren se para en una estación, se ven policías por la ventana, rígidos como postes, que miran derecho al objetivo.
Todo es signo de peligro, todo es amenaza, con una voluntad que señala realmente un paso hacia la estilización americana.

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A.H. Sí. Entramos en un período en el que la atención por el detalle es mayor que antes. Constantemente me decía: hay que llenar el tapiz aquí, hay que completar el tapiz allá.
Lo que me gusta de Treinta y nueve escalones es lo súbito de las transiciones. Robert Donat ha ido por su propia cuenta a la comisaría para denunciar al hombre del dedo amputado y contar cómo escapó de la muerte gracias a la bala de revólver alojada en la Biblia; pero no le creen y le ponen las esposas; no se sabe cómo saldrá de ello. La cámara pasa a la calle y se ve saltar a Donat a través de la ventana que se rompe en mil pedazos. Inmediatamente, se cruza con un grupo de músicos del Ejército de Salvación y se mezcla con ellos. Después, se dirige a un callejón sin salida y le agarran en un corredor. «Gracias a Dios, ha llegado nuestro conferenciante», dicen, y le empujan a una tarima donde tiene que improvisar un discurso electoral.
La chica a la que había besado en el tren, y que le había denunciado ya una vez, surge con dos tipos para Llevarle en coche a la comisaría, pero, en realidad, si se acuerda usted, son dos falsos policías y Donat, ligado a la chica por las esposas, escapará con ella aprovechando la aglomeración producida por un rebaño de ovejas. Van a pasar una noche en el hotel, todavía atados por las esposas, y esto sigue…
Lo asombroso es la rapidez de las transiciones. Hay que trabajar mucho para llegar a ello, pero vale la pena. Hay que emplear una idea tras otra, sacrificándolo todo a la rapidez.

F.T. Este tipo de cine tiende a suprimir las escenas utilitarias para conservar sólo las agradables de rodar y agradables de ver. Es un cine que satisface mucho al público y que irrita a menudo a los críticos. Mientras ven la película o después de haberla visto, analizan el guión y naturalmente el guión no resiste al análisis lógico. A menudo juzgan como debilidades cosas que constituyen el principio mismo de esta forma de cine, empezando por una desenvoltura total con respecto a la verosimilitud.

A.H. La verosimilitud no me interesa. Es lo más fácil de hacer. En The Birds hay esa larga escena del bar en la que la gente habla de los pájaros. Entre esta gente, hay una mujer con una boina en la cabeza, que es precisamente una especialista en pájaros, una ornitóloga. Está ahí por pura coincidencia. Naturalmente, habría podido rodar tres escenas para hacerla llegar de forma verosímil, pero estas escenas no tendrían ningún interés.

F.T. Y constituirían una pérdida de tiempo para el público.

A.H. No sólo una pérdida de tiempo, sino que serían como agujeros en la película, agujeros o manchas. Seamos lógicos: si se quiere analizarlo todo y construirlo todo en términos de plausibilidad y de verosimilitud, ningún guión de ficción resistiría este análisis y sólo se podría hacer una cosa: documentales.

«El límite de lo verosímil es el documental. Por lo demás, las únicas películas que ponen de acuerdo a la crítica mundial son, en general, documentales».

–Francois Truffaut

F.T. Exacto. El límite de lo verosímil es el documental. Por lo demás, las únicas películas que ponen de acuerdo a la crítica mundial son, en general, documentales como La isla desnuda, donde el artista pone su trabajo pero nada que provenga de su imaginación.

A.H. Pedir a un hombre que cuenta historias que tome en consideración la verosimilitud me parece tan ridículo como pedir a un pintor figurativo que represente las cosas con exactitud. ¿Cuál es el colmo de la pintura figurativa? Es la fotografía en color, ¿no? ¿Está usted de acuerdo? Hay una gran diferencia entre la creación de un film y la de un documental. En un documental. Dios es el director, el que ha creado el material de base. En el film de acción, es el director quien es un dios, quien debe crear la vida. Para hacer un film, hay que yuxtaponer montones de impresiones, montones de expresiones, montones de puntos de vista y, con tal de que nada sea monótono, deberíamos disponer de una libertad total. Un crítico que me habla de verosimilitud es un tipo sin imaginación.

F.T. Observe que, por definición, los críticos no tienen imaginación y es normal. Un crítico demasiado imaginativo ya no podría ser objetivo. Precisamente esta ausencia de imaginación es lo que les hace preferir las obras muy sobrias, muy desnudas, las que les dan la sensación de que podrían ser casi sus autores. Por ejemplo, un crítico puede creerse capaz de escribir el guión de Ladrón de bicicletas, pero no el de Con la muerte en los talones y, forzosamente, llega a la conclusión de que Ladrón de bicicletas tiene todos los méritos y Con la muerte en los talones no tiene ninguno.

A.H. Precisamente cita usted Con la muerte en los talones; la crítica del «New Yorker» decía que era una película «inconscientemente divertida». Sin embargo, cuando rodaba Con la muerte en los talones era una enorme broma; cuando Cary Grant está en los montes Rushmore, yo quería que se refugiara en las fosas nasales de Lincoln y que allí se pusiera a estornudar violentamente; habría sido divertido, ¿eh? Pero me doy cuenta de que hemos hablado muy mal de los críticos, ¿no? A propósito, ¿qué hacía usted cuando nos encontramos por primera vez?

F.T. ¡Bueno, era crítico de cine!

A.H. ¡Ya me parecía! No, mire, cuando un director está decepcionado de la crítica, cuando se da cuenta de que los críticos no se preocupan al examinar sus películas, ¡pues bien!, el único refugio que puede encontrar es la aclamación de la taquilla.
Ahora bien, si un director rueda sus películas exclusivamente para la taquilla, se deja arrastrar por la rutina y eso es malo. Me parece que los críticos son a menudo responsables de tal estado de cosas y pueden empujar a un hombre a tomar en consideración sólo la taquilla, ya que en ese momento puede decirse: «Me río de los críticos porque mis películas dan dinero».
En Hollywood hay un eslogan muy famoso: «Voy a decir a tal crítico que he leído su artículo y que he ido al banco llorando durante todo el camino». En algunos semanarios, se buscan deliberadamente críticos que puedan denigrar divirtiendo a los lectores. Hay una expresión en América para cuando una cosa es mala: «Sólo es bueno para los pájaros». Por tanto, sabía muy bien lo que me esperaba cuando el estreno de Los pájaros.

F.T. Napoleón decía: «La mejor defensa es el ataque». Usted podría haber desarmado a los críticos con un eslogan durante el lanzamiento de la película…

A.H. No, no. No merece la pena. Siempre me acuerdo que durante la última guerra yo estaba en Londres y había sido estrenada una película que se llamaba «Viejas amistades», de John Van Druten, con Bette Davis y Claude Rains. Los críticos de dos periódicos del domingo, de Londres, terminaron sus artículos con la misma frase, y ¿cuál cree usted que era? «Las viejas amistades deberían olvidarse». No habían podido resistir a la tentación del juego de palabras, aunque el film fuese muy bueno…

F.T. Lo he observado en Francia con todas las películas cuyo título acaba en «la nuit» (la noche): Les Portes de la nuit, Marguerite de la nuit, etc., se convierten en «Les Portes de l’ennui», «Marguerite de l’ennui»… Se hace siempre el juego de palabras con «l’ennui» (el aburrimiento), incluso si la película es divertida… Me gusta mucho su eslogan: «Algunos films son trozos de vida, los míos son trozos de pastel».

A.H. No filmo nunca un trozo de vida porque esto la gente puede encontrarlo muy bien en su casa o en la calle o incluso delante de la puerta del cine. No tiene necesidad de pagar para ver un trozo de vida. Por otra parte, rechazo también los productos de pura fantasía, porque es importante que el público pueda reconocerse en los personajes. Rodar películas, para mí, quiere decir en primer lugar y ante todo contar una historia. Esta historia puede ser inverosímil, pero no debe ser jamás banal. Es preferible que sea dramática y humana. El drama es una vida de la que se han eliminado los momentos aburridos. Luego, entra en juego la técnica y aquí soy enemigo del virtuosismo. Hay que sumar la técnica a la acción. No se trata de colocar la cámara en un ángulo que provoque el entusiasmo del operador. La única cuestión que me planteo es la de saber si el emplazamiento de la cámara en tal o cual sitio dará su fuerza máxima a la escena. La belleza de las imágenes, la belleza de los movimientos, el ritmo, los efectos, todo debe someterse y sacrificarse a la acción.