chapter_and_verse_randy_mora

1

La calle que hoy —año 2011— se llama Scalabrini Ortiz, y que en otras épocas se llamó Canning, se ubica en ambos extremos de mi vida.

En la primavera de 1951 arribé a este mundo a través del reducido fragmento de él que constituye la cuadra de Canning limitada por las de Padilla y Camargo. Mi niñez transcurrió en una casa de habitaciones sucesivas, comunicadas entre sí y sin ventanas, y cuyas puertas enfrentaban una estrecha lonja de tierra donde crecían calas y helechos: esta casa era enorme, de diseño insensato, álgida en invierno, tórrida en verano y terriblemente incómoda.

Por una suerte de fatalidad histórico-geográfica, fui experimentando, según corrían los años hacia el día de hoy, diversos grados de decreciente interés por las campañas futbolísticas del Club Atlético Atlanta: en nuestro barrio este humilde conjunto contaba con tantos o más prosélitos que los poderosos River y Boca.

De mi padre era bastante amigo don Santiago Fischbein —fallecido hará hoy unos cuarenta y cinco años—. Dejaron de frecuentarse cuando don Santiago —hombre aficionado a lecturas intrincadas— se estableció con una librería en la calle Talcahuano; fue también amigo de Jorge Luis Borges, hasta el punto de confiarle un delicado episodio personal que el admirable escritor convirtió, mucho más tarde, en el cuento “El indigno”. A mí me gustaban las visitas de don Santiago, enriquecidas invariablemente con el regalo de algún libro de aventuras, y solo guardo de él buenos recuerdos.

alguna vez pensé que algún demiurgo menor lo habría creado con el solo objeto de que estropeara mis juegos, mis estudios, mis afectos: toda mi vida.

Solo pésimos recuerdos guardo, en cambio, del abominable Urbano Negrotti. A causa de la amistad que “cultivaban” mi madre y la de Negrotti, me vi obligado a compartir con este muchas horas de mi vida. Han pasado años y años y, si bien ya no podría reconstruir con detalles tales episodios, conservo de ellos la invasora sensación —¿cómo diré?—, la invasora sensación de ominosa viscosidad que me producía Negrotti; alguna vez pensé que algún demiurgo menor lo habría creado con el solo objeto de que estropeara mis juegos, mis estudios, mis afectos: toda mi vida.

Urbano Negrotti poseía una perversidad multiforme e hiperimaginativa. Entre tantas modalidades posibles, prefería manifestar su estupidez a través del teléfono: gastaba bromas crueles e inadmisibles, y urdía barrocas tramas de intrigas cizañeras en que lograba convertir en encarnizados enemigos a personas hasta entonces mutuamente armónicas o directamente desconocidas. Más o menos a esta índole perteneció la estratagema con la que obtuvo que Elisa Della Torre me repudiara para siempre.

Otra de sus gracias consistió —estando yo en la facultad— en telefonear a mi madre “desde la oficina de hallazgos de la morgue judicial”, solicitando pasaran a reconocer el cadáver de un joven, atropellado por el colectivo 111 en Paraguay y Azcuénaga, joven de tales rasgos físicos, de tal edad, y en cuyas ropas se había encontrado la cédula de identidad número tal y tal, a nombre de tal ciudadano, etcétera, etcétera: estas señas se correspondían puntillosamente con las de mi persona.

Prefiero, por penosas, no describir las consecuencias de esta felonía ni el sinfín de graves trastornos que se desencadenaron luego en mi familia, entre ellos la prematura muerte de mi madre por paro cardíaco. Y, aunque él jamás reconoció haber tenido la menor intervención, esta tragicomedia —como tantas otras— llevaba la impronta inconfundible de Urbano Negrotti.

Yo creo que Urbano Negrotti no solo se hallaba gobernado por la maldad sino que además formaba parte de la categoría en la que la buena gente del pueblo incluye a los hombres completamente locos. Al respecto, yo —por mi formación profesional— tengo el deber de ser menos contundente y más sutil; pero, en términos amplios de psicopatología, no es errada aquella opinión.

Ciertos morbos mentales no permiten a quienes los padecen insertarse razonablemente en el trabajo y en la generalidad de las actividades vitales. Incapaz de haber estudiado o de haberse establecido con comercio propio, Urbano Negrotti vegetó grisáceamente en subterráneas oficinas de un mínimo banco provincial. En algún momento absurdo, lo ascendieron a gerente de no sé qué; en algún momento lógico, lo despidieron. Ahora vive en un pequeño departamento; carece —aparentemente— de teléfono.

Como secuela del párrafo anterior, debo admitir que, a la distancia, nunca he dejado de ocuparme de Negrotti; de uno u otro modo, siempre me ingenié para conocer todas las peripecias de su vida. Algunas veces —en rigor, muchas veces— le he telefoneado a las tres o cuatro de la mañana para, con voz fingida, declarar, en algunas ocasiones, que llamaba con el exclusivo propósito de no hablar con el señor Urbano Negrotti; en otras, recriminarle su falta de solidaridad: que se hallara durmiendo plácidamente, mientras yo, “Gonzalo Álvaro Pérez Rodríguez de Ramírez Suárez”, sufría de insomnio; en otras, en fin, simulaba padecer una ligera confusión e insistía en hablar con el señor Suburbano Negronetti.

Al cabo de tantos años de vidas paralelas, creo, con razonable vanidad, que yo me he constituido en un ser muy importante en la vida de Negrotti. De lo contrario, resulta inexplicable que este sujeto se haya ocupado tan minuciosamente de mí, sin que yo tuviera el menor interés en él.

Con un llamado telefónico, Negrotti mató a mi madre; con otros, entorpeció de mil maneras mis estudios de medicina; con una serie encadenada, me malquistó para siempre con Elisa Della Torre.

Pero Negrotti representa el fracaso, y yo, el éxito.

Así es. Finalmente, yo alcancé el triunfo: si bien con alguna demora, me recibí de médico y, como psicoanalista, multipliqué traumas ajenos y billetes propios; aunque no con la bella Elisa Della Torre, me casé con una mujer hermosa —espiritualmente considerada— y tan psicoterapeuta como el que más: la renombrada Diana López Espinosa. Ahora me considero razonablemente autorrealizado y, por ende, relativamente feliz.

En cambio, Urbano Negrotti fracasó en todo. Su vida es una sucesión de imposibilidades: la de concluir alguna carrera universitaria, la de hacer fortuna, la de casarse, la de conservar un empleo, la de poseer teléfono.

(Urbano Negrotti no me interesa. No hablaré más de Urbano Negrotti.)

 

 

 

2

Lo cierto es que ahora, con notables diferencias, continúo viviendo en la calle Canning: en un quinto piso, amplio y bien amueblado, al que mis amigos califican de confortable, y mis enemigos, de ostentoso. En una esquina tengo a Beruti; en la otra, a Juncal.

Cerca de Juncal, en otro edificio ligeramente más modesto, despliego, desde 1984, mi consultorio. Allí los damnificados me pagan copiosamente a cambio del placer de hablar todo el tiempo de sí mismos.

Mi secretaria actual es la misma de hace un cuarto de siglo. Quiere la tradición que los profesionales y sus secretarias sean amantes. No es este el caso nuestro. Diversos atributos remiten a Josefina Cambasada a las comarcas del mundo marino: es rechoncha e hirsuta como una foca y dueña del magnetismo sexual propio de una merluza embalsamada. Se hace llamar Fina y, entonces, se acentúa la divergencia entre el delgado apelativo y el físico rotundo.

Ya dije que estamos en 2011. El episodio ocurrió una tarde muy fría de 1991 y supongo, con razones, que en julio o agosto.

Fina entreabrió la puerta que comunica mi consultorio con la salita donde ella atiende el teléfono y lee la revista Para Ti.

—Doctor, un señor desea hablar con usted.

Antes de que yo tuviera tiempo de contestarle, oí “Permiso, buenas tardes”, y estuvo ante mí un hombre desconocido.

Quizá debido a mi formación, al instante supe que ese hombre estaba allí para contaminar mi vida con algún trastorno mental, e hice un esfuerzo para no sentirme nervioso.

De por sí, era anormal que el desconocido se hubiese introducido en el consultorio casi por la fuerza. Lo más eficaz de mi parte sería ignorar esa anomalía y proceder como si todo transcurriera como de costumbre.

—Muy bien —dije—. Siéntese, por favor.

Con cierto dejo de humor, yo había aplicado denominaciones futbolísticas a ambos lados de mi escritorio. Al anverso —imaginariamente azul y amari­­llo—, frente al cual me sentaba yo para leer o escribir, y desde donde miraba la puerta de entrada, lo llamaba, ya local, ya Atlanta. El reverso —odiadas franjas negras, rojas, blancas— era conocido como visitante o Chacarita Juniors.

El hombre, pues, se sentó en la silla del abominable Chacarita, y en seguida esbozó el consabido gesto de dolor provocado por el choque de sus rodillas contra la tabla del escritorio; en efecto, este mueble no ha sido diseñado para recibir “visitantes”. Más de una vez pensé, apiadado, en la conveniencia de reemplazar dicho escritorio por otro cuya estructura permitiese la perpendicularidad del intruso. Sin embargo, siempre terminé por abstenerme de tal cambio, considerando la ventaja que la diferencia me confería sobre el enemigo.

Este, engendrando ya una contractura cervical, se ubicó, incomodísimo, con las piernas semiparalelas al escritorio, y pronunció estas palabras:

—Dígame, doctor, ¿usted está casado con mi hija?

Aunque semántica y sintácticamente sencillísima, esta frase resultaba tan increíble, que no pude entenderla. O, mejor dicho, la entendí, pero no pude creerla.

No en vano poseo experiencia en rarezas. En lugar de hacerme repetir estérilmente la pregunta, le dije con paternal profesionalidad:

—A ver… Cuénteme despacito y con calma. No hay ningún apuro. ¿Cuál es su problema?

El hombre permaneció unos segundos muy serio, con la vista perdida en algún punto del espacio. Tenía un típico rostro del sur de Italia, de ojos oscuros y cejas renegridas y pobladas. El cabello era escaso y canoso; las manos, afiladas y pulcras, podían pertenecer a un dactilógrafo o a un pianista. Andaría por los sesenta y cinco años. Su general dignidad se veía alterada por un estado de pena o preocupación.

—Discúlpeme —dijo, al cabo de unos instantes, como tomando conciencia de un error—. Creo que me equivoqué de persona. No. No es usted.

—¿A quién busca?

—A un tal León Gatti, que hace años se casó con mi hija.

—Evidentemente —ahora yo me sentía del todo tranquilo— hay una confusión. Es verdad que yo me llamo León Gatti, pero si de algo estoy seguro es que usted no es mi suegro, quien, por otra parte, falleció el año pasado: se llamaba José López Espinosa.

—Y yo soy, o era, Máximo Corletti.

Me pareció que, llegados a este punto de coincidencia, la entrevista debía darse por terminada. Pero Máximo Corletti estaba haciendo correr las páginas de una agenda de cuerina azul. Extrajo un recorte de diario.

Se trataba de un fragmento de la sección de avisos fúnebres de La Nación. Uno de los avisos estaba recuadrado con trazos rojos. Leí:

 

 

Corletti, Máximo, q.e.p.d., falleció el 17 de julio de 1991 c.a.s.r. y b.p. Su hija Mónica C. de Gatti, su hijo pol. León Gatti y sus nietos Daniel y Déborah participan con pesar su fallecimiento e invitan a acompañar sus restos al cementerio de la Chacarita, hoy a las 14 hs.

 

 

—No entiendo —dije, y era verdad—. Según este aviso, usted ha fallecido hace poco. Y veo ahí un homónimo mío, casado con Mónica C.

—Mónica Corletti, mi hija. Se casó con un León Gatti, a quien ni siquiera puedo recordar, y emigraron a Australia. Al principio Mónica mandaba una que otra carta, más tarde alguna postal de fin de año, y al final ni eso. Por terceras personas supe que desde 1989 están de nuevo radicados en algún lugar de Buenos Aires, aunque no sé exactamente dónde. Pero advierta, doctor, si será inmenso el desamor de mi hija, que ni siquiera se dignó concurrir a mi sepelio.

La historia relatada por Corletti era, por decirlo de modo mesurado, absurda; su abatimiento y su dolor, reales.

—En vano —continuó— la esperé en el cementerio. No concurrió ella, no concurrió Gatti, no concurrió nadie. A nadie en el mundo le importó mi muerte. De regreso en casa, realicé acciones triviales, dormí casi cinco horas y, al despertarme, creí oír una vez más una frase que solía repetir mi padre: “Hemos venido a este mundo para sufrir”. Entonces busqué el revólver, ¿ve? —Corletti abrió el saco y dejó ver, en el lado izquierdo, la culata del arma insertada en una sobaquera de cuero negro—. Pensaba matarme realmente. Pero, por suerte, me di cuenta de que ya había experimentado el fracaso de mi muerte, y se me ocurrió algo mejor.

Asocié los oscuros ojos de Corletti que se clavaban en mí con la sobaquera negra, y sentí cierta inquietud.

—Ya que mi muerte no había logrado despertar el menor interés en Mónica, yo sabía ahora cómo llamar terriblemente su atención. Mataría a León Gatti, y este acto sería a la vez magnífica venganza y coronación de mi vida.

Nunca se sabe qué podemos esperar de un demente. Por las dudas, le recordé:

—Pero ya vimos que no soy yo el León Gatti que usted busca. Ni usted es mi suegro, ni mi mujer se llama Mónica…

Corletti se puso de pie. Parecía haber crecido en fuerza y personalidad:

—En la guía de teléfonos hay siete personas llamadas León Gatti. Usted ha sido el tercer entrevistado. Ahora —consultó la agenda— debo ir a investigar al León Gatti de la calle Tres Arroyos…

Entonces mi cerebro se iluminó con una idea maravillosa.

—Siéntese —le dije a Corletti—. No pierda su tiempo buscando otros Gattis. Mientras usted hablaba, yo estuve atando cabos, y pude recordar y reconstruir un montón de detalles. Y más aún: yo sé quién es el hombre que usted busca.

Miré a Corletti a los ojos: estaba muy atento a mis palabras.

—Yo conozco a ese hombre, porque es mi primo, y es un célebre inescrupuloso. Y la conozco a Mónica, es una mujer morocha, de ojos oscuros…

Vi que Corletti asentía con la cabeza.

—Tienen dos hijos cuyos nombres empiezan con D: Daniel y Déborah. Yo sé más que usted sobre ese asunto. León Gatti y Mónica Corletti no solo estuvieron en Australia sino también en Nueva Zelandia. Allí mi primo Gatti, la vergüenza de la familia, cometió una famosa estafa contra el New Bank of Wellington. Buscados por la policía, se escabulleron hace dos años para Buenos Aires, y, para mayor seguridad, viven separados el uno de la otra. Gatti pudo comprar documentos falsos para toda su familia: ahora Mónica Corletti se llama Marcela Alejandra Basualdo; Daniel y Déborah Gatti pasan a ser Carlos José Jáuregui y Silvina Balassanián. En cuanto a León Gatti, se escuda bajo el nombre de Urbano Negrotti.

—¿Urbano Negrotti? —la ansiedad estaba en el rostro y en la voz de Corletti.

—Urbano Negrotti —ratifiqué—. Ese es su hombre —empecé a hablar como personaje de serie policial norteamericana.

Le acerqué a Corletti papel y birome (no fuera cosa que, una vez ejecutado Negrotti, hallasen en las ropas del asesino los datos del asesinado anotados con mi letra).

—Escriba, amigo —yo seguía en la piel de mi personaje de novela negra—. Urbano Negrotti, caie Cangaio 2658, 8º D. Ese es su hombre, es decir, León Gatti. ¡Vaia, pues, y mátelo ia!

Corletti escribió con soltura, como persona acostumbrada a los papeles. Solo que dotó al aborrecible con la grafía Negroti: lo mismo daba.

Pasó por su cara la sombra de una sonrisa. Me estrechó la mano y se retiró.

 

 

 

3

Por una suerte de intuición inexplicable, apenas cerró la puerta, tuve la absoluta seguridad de que Corletti acababa de burlarse de mí. Supe que había jugado a aceptar que Gatti y Negrotti eran la misma persona, y que se iba contento por haberme hecho creer que partía a matar a Negrotti. No bien pusiera un pie en la calle —qué digo en la calle: en el ascensor—, Corletti rompería en mil pedazos el papelito y olvidaría para siempre a Negrotti.

Yo no tenía argumentos racionales para asentar estas afirmaciones, pero las sentía como una verdad revelada.

Esto, como ya dije, ocurrió en el invierno de 1991.

Avanzada ya la primavera, tuve motivos para creer que Corletti no había destruido el papel con las señas de Negrotti. Más aún, estoy seguro de que Corletti y Negrotti se han conocido y han conversado con calma, con tiempo, con imaginación.

En efecto, desde septiembre de 1991 hasta la fecha, a razón de uno por día, he recibido no menos de siete mil trescientos llamados telefónicos anónimos.

El texto es siempre el mismo:

—León Gatti, o Leo Felis, o Felis Felis, te habla Urbano Negrotti —me dice una voz de marioneta o cacatúa—. ¿Alguna vez imaginaste que yo, el pacífico Urbano Negrotti, terminaría por matar al desdichado Máximo Corletti? Corletti fue el primero; vos serás el segundo.

Estas amenazas —prolongadas a lo largo de veinte años— han perdido todo poder amedrentador: ahora son una suerte de payasada ineficaz. Pero, de cualquier manera, los llamados me perturban, y preferiría que no ocurriesen. Por momentos, me parece una voz del todo desconocida; por momentos, me parece la de Negrotti; por momentos, la de Corletti. Y, a veces, hasta me parece oír mi propia voz.

 

[De: Revista de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. lean®anle, Nueva York, vol. 1, n.os 1-2, enero-diciembre 2012.]

 

Ilustración: Randy Mora, Colombia