Estaba sentado en mi nuevo sofá morado que me obsequiaron unos amigos el día que no lograron introducirlo en su casa. Pese a lo ridículo que me parece el diseño es muy placentero. Ya en la comodidad que solo puede brindar un regalo como el que recibí atisbé con incredulidad una serie de talismanes que colmaban las verdosas paredes, unos pequeños espejos en forma octagonal en las sucias ventanas y un hato de borregos pendiendo de las oxidadas puertas de mi decente morada. A juzgar por las capas de polvo que cubrían los objetos y las diminutas campanas sin badajo debían tener más de un año ahí colgadas.
No me considero de esas personas supersticiosas que se levantan sonriendo por las mañanas con el pie derecho, ni mucho menos de los que se horrorizan por la presencia de un gato negro que atraviesa la calle. Por el contrario, me gusta dotarlos de cariño, fijar escaleras temblorosas, entregar la sal en la mano de quien la pide, barrer las inmundicias de mi casa hacia afuera y pisar el césped de una cancha de fútbol sin tener que persignarme. En pocas palabras actúo con mesura, como lo haría cualquier individuo normal.
La presencia de Leonor en casa me resultaba apremiante. Suele visitarme cuando se le antoja ya sea para brindarme un poco de amor o para colgar fetiches en cualquier rincón de la casa. Las creencias que tiene sobre la fortuna en un inicio es difícil de concebirlo, pero con el paso del tiempo todo se vuelve pasadero. Desconozco por completo si lleva a cabo los mismos procedimientos en su casa o es verdad lo que me dice sobre el misticismo que encierra mi lúgubre cueva, como suele referirse a la pocilga donde anido.
Lo cierto es que tiene una casa con piscina, ama de llaves y una familia que puede viajar por todo el mundo en un mes. Para conocer el infortunio es necesario tener suerte, no se puede amar a dios sin tener que abrazar al diablo. Recuerdo que hace un año, precisamente, cuando culminaba el mes de diciembre llegó a casa con una maleta vacía y una pequeña escoba que utilizó de forma simbólica puesto que no barrió el mendrugo polvo que se acumuló en las esquinas de los muros; estando en la acera arrojó monedas al aire mientras embadurnaba de miel un billete que ocultó discretamente en su zapatilla; y en la intimidad de mi casa se despojó de unas hermosas bragas amarillas para volver a ponérselas. Le resté importancia, como todo lo que ocurre al alrededor.
Mientras continuaba disfrutando del sofá me percaté de las dificultades que tenía al tratar de enganchar una herradura de caballo sobre el marco de la puerta. No le recriminé absolutamente nada, Leonor puede hacer lo que se le antoje, incluso si desea colgarme de los testículos no me negaría en lo absoluto por el contrario le ayudaría a realizar bien el nudo para no sufrir un percance, como desplomarme de la puerta y tener una fractura de consideración. El relativo éxito de nuestra relación radicaba en no cuestionar los actos que realizamos por muy dudosos que resultaran ser. Tal vez el único enfrentamiento de seriedad que tuvimos fue hace meses cuando tuvo la necesidad de recibir energías durante el equinoccio de verano sobre la pirámide del sol en Teotihuacán. Pese a mi insistencia, que solo iba a deteriorar aún más una bella estructura donde acostumbraban los prehispánicos colocar un corazón humano en cada peldaño de los más de doscientos que conforman el sinuoso camino para codearse con los dioses, ella simplemente me frunció la boca y me dijo:<<¡Vete a la chingada!>>. Eso jamás se lo perdoné.
No importa, porque hoy luce esplendida: lleva el cabello recogido lo que permite contemplar sus pequeñas orejas de nutria, su rostro de facciones orientales y el color rojo con el que pintarrajeó sus discretos labios que contrastan con sus ojos color miel. Además, porta una blusa blanca que transparenta el diminuto sostén que expulsa sobre sus bordes una parte considerable de sus hermosos senos y unos pantalones embarrados que enmarcan aún más su silueta de mujer caribeña.
Todo transcurría en silencio observaba cómo llevaba a cabo tan insignificante labor que, sin embargo, absorbía toda mi atención no tanto por la seriedad que transmitía, sino por sus elegantes piernas, motivo para dejar de realizar cualquier cosa, incluso respirar. Por instantes perdía el aliento, mi corazón sonaba como un tambor africano, la única forma de atenuar un poco aquella excitación era acariciándome la entrepierna, la cosa estaba tan dura como un roble. Fue entonces que me recosté en el sofá con el pantalón puesto extendí las piernas cubriendo el espacio vacío que le correspondería a Leonor, no dejaba de acariciarme la verga. Cuando descendió de la silla me miró fijamente a los ojos, se acercó lentamente desabotonándose la blusa dejando al descubierto sus desbordantes senos podía contemplar claramente su aureola color marrón.
Luego de besarnos por unos instantes sacó del encierro mi cautivo miembro para acariciarlo continuamente como si fuera un violín bostezando, con inaudita delicadeza lo recargó sobre mi vientre para frotarse contra su clítoris, fue en ese momento que descubrí que podía tocar con mi glande mi ombligo. Ya montada sobre mí se movía exquisitamente, jadeaba, luego sin más se levantó se bajó los pantalones y antes de introducirse mi pene a su vagina me prodigó una tierna mamada, podía sentir su saliva caliente derritiendo mis testículos mientras su pequeña mano de zarigüeya me masturbaba, jadeante me repetía: <<¡Qué rico saben!>>.
De un movimiento resuelto la sujeté fuertemente, la levanté, tenía sus nalgas en mis manos y de pie empecé a hacerle el amor, estaba realmente húmeda y caliente. No paraba de jadear. Gritaba incoherencias. Luego terminó. Me suplicó mi lengua en su vagina. Accedí. Jadeaba. Y luego terminaba.
Sentado sobre el sofá nuevo se montó nuevamente sobre mí, sus altivos pezones estaban en mi boca mientras se estimulaba con su mano. Jadeaba. Y luego terminaba. Poseído por un movimiento pélvico sin precedentes la coloqué en posición vertical, levanté su pierna e inicié nuevamente, bruscamente me detuvo me sugirió que su cabeza tenía que estar orientada hacia el norte y su culo hacia el sur. Obedecí. Unos minutos después terminó. Intempestivamente, sonó su celular:
-¡Pero mira cómo mueve la panza Santa Claus! ¡Jojo-jó! ¿Jojo-jó!
-¡Qué mierda es eso!
-Mierda, tú.
-Sí, bueno. Maestro, por supuesto. Claro. Voy para allá.
-¿Qué sucede?
-Lo siento, tengo que partir. En dos horas tengo que viajar hacia Yucatán.
-No me importa, ven acabemos.
-¡No seas grosero! El mundo se va acabar en dos días, es importante mi presencia en el grupo.
-¿Y yo?
-¿Tú? Claro, lanzaré plegarias por tu eterno descanso.
-No me chingues, no puedes dejarme así.
-¿Cómo? Por favor, tú sabes cómo terminar. No tengo tiempo.
-¡Pero mira cómo mueve la panza Santa Claus! ¡Jojo-jó! ¡Jojo-jó!
-¡Apaga esa chingadera!
-Chingadera, tú.
-Olvídalo, he preguntado lo bastante para saber que no tendré un final feliz.
-El final está a dos días, nadie tendrá una muerte digna. Por eso me fijé en ti bonito, te amo. Por cierto tu sofá es espléndido. Bye.
-Te veo en el infierno.
-Si, como quieras.
Ilustración: Anna Bocek