Hay quien escribe para no olvidar lo poco que recordamos.
No recuerdo casi nada de mi infancia, ni a mis primos antes de las barbas. Recuerdo el nacimiento de la nueva generación, no recuerdo quién fue el primero. He olvidado el cine en el que vi la primera película, tampoco recuerdo la película.
A veces creo que he olvidado cosas realmente importantes, aunque quizá todo termina siendo importante. Me pesa no recordar lo que aprendí en cuarto grado y el nombre del primer amigo. Olvidé el día en que dejé de ser adolescente o cuando mi madre me encontró la primera cana —prematura, por cierto—. No recuerdo el nombre de los labios que me estrenaron ni el lugar en el que me eché a llorar a causa del primer gran golpe de camino. No puedo recordar, aunque trato —de verdad lo intento—, ni el rostro ni la voz de la mujer que me dijo que nunca diría lo suficiente.
Recuerdo algunas cosas por su olor. Tengo el olor del café que hacía la abuela y el de las galletas que siempre me negaron los adultos. Recuerdo el perfume de tío negro, porque me despertaba jalándome los dedos de los pies. El olor de «Whiskey», mi primer perro. De la primera oficina de mi madre, era el aire, allí olía diferente. Recuerdo a qué huele Santo Domingo, pero no su gente.
Me preocupa olvidar más adelante la temperatura de esos pies descalzos.
No me preocupa olvidar lo que he escrito, sino cómo lo escribí.
Fotografía: Gregory Crewdson