secrecy_rafael_sarmientoY ahí estás, dormido. Puesta tu atención en tener los ojos cerrados y tu espalda sobre la cama: incómodo barco con agujeros en toda la cubierta. Quisieras despertar pero no lo haces: estás teniendo una pesadilla y eres ese tipo de persona que se pone el dedo en la herida para recordar que la tiene. Duermes y ya son las doce pé eme. Duermes y la pesadilla persiste. Duermes y estás en una calle, hay un atardecer con nubes grises, lluvia, charcos, cuevas invisibles y cortinas. También silencio. De repente un grito y bien sabes tú que los gritos alimentan el silencio. Lo peculiar de este grito es que no es humano, tampoco es ladrido ni aullido. Entonces, inquieto, el sueño te saca a patadas en esta parte, empapado en  sudor y lleno de miedo. Solo. Aturdido, volteas al reloj, pues ya son las doce y media y la pesadilla te despertó en el momento adecuado. Tienes que irte, a dónde, no sabes. Con quién, tampoco. Sólo quieres salir pues le temes a tu habitación, tan llena de ti. Tan vacía.

Abres la puerta y bajas los escalones con habilidad, casi con optimismo. Das vuelta a la esquina y prendes un cigarrillo, Marlboro, mar, lobo: lobo de mar… ¿El grito será de un lobo de mar? No, no: el grito de la pesadilla no es de un lobo. Tampoco se parece al ladrido del perro que acaba acusar tu presencia vagabunda, azotándose contra la reja de tu vecino. Se acaba tu cigarrillo y la última bocanada de humo la echas hacia arriba, como un delfín en el zoológico. Lobo de mar… mal de lobo. El grito no es de lobo y sin darte cuenta, tienes la colilla vacía de tu cigarro en la mano, como si siguieras fumando.  La avientas lejos, esperando que incendie algo para poder reírte un poco. Te sientes triste y necesitas reír. Entonces piensas en los niños limpiaparabrisas y en Fernanda, tu amiga gorda que nadie quiere, y así, con la frente un poco más en alto, te sientes menos triste. Y sigues caminando, a dónde, no sabes. Con quién, tampoco. Estar contigo miedo te da miedo. Cuando lo piensas, cuando piensas en ti, un trueno recorre tu espina dorsal y llega a tus piernas, que comienzan a temblar. Tiemblan como el estado de México en el ochenta y cinco y gritan como los edificios quebrándose y cayéndose, con impetuosa solemnidad. Pero no, el grito de tu sueño, esa estrella fugaz que te persigue, no es un grito humano ni de escombros. Por eso caminas, para encontrar ese grito y ese silencio que le sigue: infinito, grande, vacío. Dejas de pensar en el grito y lo sientes: el cigarrillo te cayó mal: ahora te arde la garganta. Pero igual prendes otro: una fumada, luego otra, humo al aire. Como delfín. Sigues  andando y ya no sabes dónde estás pero sabes que hay gente porque hay coches y camiones y siluetas moviéndose por la banqueta. Te duelen las entrañas, ha de ser el cigarro y el humo subiendo y bajando. Miras tu cajetilla y todavía te quedan varios para el camino que estás siguiendo, el que te lleva a ningún lado con quién sabe quién. El dolor bajó las escaleras y ahora te arde el estómago, como si te hubieras comido un pedazo de fuego. Vuelves a poner el cigarrillo en tu boca, succionas: humo adentro, rasguños en el pecho: humo fuera. Arde. Pero también arde no saber de qué cuerdas sale el grito que te persigue y el silencio te atrapa. Toses y ya no sientes tantos rasguños en el pecho. Vuelves a fumar y te arde, lo sientes, te hace daño, lo sabes, pero vamos, te gusta. Te gusta tanto como caminar a quién sabe dónde con quién sabe quién. Toses y te detienes, dejas de caminar por primera vez en dos horas. Estás mareado y te sientas en el borde de la banqueta. Hay muchos giros: un terremoto como en el ochenta y cinco Toses de nuevo y arrojas el cigarro lejos. Y si te fijas bien, cuando cae al suelo, echa chispas como una estrella muriendo: estrellas muriendo, gritos en los sueños, ardor en el pecho. Todo es lo mismo, todo duele igual, todo se fuma de la misma manera. Y a pesar de que te ha ardido tanto tiempo, la herida no se cierra. Y ese es el problema con el dolor: quema pero no cauteriza. Duele pero no cierra las heridas. Estás triste y te acuerdas de Fernanda, tu amiga gorda, de la que todos se ríen y ni así se te olvida la tristeza. Toses otra vez y ahora sin saber por qué, pones tus manos en tu boca como si acabaras de decir una mentira y fueras niño otra vez. Miras tus manos y líneas de color naranja. Astillas de atardecer. -qué me está pasando-piensas. Vas a vomi… Toses de nuevo. Esta vez salen más astillas. Duele mucho. Algo ocurre dentro. Intentas levantarte y carajo, más pedacitos de tarde. De tu sol que se oculta. Tu quijada se abre más y más y más. Sale una pata. Naranja. Naranja con blanco. Un atardecer con nubes. Sientes que te ahogas. Sale otra y ya hay dos fuera. Dos atardeceres de otoño saliendo por tu boca: qué enfermo estabas. Se te está nublando la vista, y antes de que esa neblina sea tan densa como el humo de cigarrillo, sale un hocico. Sale una boca por tu hocico. Sientes cómo las otras dos patas se aferran a tu esófago para tomar el impulso necesario para trepar y salir y arde y raspa y quema como si te hubieras bebido los pecados de alguna persona. Está saliendo y aún con tus ojos neblinosos logras ver parte de lo que estás vomitando: naranja con gris, negro con gris: un cielo de otoño a punto de llover. Es insoportable pero ya casi todo está afuera, Ya ves las cuatro patas y la boca irreconocible con una lengua ágil, relamiéndose los dientes. Entonces viene lo peor, como un trueno recorriendo tu pecho y tu garganta y tus dientes, sale la cola, naranja como el atardecer y larga como la tristeza. Sale en un segundo. Fugaz como estrella que muere. Como Marlboro rojo cayendo al suelo, vacío. Te desmayas.

Y escuchas el grito. Ese grito que te persigue y que alimenta tu silencio. Un grito que no es de lobo ni de perro ni de hombre. Abres los ojos, tus pequeños ojos, y te miras, sentado en la banqueta, con la boca abierta como cueva y los ojos cerrados como tus cortinas cuando duermes. Asustado, corres, dejas tu cuerpo o lo que creías era tu cuerpo y te alejas de la escena. Numerosas calles adelante, te acercas a un charco que también es espejo. Te miras. Estás gritando, no has dejado de hacerlo. Y no eres ni lobo ni hombre ni perro. Eres un escupitajo de atardecer. Un zorro.

Ilustración: Secrecy, Rafael Sarmiento.