Alan Morgan sale de la estación de metro Las Parcelas. Su trabajo como freelancer le exige un buen conocimiento del Gran Santiago. Se desplaza con facilidad en Maipú: camina un par de cuadras por Avenida Hugo Bravo, para internarse en el barrio residencial. Seis cuadras después se encuentra frente a la casa del diseñador web con quién trabaja siempre.
Morgan no necesita tocar el timbre. La madre de Pancho está barriendo afuera. Ella lo invita a entrar y le ofrece una lata de Coca Cola. La compran así porque en botella se desvanece rápido. Morgan prende un cigarrillo. Creo que es un Kent 4, porque en el negocio de la esquina no tenían Lucky Light. Hay un cenicero en la mesita de ahí, le dice la madre. De la última vez que estuvo ahí, Morgan nota algo diferente: una foto del animador fallecido. Una foto de Felipe Camiroaga.
La madre nota su mirada. Con optimismo imparte:
– Una fotito de Felipe. Para que nos ayude.
Pancho entra al living. Hace pasar a Morgan a su pieza, para hablar de negocios.
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Suena música centroamericana en el departamento de al lado. Son las 11 de la noche y he sido arrancado de cuajo lo que estaba soñando. Una secuencia de imágenes. Estoy viendo a Coco Legrand. Llegamos a uno de esos interludios de su rutina, donde baja su tono sarcástico, adopta seriedad, se pone llorón. Ya saben, el clásico “Me saqué la chucha para ser quien soy”. La gente aplaude. Yo aplaudo junto con la gente. Aparece Camiroaga y se abrazan en el escenario, sin darle la espalda al público. Más aplausos del público. La imagen se congela. Están los dos en un televisor. Zoom out. Camiroaga está en el set del Matinal de Chile, recordando cuando salió en el escenario de Viña del Mar con el Coco.
¿O no? ¿Salieron juntos alguna vez? No estoy seguro. Se congela la imagen de nuevo. Camiroaga está en otro set. Una playa de noche, con restos de un accidente aéreo. Felipe transmite desde el más allá y recuerda el homenaje del homenaje. Mismo patrón físico. Estoy curioso por el siguiente paso de recursividad que venía y que me pierdo porque mi vecino disfruta de los cánticos de Maelo Ruiz.
Me levanto de mi cama. Pongo a hervir agua para un café y prendo un cigarrillo. Los sueños así, con “mensaje”, me ponen nervioso. Me considero un mono bastante ordenado. No puedo hacer pega en el computador si está desalineado el cuaderno que pongo al lado para tomar apuntes. No puedo tener los pantalones del closet en un arreglo cromático distintos a sus tonos. No puedo soñar con tributos a un personaje desaparecido y no poder entender qué pasa acá, en mi cabeza. Hay una idea que me deja inquieto. Si resuelvo suficientes enigmas, quizás dejaré de sentirme vacío. Tal vez podré tener una vida normal, ser como todo el mundo y cumplir con el destino manifiesto familiar que exige mi cultura.
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Morgan está en un bar irlandés en las Torres de Tajamar. Va en el tercer vaso de Jack Daniels. Es un regular de ese local desde el año nuevo que pasó allí. Aquella noche le preguntaron por su familia, respondió que todos son de fuera de Santiago. ¿Pareja? Estaba separado. El gringo le pregunta:
– Separated? From a woman?
– Yes. Why?
– Oh. You know: short hair, earring, leather jacket. All the signals.
Sonríe al recordar. Aún mantiene el mismo look. Se divierte cada vez que evoca el intercambio de palabras. Prejuicios. En plena aldea global. Morgan lamenta que no le gusten los hombres. A las mujeres no las entiende. Mentira. Las entiende, pero no quiere empatizar. Su ego y su vanidad son tan grandes, que prefiere tener la razón a mantener una relación. Acaba su vaso de Whiskey. Pide otro. Juega con el iPhone.
– Tengo hambre.
Es un mensaje vía WhatsApp. La Vale.
– Sushi? – responde Morgan.
– Ya po. Pero es una invitación a comer juntos no más. No te pases rollos!
Morgan paga la cuenta. Cruza la puerta del bar y se da cuenta que está borracho. Hay un local de sushi dos tiendas al lado. Paga trece mil pesos por una porción de veinte? treinta? piezas. No importa. Se ven suficientes. Camina rumbo al departamento de la Vale.
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Despierto con la alarma del despertador. Son las 7 am. La zorra, no hay caña. La técnica es la misma, comer algo y tomarse unos dos vasos de agua antes de acostarse. Aunque no me acuerdo que hicimos, ni que conversamos. Filo. Estoy acá en pelota acostado con la Vale.
Ella se levanta y se va a duchar. Tengo esta manía de armarme una imagen de que hace una persona con los sonidos. Ahora se lava el pelo. Ahora sacó la esponjita para el cuerpo. Usa el jabón que tiene en la esquina nororiente de la tina. Siempre son tres toques, aplicación. Tres toques, aplicación. Enjuague del cuerpo. Sacarse el shampoo del pelo. Enjuague del pelo. Otro enjuague del cuerpo. Se apaga la ducha. Se seca. Toma el secador de un cajón. Lo enchufa. Lo prende. Me imagino que si le cuento que tengo su patrón codificado, me manda a la chucha por loco.
Sale del baño con dos toallas blancas, una en la cabeza, otra la envuelve. Parece un oso polar. El Coco Legrand tira esa talla. No sé en que show, pero la recicla en un De Pé a Pá con Pedro Carcuro. Me acordé de Legrand, me acordé de la imagen recursiva conmemorativa con Felipe Camiroaga. Me acordé del retrato. Me da la hueva’ y un día soleado de noviembre se convierte en un día nublado de julio para mí.
La Vale no me pregunta que me pasa. Está en la de ella, preparándose para su trabajo de analista de riesgo financiero o lo que sea que hace. Me pasa una toalla para que me vaya a bañar. La acepto. No es como que quiera andar con el cuerpo pegoteado todo el día.
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Tras dejar a Valeria en la escalera del metro, Morgan emprende rumbo a un local de Dominó que hay en Alameda. No puede empezar su día sin el desayuno que sirven allí: Una paila de huevos con jamón, un jugo de naranja y un té. Con eso y un paquete de cigarros se basta al menos unas ocho horas.
Sin mucho que hacer y desayunado, Alan Morgan camina por el centro de Santiago. Dos o tres giros de esquina lo ponen en dirección norte por San Antonio. Al intersectar con Merced se topa con Pedro Carcuro y un tipo con sobrepeso que no reconoce. El único pensamiento que cruza su mente es lo delgados que tienen que ser todas las personas que quieren salir en televisión. Rápidamente alcanza el Parque Forestal. Morgan prende su primer Lucky Strike Light del día. Disfruta esa primera bocanada y exhala el humo. Hoy no tiene trabajo que hacer. Está todo en manos de su equipo de programadores y diseñadores. Reconoce que el cielo está despejado y quiere, quizás, subir a pie el Cerro San Cristobal. Quién sabe con qué cosa entretenida o interesante topará.
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Suena mi teléfono. Es mi mamá. Contesto, pero se corta. Llamo de vuelta y está ocupado. Dejo ir la llamada. Probablemente ella me está llamando de nuevo. Pasa un minuto. Debe haber pensado lo mismo que yo. Permito que pase otro minuto. Si insisto será necio. Y mi madre no espera dos minutos, sino uno. Ahí sí me llama. Contesto y escucho. Es lo de siempre. Nada significativo. Sí mamá, comí. No, no estoy endeudado. Sí mamá, tengo pega. No mamá, no estoy tomando (no le dije que no estaba tomando mucho). Que estés bien mamá. También te quiero. Chao mamá.
Entonces recuerdo algo. Un flash de memoria.
– Mamá! Oye!
No alcanzo. Me cortó.
Marco el número de mi madre. Está ocupado. Debe haber llamado a mi tía Paty. Espero veinte minutos. Entre medio, Pancho me llama para preguntarme si deja un espacio en la home de la página para uno o dos banners. Que deje dos de 200 x 200, respondo. Cuelgo. Insisto a mi madre.
– Oye Mamá: ¿Te acuerdas cuando vinimos a Santiago esa vez, cuando yo era chico. A pagar una cosa, la muralla esa. Llena de placas. Del niño que me decías. Que se murió y da milagros.
– No hijo. No recuerdo.
– Pero mamá, acuérdate: bajabamos del tren, y caminabamos un poco, si la oficina misma quedaba cerca de la Estación Central…
Yo mismo me respondí acerca del lugar. Voy al metro. Hasta Estación Central.
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Morgan da la vuelta a la esquina. No se sorprende de verme apoyado en la reja. Estamos en la pared de Romualdito.
No tengo muy clara la historia. Tengo algunos hechos: en la década de los ‘30, por ahí, matan a un mecánico llamado Romualdo, de una cuchillada en el corazón. Eso es un hecho notable para decirle a quienes gustan de opinar lo violentos que son los criminales ahora. Se estila poner una casita con velas para recordar a alguien que sufre una muerte violenta, en el lugar donde ocurre el deceso. A eso se le llama una animita. Con el tiempo la pared al sur de la esquina de Alameda con San Borja se llena de estas animitas y placas del tipo Gracias por el favor concedido.
Interesante es, la gran cantidad de mitos urbanos que se han armado en torno a esta pared. A saber: todo el alrededor del sector ha sido modernizado una y otra vez, pero esta albañilería persiste como un monumento del más acá al más allá. Dicen, por ejemplo, que una persona, a cargo de gestionar que botaran esta pared, cae de su caballo. Dicen, también, que a obreros que trabajaban en la calle, cerca del muro, dejaban de funcionarles sus máquinas. Son varias generaciones de Romualdito. Y no veo por qué no puede duplicarse su tiempo de existencia.
Morgan se apoya en la reja al lado mío.
Me ofrece un cigarrillo. Tengo los míos, así que le digo que no. El prende uno. Sin mirarme, empieza a hablar:
– No estamos en condiciones de poder saber que pasa tras bambalinas. Los dioses, los ángeles, los santos, las animitas. ¿Podemos saber si existen? ¿Podemos saber si cumplen con los requisitos para que con nuestras medidas digamos: sí, son reales?
– Entonces, – continuó Morgan. No lo interrumpí porque se veía profundamente inspirado – tenemos que definir que pasa acá. Más que para regular, es para que los escépticos podamos tomarnos un descanso.
Un motivo más que suficiente para mí. Ahora yo prendí un cigarrillo. Es un Lucky Strike Light. No dejo de mirar a Morgan, pero él habla al aire, como si no lo hiciera conmigo.
– Digamos lo siguiente: Uno. Creer en una ayuda sobrenatural tiene un efecto de placebo. La creencia que algo del más allá apoyará a mi favor lo que me suceda, genera optimismo y con eso mi vida funcionará mejor.
>> O Dos. Si. Existen entes sobrenaturales que intervienen, desde un plano externo a este que compartimos los que nos consideramos mortales. Nosotros los invocamos, ellos nos ayudan.
>> La tercera – Y Morgan sonreía – tiene un atractivo sabroso: La entidad sobrenatural no existe a priori. Pero la gente ejecuta invocación tras invocación. Recuerdos de una determinada persona van y vienen. Una mención acá, un retrato allá. Lentamente algo se forma. Algo empieza a existir, y se sustenta con los llamados. Crece por el trabajo y energía que hacemos acá, en este plano, ¿cierto? Y produce bien. Sea por intervención de la entidad, o por la mejora anímica que experimenta la persona que participa. O por ambas!
>> En cualquiera de estas tres chances – Y aquí Morgan se incorpora de la reja – pasan cosas buenas, mi amigo, lo que produce algún bienestar. Y eso, independiente de cómo se produzca, es moralmente bueno, por transitividad.
Me sorprendió que me interpelase. Sinceramente. Por un momento pensé que yo no participaba en esta escena. Pero bueno. Le hice sólo una pregunta:
– Te veo satisfecho ¿Qué vas a hacer entonces?
– Compraré uno de esos retratos o posters de Camiroaga. Lo voy a enmarcar. Eso haré. Morgan se empieza a mover, rumbo de vuelta a la Alameda.
– Espera!
Morgan se devuelve. Por primera vez me mira a los ojos. Me meto la mano al bolsillo de atrás. Extraigo mi billetera y un billete de cinco mil pesos.
– Compra dos retratos. Guárdame uno a mí.
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Ilustración: Shukei20