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Hace ya dos semanas que se emitió el último capítulo de Breaking Bad, la más reciente incorporación al panteón de series televisivas imprescindibles. Deja un espacio en nuestros domingos por la noche, más viudas y viudos que Bielsa, y algunas, muy pocas, interrogantes sobre el destino final de sus personajes. Su final, como cada uno de sus últimos ocho capítulos, también nos ha dejado un lote de teorías y ejercicios de exégesis entre los que vale la pena destacar, al menos como botón de muestra, la de Emily Nussbaum, quien escribiendo para el New Yorker conjetura que los eventos del último capítulo debieran no ser más que una alucinación del moribundo Walter White, no muy distinta a la de Sam Lowry en Brazil (1986). Porque Breaking Bad nos gusta al nivel de que le regalamos gustosos nuestra credulidad, nos vamos a vivir en su mundo, y, si llega a decepcionarnos, hacemos nuestro mejor intento por reinterpretar sus fallas para transfigurarlas en muestras de un genio no apreciado.

Breaking Bad fue una rara avis en el marco de la televisión estadounidense, acostumbrada como está, salvo escasas excepciones, a guiarse por la veleta del rating, de los actores principales, o de los ánimos e ínfulas creativas de los ejecutivos de los estudios que producen y de las cadenas que emiten los programas. El grueso de la factoría televisiva genera unos híbridos de escasa pureza, la antítesis cualitativa del cristal de Heisenberg; y la norma es que una buena idea, de conseguir el éxito comercial, sea diluida en el mayor número de temporadas posibles, disipando así cualquier posibilidad de una narrativa coherente.

Desde su génesis, Breaking Bad tuvo la fortuna de ser apadrinada por un auténtico ejemplar en extinción: Michael Lynton, presidente de la división televisiva de Sony por esos años. Lynton entendió que su rol era ser un ejecutivo y no un creativo, y pese a creer que el concepto tras BB era «la peor idea para una serie de televisión que hubiera escuchado» en su vida, decidió confiar en las personas que sí se dedican a inventar y contar historias y darle la luz verde al piloto. Desde ese gesto fundacional, la confianza de los ejecutivos de Sony (estudio) y AMC (canal) fue clave para generar un ambiente donde los escritores fueran los dueños del espectáculo.

El concepto de writerisking es bien común en Inglaterra, donde las series tienen pocos capítulos y los directores son más bien accesorios, pero en los Estados Unidos del Norte de México y el Sur de Canadá disponer de tal control sobre el contenido del programa es un lujo que solo se pueden dar showrunners de amplia trayectoria como Aaron Sorkin (quien igualmente tuvo que abandonar The West Wing por conflictos con la Warner y sufrir el vejatorio trato que NBC le dio a Studio 60 ontheSunsetStrip) o casos milagrosos como el de Louis CK, a quien HBO le ha dado corte final y completa libertad creativa para Louie. En Breaking Bad se hizo como Vince Gilligan y su equipo de seis escritores dispusieron. Además, la serie contó con la ventaja de poder tener temporadas más cortas y con amplios espacios entre ellas. Las pausas no solo sirvieron para que DVDs, descargas ilegales y la intensa difusión de sus fanáticos mediante, permitieran que la serie pudiera alcanzar los números de audiencia que no había tenido con sus primeras temporadas; sino que también permitieron que el equipo de escritura tuviera en ocasiones períodos de hasta un mes para estructurar un episodio. Hazard Pay, el capítulo de la quinta temporada en que Walt y Jesse instauran la nueva forma de cocinar cristal, ostenta dicho record. Fueron cuatro semanas en que los escritores llegaron mediante prueba y error al método de la carpa dentro de la carpa de fumigaciones.

Así, en Breaking Bad casi no hay salidas apuradas y hay tiempo y espacio incluso para corregir los escasos errores de continuidad (durante el flash-forward en Blood Money el departamento de producción olvidó ponerle a Bryan Crantston el reloj que Jesse le había regalado a Walt para su cumpleaños 51, razón por la cual en Felina vemos cómo se lo quita tras hablar en el teléfono público).

Además, la serie descansa sobre el trabajo de Michael Slovis, el director de fotografía, quien, además de increíblemente talentoso, cuenta Gilligan, tiene la virtud de ser rápido para establecer los encuadres y montar las escenas, dándole al equipo de producción el tiempo necesario para lograr escenas memorables (véase Half Measures, los amplios planos de confrontación entre Walt y Gus, o todas toditas las tomas en la reserva indígena de To’hajiile a lo largo de la serie). En ese marco visual, las palabras y secuencias de Gilligan y compañía encontraron el escenario perfecto, anotándose así varios tantos a favor de la TV en la disputa con el cine en términos de calidad en la ejecución. Breaking Bad no sólo es mejor que una película en términos de la calidad de su historia y las posibilidades de profundización en los personajes que le ofrece naturalmente el medio, también se ve igual de bien que una película.

El tema central de BB son las consecuencias y los precios a pagar por conseguir lo que uno quiere.  Uno de los atractivos principales de la serie en tanto historia es que ofrece un panorama moralmente consecuente: en BB todos y cada uno de  quienes hacen el mal pagan por sus actos. Gilligan et al trazan una grilla precisa de moralidad en el universo donde su historia toma lugar. Por encima de estas raíces fundamentales (el mal es castigado; la sociedad aísla a quienes pretenden transgredir sus reglas de convivencia forzándolos a vivir vidas secretas en espacios condenados), hay un barniz de «realismo»; la máscara de verosimilitud con la que el universo de BB procura acercarse a la realidad de las cosas, a la atroz indiferencia que rige al universo, toma la forma del sufrimiento de los inocentes. En BB los malos la terminan pagando, pero nadie está realmente a salvo de ellos.

Es en medio de esta grilla moral tan rígida que Walter White se convierte en un vector diagonal, una estrella en ascenso y caída brutal. Walter nos es presentado como una víctima del sistema, el hombre de clase media al que le han robado toda aspiración, el profesor vilipendiado de un ramo poco respetado. Por si fuera poco, viene con el pack completo de tormentos cotidianos: el hijo con discapacidades, el cuñado pomposo y arrogante (su antítesis, originalmente), la esposa molesta e indiferente, el jefe cretino y abusivo. Preocupados de que Walter no pudiera encantar a las audiencias lo suficiente y teniendo en mente desde el día 1 su eventual transformación, Vince Gilligan y compañía lo dotaron de todos los elementos posibles para generar compasión y empatía en un televidente que, como el 99% de la población mundial, sabe bien lo que es estar atrapado en un sistema explotador.

Naturalmente el correr de los capítulos dota a Walt de cualidades más atractivas: su intelecto maquiavélico despega desde un genio no-reconocido (la fantasía del mediocre por excelencia) y alcanza niveles de cuasi-omnipotencia que le hacen cosquillas a lo inverosímil, pero que funcionan como la constante que se mantiene durante su transformación,o según la metáfora favorita de Gilligan, su paso de Mr. Chips a Scarface.

Walter White comienza como un oprimido, un héroe revelándose contra el sistema que lo ha pisoteado y amenaza dejarlo sin nada a él y  a los suyos: el capitalismo, ese monstruo en cuyas espaldas vivimos todos, lo ha despojado de su justa fama (encarnado en la corporación Grey) y habrá de quitarle la vida utilizando al sistema de salud como ejecutor. Así, se embarca en una viaje por el inframundo de la producción y tráfico de cristal de metanfetamina, siguiendo paso por paso el esquema clásico de la jornada del héroe de Joseph Campbell, con la ayuda de Jesse Pinkman, su leal escudero, se enfrenta a los guardianes de los portales: Tuco Salamanca, Gustavo Fring; hasta finalmente volverse El Rey del Inframundo. Tras una serie de fracasos y humillaciones: desde la traición de Elliot y Gretchen Schwatz y la falta de respeto de sus alumnos adolescentes, hasta sus conflictos contra los distintos narcos que fueron interponiéndose en su camino, logra, en Face Off, el final de la cuarta temporada, imponerse sobre sus adversarios, eliminar a su doble/sombra, y una vez que, literalmente, el humo se despeja, llamar a casa para decir, por vez única: «I won».

Pero una vez alcanzado el nadir de su trayectoria, en vez de realizar el viaje de vuelta, se queda ahí. Walter White, quien a lo largo de toda la serie ha proclamado que su familia es la razón detrás de todo lo que hace (mentira, si así fuera, se habría quedado cocinando en la segura comodidad del superlaboratorio de Gus). Al interrumpir el ciclo del viaje del héroe. Walt transgrede no solo el estricto código moral que rige Breaking Bad, sino que además traiciona el principio de cambio que lo ha regido como personaje y, como tal debe ser castigado. Karma instantáneo: En Gliding Over All, el capítulo en el que Walter ejecuta su golpe maestro, cortando todos los nexos que Mike Ehrmantraut mantenía con los hombres de Gustavo Fring, habiendo establecido y re-establecido el capítulo anterior que su nombre es Heiseinberg y que ha de ser temido como el cappo di tutticappi; Hank, su cuñado, se encuentra fortuitamente con la pieza del puzzle que le faltaba para poder lanzarse en picada en su persecución, en lo que fue uno de los momentos de suspenso más intensos de la historia de la televisión y de la narración serializada.

Pero no hay héroe/protagonista que pueda funcionar bien sin un antagonista que esté a la altura del conflicto. Y si bien a Walter White no le faltan dobles oscuros y figuras a imitar/derrocar (Tuco Salamanca, Gus Fring, Declan, los Schwarz) el contrapunto que evoluciona con él, desde la temporada uno, el que va creciendo como personaje y profundizándose en paralelo con Heisenberg, es Hank Schrader, el cuñado regordete, agente de la DEA, y reverso de la moneda de Walter White.

Hank comienza la serie como un bully, el macho sencillo y viril, cuyo único interés en la vida parece ser atrapar delincuentes y ver fútbol americano, tomar cerveza y eructar: el discurso de masculinidad heteronormativa que se da tan bien en las series de policías. Calvo, Hank podría perfectamente ser un personaje secundario o terciario en NYPD Blue, CSI o alguna de esas series con siglas. En Breaking Bad, de hecho, parte no solo como un bully sino además como un relevo cómico: su torpeza y simpleza lo vuelven un payaso, y su humillante experiencia como enviado especial a El Paso no nos parece tan terrible porque a esa altura del partido, sentimos, Hank es un chuchesumadre que se lo merece. Cómo se le ocurre intentar atrapar al misterioso e intrépido Heisenberg.

Pero ese es su trabajo. Y Hank ama pocas cosas más que su pega. Es más, Hank, como Walt, no ama nada más que su pega: ni a Marie, ni a su colección de minerales, ni a sus cervezas artesanales(que, descubrimos, en la medida que el personaje crece, son de su propia elaboración: el macho consumidor es también un artesano proveedor y que terminan puliendo/mermando su estereotipo masculino: las cervezas estallan antes de ser servidas: se sugiere que Hank, del matrimonio sin hijos, es también un eyaculador precoz). El gran contraste con Walter es que Hank lo asume, lo sabe, no tiene tapujos al respecto. En el closet de los trabajólicos y adictos al poder está Walter, no Hank Schrader.

Y es su obsesión con el trabajo, con la presa de su cacería, la que lo lleva a cometer errores que lo van puliendo como persona. Hank, el ganador, el mariscal de campo universitario (otra narrativa heteronormada que los gringos nos venden al por mayor), comienza, desde su pasada por El Paso, a sufrir revés tras revés, pierde los estribos al golpear a un Jesse Pinkman que Hank sabe que es culpable, pero contra quien no tiene prueba alguna; pierde la movilidad de sus piernas tras enfrentar a los Primos del cartel, como consecuencia indirecta de las actividades de su cuñado. Así es como, en su punto más bajo, Hank, el defensor de las reglas y del sistema, termina también condenado por este, pues de no mediar la intervención de Skyler y del dinero de Heisenberg, el sistema de salud lo habría dejado postrado por siempre.

Mas ni bien Hank se recupera, luchando, de su nadir y consigue restituir un mínimo de normalidad a sus días, se encuentra con la pieza que había estado buscando: la identidad de Heisenberg, que resulta ser su cuñado «el tipo más inteligente” que ha conocido en su vida. Y Hank no se lo piensa dos veces, y sale a buscarlo. Y lo atrapa, y triunfa. Y por esto, muere.

Hank es un héroe en el sentido clásico: un individuo que necesita algo, va a buscarlo, en el camino descubre que debe cambiar aspectos de sí, se enfrenta a si mismo, y triunfa, cambiando y retornando al punto de partida como una persona nueva. Su muerte se condice con su personaje: de frente, mirando a su agresor, proclamando su nombre y rango, antes de instar a su asesino a terminar el trabajo que ya empezó. Su muerte además significa el fracaso y caída final de la fachada de ética familiar de Walter White, quebrada esta, Walt no tiene cómo seguir engañándose.

Los viajes de ambos personajes terminan en el fatídico encuentro en To’hajiilee, donde Hank consigue atrapar a Heisenberg, tras una recta final de capítulos en los que ambas fuerzas se habían estado imponiendo alternadamente una sobre la otra en capítulos cada semana más tensos. Se impone el bien, triunfan las instituciones, el héroe llega al final de su jornada… pero entonces, en el horizonte, diavoli ex machina: Jack, Todd y los neonazis aparecen para echar todo abajo, generar un micro-arco de historia a modo de epílogo, y una nueva posibilidad para que Walter White pueda terminar su ciclo de una manera más digna.

Si bien Jack es la encarnación final del hecho de que Heisenberg no puede controlar todo lo que toca (el motor de casi todas las peripecias en la serie) permite también darle un final pulido y satisfactorio, tanto para los espectadores como para la historia. Puede haber sido una cuestión moralista, o la necesidad de empujar a los personajes al extremo más profundo (he aquí al genio del intelectual superior derrotado por… ¡una pandilla de rednecks neonazis!), pero todas las apariciones de la pandilla esa terminan siendo una solución un poco demasiado fácil a problemas que, de otra forma, serían aporías, o requerirían acciones firmes, determinadas.

Con la intromisión de Jack se resuelve el problema de tener como protagonista a un villano en una serie con una moral tan marcada. En este cruce a lo western, el bueno muere como héroe, mirando de frente y proclamando su rango; el malo no se redime del todo, sino que se asume y muere con dignidad y aplomo. Y el feo es feo. La fealdad humana, significada en el nazismo y su culto retrógrado, se encarga de empañar las victorias de héroe y villano por igual. Antagonista y protagonista erran al ser incapaces de anticipar lo que sucede al lidiar con El  Mal.

Ahora bien, nada de esto reduce o disminuye el genio de Breaking Bad, que yace especialmente en la transición impecable del carácter de Walter White. Como caminando sobre una anillo de Moebius, los espectadores seguimos a nuestro querida víctima del sistema del capítulo 1 a lo largo de un camino zigzagueante de derrotas que enmascaraban triunfos atroces. A base de tumbos, Walter White fue pasando de productor independiente y menor de meth (y de dónde vamos a sacar pseudoefedrina, Jesse) a una pieza clave de un imperio de narcóticos (y cuidado con que Gus nos reemplace), a ser el dueño del imperio, el narco principal. Pero para ese entonces ya era demasiado tarde. En su trayectoria sufrieron y murieron no sólo sus adversarios, sino también inocentes – como el niño de la moto, en el episodio que termina fracturando irremediablemente la sociedad White-Pinkman – y es por esto que Heisenberg, el adicto a la conquista del territorio, debía morir. Porque lo que comienza como un impulso de asegurar el futuro de su familia termina en realidad siendo una adicción al poder, o aún más a la posibilidad de ser alguien, de hacer cosas, de generarcambios (o sea, al poder), de completar al final de la vida todas las frustraciones que ha llevado hasta ese entonces, como el mismo Walter White admite, finalmente, en el mejor momento del último episodio, comenzando su swansong antes de completar su destino, destruyendo a todos los que lo han injuriado, enfrentando a su ex-discípulo, muriendo como un villano íntegro y completo.

Temáticamente, la serie además apela precisamente al sentir del telespectador actual que sabe bien lo que es vivir oprimido por el sistema. Lejos de hacerlo con metáforas torpes y obvias, lo plasma con una alegoría sutil y bien establecida dentro del género de mafia al que las películas y series (sin Los Soprano no hay Breaking Bad) nos tienen acostumbrados; aunque aportando una voz original en tanto la serie funciona como un viaje y pasamos de las dos primeras temporadas donde la domesticidad de las vidas de Walt y Skyler figuraban prominentemente, a las dos últimas en que ambos están irreversiblemente enmarañados en una vida de mentiras, tráfico y lavado de drogas. Esa transmutación, ese acto de prestidigitación prolongada, es lo que hace única a Breaking Bad. Y a nosotros más felices como espectadores.

No es lo único, por supuesto que nos da felicidad en la serie. Aparte de todo lo mencionado está la impresionante actuación de todo su elenco, pero en particular de Bryan Cranston, que es, simplemente, sublime. No hay escena en la que Cranston decepcione, y hay capítulos en los que está en todas las escenas; y por si fuera poco su registro va desde gestos en extremo exagerados de ciertos flashbacks, hasta ese gesto mínimo en Felina, cuando el auto finalmente arranca, y con un ajuste microscópico entre ceño y pómulo, Cranston nos comunica todo lo que su personaje está sintiendo en ese momento de manera sutil y compleja a la vez.

Es un mundo para perderse el de Breaking Bad. Podríamos enfocarnos por horas en las relaciones entre mentores y discípulos, los dobles o siquiera en la sola relación entre Jesse y Walt; también podríamos discutir y revisitar la serie como una representación de la pesadilla capitalista ( y toda esa obsesión por el premium product) y el orgullo protestante de querer ser más y mejores siempre; o los distintos códigos éticos que la permean (desde Walt que no quiere que nadie le regale nada, hasta Jack que no quiere ser asociado con delatores, y Jesse, oh Jesse, que las caga todas al ir a la DEA).

De todas las discusiones posibles, y de todas las razones para amar la serie, ninguna me gusta más que la construcción y destrucción de su personaje principal. La serie es excepcional, una serie que promete y cumple siempre, donde no hay pistola que se desenfunde sin dispararse y los capítulos lejos de estar diluidos en pausas y vueltas, son un concentrado de conflictos y emociones. Y de todos estos puntos altos, creo que no hay ninguno más alto que Ozymandias, el punto en que todos los viajes llegan a su destino terminal y se resuelven todos los conflictos que habían sido trazados a lo largo de seis años. Después de eso, Granite State es la coda triste, hermosa, donde todas las esperanzas se desploman (y Line of Fire, la canción de Junip que suena en ese episodio es el más perfecto resumen de todo lo que ha sucedido hasta ahí), y Felina es la coda más feliz, el cierre de círculos demasiado bien trazados (y Baby Blue, de Badfinger, que también es un resumen perfecto, sin bien uno un poco muy obvio y sobrecargado, como su propia entrada en escena).

Antes de esos finales está el momento culmine, el punto en que los destinos se cruzan. Ese duelo final en el desierto constituye, para mí, el mejor capítulo de una serie de televisión que haya visto a la fecha. Tom Mendelsohn lo lanzaba como pregunta retórica para el Independent. A mí no me quedan dudas. El final de los viajes conjuntos, el instante de la derrota final de Heisenberg y la caída del auténtico héroe de Breaking Bad es el mejor momento que la televisión dramática ha visto hasta el día de hoy.

 

 

Ilustración: Arnaud Gumet