Desnudos boca arriba, los dos en la cama de su casa, pienso que extraño el espejo en el techo.
Él gira, se apoya en el brazo izquierdo y me mira.
— Qué largo tenés el pelo —me dice mientras me separa del cuello algunas mechas transpiradas.
— Y estás muy flaca —agrega.
— ¿Algo más?
— Lo demás tal cual.
Él me hace reír. Ahora, por lo menos. Ya me hizo llorar tanto que ahora me hace reír. Se acerca y me besa. Me acuerdo de cómo besa y eso es raro. Son esas cosas que uno no sabe que se acuerda hasta que vuelven a pasar. Me acuerdo de cómo besa, me acuerdo de cómo huele, me acuerdo de cómo coge.
Se da vuelta. En la mesa de luz quedaron dos copas de vino. Él busca la almohada, tirada vaya a saber dónde, se sienta, agarra una copa y me pregunta con un gesto si quiero la mía.
— Sos lindo, eh —le digo— Pero tenés canas.
— ¿Algo más?
— Sos viudo.
— Ya era viudo cuando me dejaste.
Pienso que lo dejé porque era viudo. Y que era casado cuado lo conocí.
— ¿Querés chocolate? —dispara de golpe.
Me da ternura, él, esta noche.
— ¿Sabías que el chocolate da jaqueca? —le digo.
— No.
— El chocolate da jaqueca.
— ¿Querés chocolate?
— Hace más de dos años que no como chocolate.
Se pone serio. Me parece que, físicamente, ahora me gusta más que antes.
— No podés no comer chocolate —me dice de golpe.
Paso una pierna por encima de él, estiro la mano y agarro mi copa.
— Decime —insiste— ¿no te morís por un chocolate?
— Javi, me fascina el chocolate. Pero ya no como chocolate.
— Creí que era tu debilidad…
Pienso en mis debilidades de hace seis años y en las de ahora.
— Por eso son debilidades —le digo—. Puedo evitarlas. Las prefiero. Las elijo. Pero puedo negarme. Es la diferencia entre las debilidades y los vicios.
Frunce la frente. Cuando lo veo me acuerdo del gesto. Es como un perfume inesperado: el encuentro en la esquina de Rivadavia y Lafuente, la caminata de media cuadra, la escalera, la habitación… La mochila negra de él, demasiado cargada. Y los anteojos alargados y la frente crispada. Y entonces yo reclamándole que está muy serio. Y sacándole los lentes como si fuera la única receta. Después dos horas de todo lo demás.
— Dale…—me dice—, te prometo que si después te duele la cabeza voy a hacer que no te importe.
— Claro, el macho de América sos vos.
Estira una mano hacia atrás, abre a tientas el cajón de su mesita de luz y saca un toblerone grande. Me siento uno de los perros de Pavlov.
— ¿Y tus debilidades qué? – le digo.
— Las de siempre.
— ¿O sea…?
— ¿La lista?
Apoya el toblerone en la cama y lo hace girar sobre los lados.
— Chicas necesitadas —dice por fin.
Y se ríe.
— No por vos –agrega, como si hiciera falta.
Le conozco la debilidad. Yo soy –o era— una especie de accidente en ese sentido. Le gusta rescatar chicas. Esas chicas que mirás y decís: le hacen falta vitaminas.
– No por mí, claro. ¿Y qué más?
Pero un poco me extraña su conciencia de la debilidad.
— Fotos.
De eso me acuerdo. El mundo siempre fue fotografiable para Javi. No habla de fotos físicas. Habla de cómo mira. O de cómo miraría si cediera a la debilidad que tiene por mirar. No sé cuánto lo hace. Pero él saca fotos. Todo el tiempo.
Le arranco el chocolate de las manos.
— Cómo te gusta hacerme desear –le digo.— Dos años de disciplina férrea para que vengas a destruirlos de esta manera.
— Seis años.— me corrige.
Seis. Seis de puro protocolo cada vez que el trabajo hizo que nos cruzáramos. Seis de esquivarle todas y cada una de las insinuaciones. Y seis para ser débil con él de la manera más absurda.
— ¿Te doy dolor de cabeza, yo?, dice.
Mejor ignorar la factura que me pasa.
— El chocolate, te dije.
— Claro. Vas a superarlo. Vos superás todo, no te preocupes.
— Javi, no…
— Perdoná. Me quedó una basurita en el ojo…
Sin dejar de mirarlo cuento con la mano derecha la cantidad de barras que trae el toblerone: once. Siempre supe que eran impares. Separo cinco y se las doy a él. Seis para mí.
— A tu riesgo –me dice.
— ¿Ahora a mi riesgo?
— Vas a superarlo.
Y me vuelve a mirar serio. No tiene los lentes puestos, pero yo se los invento.
— ¿Así que fotos y chicas necesitadas? – le digo mientras siento en el hipotálamo que si literalmente me muero de jaqueca será una muerte de lo más digna.— ¿Algo más?
— Palta.
— ¿Palta?
— A los 43 descubrí que tengo debilidad por la palta.
¿Qué cosas sé yo de él? Le puedo adivinar los libros que compró estos seis años. Le puedo adivinar la música que escucha, las minas que mira. Pero me dice “palta” y entonces pienso que todo lo nuevo se me escapa y que él es, por eso, solamente nuevo.
— ¿Vos?
— Nada que no sepas. –miento.
Él sabe que miento, pero no dice nada.
Deja la copa en la mesa de luz, saca de entre los dos el prisma triangular de la caja roja y amarilla del toblerone, se acerca despacio y me apoya los pulgares exactamente sobre el coxis. Yo me estremezco.
— Ya veo —me dice.