El único habitante de aquella ciudad se prepara para salir a dar un paseo. Se ha puesto su mejor traje, como si fuera domingo. Siente un extraño ronroneo en el fondo de su estómago que se extiende por todo el cuerpo, transformándose en un cálido hormigueo al llegar a los dedos de sus manos y de sus pies. Tiene la sensación de que va a ser un día especial. Por eso ha elegido sus mejores galas. Se ha atusado el bigote, ha elegido los botines más limpios, ha tomado su mejor bastón y ha adornado su testa con su mejor bombín.
Así, convenientemente pertrechado, el único habitante de aquella ciudad sale a pasear. Recorre calles, plazas y avenidas, regocijándose de la belleza de lo que le rodea. Pasa bajo balcones engalanados, pisa bellas baldosas diestramente diseñadas y reposa junto a viejas palmeras. Y cuando ya le pesa el cansancio de tanto deambular y empieza a pensar en la vuelta, la visión de la vieja torre que domina la ciudad le anima a emprender un último esfuerzo. La perspectiva de la visión de su bella ciudad desde tan magna atalaya se convierte en un buen incentivo. Dicho y hecho. Toma la ancha avenida que lleva a la torre y no duda en ascender, jocoso, sus innumerables escalones. Una vez arriba, se siente ampliamente recompensado. Es más, incluso se siente reconfortado. Hasta que sus ojos, deleitados de tanto placer, vagan por los campos más allá de su ciudad, para llegar a vislumbrar, indefectiblemente, las pretenciosas edificaciones de su urbe vecina.
Llegados a este punto, el único habitante de aquella ciudad piensa que las comparaciones son inevitables, y su gozo es aún mayor al comprobar que la muralla de su vecino no es, en apariencia, tan gruesa ni tan sólida como la de su ciudad. Observa que sus edificios, aunque similares en ciertos aspectos a los de su urbe, no parecen tan bien construidos como los de su propiedad. Así mismo le parece justo reconocer que el diseño urbanístico de la población vecina no ha sido exquisitamente planificado como en sus posesiones. En definitiva, todo es jubiloso deleite, hasta que sus ojos sorprendidos tropiezan con la gran torre dorada que domina el casco antiguo. No tan solo se trata de una visión agradable y delicada, si no que es, simplemente, perfecta. Mucho mejor, desde luego, que esta vieja atalaya en la que se encuentra ya apesadumbrado. Todo aquel cálido run-run con el que empezó el día se ha convertido en un ácido resquemor. Compungido, regresa a su hogar, desolado.
Cansado por el viaje y abatido por la visión desde la atalaya, el único habitante de aquella ciudad se prepara un té para recomponerse. No cesan de repetirse en su mente las imágenes de aquella impresionante obra, enhiesta, gallarda, incluso insultante. Y, poco a poco, su pesar se va transformando en malestar y, más tarde, se torna enojo y amargura. Finalmente, entiende que tan solo le resta una salida. Resuelve declarar la guerra a su vecino para, así, invadirlo formalmente. Presuroso por la decisión, corre a su despacho en busca de los elementos necesarios. Elige el mejor pergamino, una pálida vitela emblanquecida de la mejor calidad. Después rebusca entre sus plumas, descartando las de ganso y otras aves menores, seleccionando una perfecta muestra del ala izquierda de un cisne. Finalmente, entre las tintas se decide por una Waterman Azul-Negro que produce un hermoso sombreado en los distintos trazos necesarios para escribir una palabra, variando de tonalidad e incluso de color en una misma letra.
Con su perfecta caligrafía, el único habitante de aquella ciudad redacta su
DECLARACIÓN DE GUERRA
Apreciado Enemigo.
Me permitiréis la la falta de delicadeza de otorgaros este nombre ya que, en realidad, desconozco el verdadero y, para el caso que nos ocupa, entenderéis que es el más adecuado. Aclarado este punto, paso a detallaros el motivo de esta declaración.
Desde el momento en que recibáis este manifiesto, queda establecido el estado de guerra entre nuestras dos ciudades. El único anhelo que me mueve es el de invadir vuestras posesiones con el objetivo de hacerme con ellas. Por ello, considero que vos me sobráis.
Por ello, y para que así conste, firmo y rubrico la presente Declaración de Guerra. Atentamente y sin acritud,
El único habitante de aquella ciudad firma el documento, contento de saberse en el camino correcto. Tras un ligero refrigerio para recuperar fuerzas, cambia su traje de paseo por una indumentaria más marcial, añadiendo a su vestimenta un elegante peto acorazado, un bello casco emplumado, el consabido sable ceremonial y, en su cartuchera de piel labrada, un revolver. Y, de esa guisa, viaja, ufano y con paso firme, hasta la ciudad vecina. Al alcanzar la muralla, ya enemiga en su mente, golpea enérgicamente la puerta principal. Tras la necesaria espera, su vecino abre la puerta. Y haciendo entrega del importante documento, declara con brío:
– Os declaro la guerra.
– Um – contesta su enemigo mientras lee el pergamino -. ¿No podríais aclararme un poco el motivo de esta invasión? Este documento es un poco vago al respecto. – Añade al terminar su lectura -. Quizás podamos explorar otras vías de solución a este conflicto.
– Señor – proclama el invasor -, encuentro que a pesar del trivial aspecto de vuestra ciudad, vuestra gran torre dorada es adorable y deseo poseerla.
– Sí eso es cierto. En ocasiones yo también he envidiado otros bienes. Lo entiendo. ¿Y puedo preguntaros cuándo será esta invasión?
– Por supuesto que podéis preguntar, señor. Pero entenderéis que no os pueda dar una respuesta clara. Es una sorpresa. Ya sabéis, es parte del arte de la guerra.
– Sí claro, es comprensible – entiende el enemigo.
– En ese caso, tan solo os queda firmar el documento y, oficialmente, estaremos en guerra. Si sois tan amable. – Añade el invasor haciendo un gesto indicativo hacia el documento.
Con la firma de su enemigo en la declaración, el único habitante de aquella ciudad vuelve a su morada, a preparar los planes de invasión. Pasan los días, pasan las noches, hasta que llega el momento adecuado. A penas quedan unas horas para amanecer, y el invasor, listo para su misión, se dirige a enfrentarse a su enemigo. Viaja de nuevo hasta la ciudad vecina y, con hábil subterfugio, supera la puerta principal. Decidido, recorre callejuelas desconocidas hasta alcanzar la plaza que alberga su mayor anhelo. Allí, a los pies de la torre, encuentra a su adversario. De un tiro certero, lo bate.
Lo primero que hace el único habitante de aquella ciudad es subir, ansioso, la laberíntica escalera de la gran torre dorada hasta alcanzar su altura máxima y, desde allí, disfrutar la vista de su recién adquirida posesión. La luminosidad del nuevo día le descubre una nueva perspectiva que le proporciona un punto de vista inesperado. Ciertamente, aprecia que, desde aquel observatorio, se trata de una ciudad perfecta. Empieza a sentir de nuevo aquel viejo ronroneo que desde lo más profundo de su ser se extiende por todo su cuerpo. Hasta que sus ojos se centran en su vieja ciudad, ahora triste y solitaria y, descorazonado, siente el pesar de lo que ha perdido. Si al menos tuviera alguien con quien hablar…
Ilustración: Stefan Zsaitsis