Hace hora y media que mamá está encerrada en el baño duchándose para ir a la iglesia. No irá ni contestará la llamada que mi papá nos hace siempre a las seis de la tarde, pues ya debe estar muerta.
La imagino recostada de espalda dentro de la tina con su cabeza en una extraña posición, así, bien torcida. Su agua siempre estaba con harta espuma, ahora tendrá manchas de sangre y pedazos de carne.
Me siento en el living, pero no enciendo la televisión, porque quiero disfrutar la alegría de saber que mamá muere en mi lugar favorito para escapar de sus ataques. Aunque mi papá la obligaba a tomarse las pastillas que le recetó el doctor para controlar sus alucinaciones, ella se las ingeniaba para no hacerlo y sufría recaídas. Disfrutaba perseguirme con un cuchillo gritando que me lo enterraría. Los cambios de personalidad producidos por su esquizofrenia la hacían tener miedo de mí y para evitar que yo le hiciera algo, intentaba asesinarme primero.
En sus días de crisis, solo la calmaba mi papá abriendo la puerta cuando llegaba del trabajo, porque muy loca podía estar, pero no era ninguna tonta. Sabía perfectamente que enfrentarse a mi papá era una mala idea, pues él con una llamada telefónica la internaría otra vez en el siquiátrico. Además a él poco le afectaban sus trastornos, porque casi no pasaba en casa, solo compartía a ratos conmigo y el resto lo descansaba. Mientras él tuviera comida en la mesa y la cama para dormir, todo lo demás no importaba mucho.
A veces yo no podía dormirme por culpa del recuerdo de la mirada asesina de mi mamá, pero con el tiempo descubrí una forma para terminar con las noches en vela y detener mis ataques nerviosos: inventé un ritual.
Era muy sencillo y que solo era importante para mí: me encerraba en el baño, sacaba las tijeras del botiquín y me cortaba un mechón de pelos, lo humedecía con saliva, lo envolvía en papel higiénico y lo metía en mi bolsillo. Al regresar a mi pieza los escondía bajo el colchón. Así no solo dormía bien, sino que con su tamaño también calculaba cuántas veces mi mamá intentaba apuñalarme.
***
Me incomoda la espera sin hacer algo útil, así es que con un impulso me levanto del sillón para ir a darle comida al perro, pues cuando se sepa que mi mami está muerta la casa se llenará de vecinos intrusos y no me dejarán alimentarlo.
El malagradecido me ladra enojado, no deja que me acerque. Ya no me quiere, por eso lleva meses sin que lo saque a pasear, prefiere seguir encerrado antes de ir conmigo al parque.
Su odio comenzó el día en que no logré completar mi ritual, porque cuando levanté el colchón descubrí algo parecido un muñeco escondido bajo la cama. Era más o menos del tamaño de mi block de dibujo.
No grité. No porque no tuviera miedo, sino que para evitar llamar la atención de mi mamá. Retrocedí arrastrándome hacia la puerta, por si necesitaba arrancar.
La figura de pelos y papel que se había formado salió desde bajo mi cama lentamente y se puso a caminar hacia mí. Sus piernas se doblaban haciéndolo tambalearse como si estuviera borracho. A pesar de eso, parecía orientarse muy bien, siendo que no tenía ojos. Cuando lo tuve cerca me tranquilicé, porque a pesar de su tamaño y de su nacimiento, sentía que se parecía a mí y me daba seguridad.
Con el tiempo nos hicimos buenos amigos, aunque era difícil comunicarnos. Lo bauticé como Bubín, porque así me llamaban mis padres cuando yo era pequeño y mi mamá aún no enloquecía. Le pinté una linda cara con mis lápices para que dejara esa apariencia monstruosa y fuéramos amigos.
El problema más grande con mi mascota fue el hecho de que Bubín deseaba crecer más rápido de lo que yo podía ayudarlo, entonces apenas tenía oportunidad iba a recoger los pelos de la alfombra o la ducha. Así estuvo hasta que llegó al patio y empezó a tomar los que botaba el perro, lamentablemente un día decidió arrancarle los mechones a la fuerza. Después de eso ya no pude salir más a estar con mi mascota.
***
Suena el teléfono, termino de darle comida al perro y entro a la casa porque tal vez es mi papá para saber cómo estamos.
Colgó antes de que yo alcanzara a contestar. Espero unos segundos por si llaman otra vez. Nada. Doy un paseo por la cocina y las habitaciones pensando en cómo sería vivir en la casa sin mi mamá. Nada estaría ordenado, porque mi padre jamás contrataría una empleada, sino que me obligaría a mí a limpiar. También estaría solo durante todo el día y podrían entrar ladrones. Mejor sería que mi papá me consiguiera una madrastra, así ella estaría en casa acompañándome cuando yo la necesitara.
Empiezo a preocuparme por Bubín, pues ya debería salir. Quizás necesita hacerle compañía porque la conoce desde que tiene vida.
¿Acaso está triste por haberla asesinado? Si es así sería muy malo, porque me culparía a mí de todo el daño que él ha hecho.
O tal vez mi mamá lo mató… ¿Pero cómo sería posible si ni siquiera tiene un corazón en su pecho? Solo es pelos, saliva y papel higiénico. Con el tiempo el cuerpo de Bubín se había puesto duro como la témpera cuando se seca. El agua sería una buena opción para matarlo, pues lo reblandecería y podría arrancarle a pedazos sus brazos o cabeza.
Ella es capaz de eso y mucho más con tal de hacerme daño.
Golpeo la puerta del baño desesperado, necesito saber qué sucede adentro. No me atrevo a abrirla, no quiero ver a ninguno de los dos muertos. Espero una respuesta y no sucede nada. Acerco mi oreja y escucho un leve rumor. La duda me obliga a entrar.
La imagen es violenta: Bubín le ha arrancado un brazo a mi mamá y lo refriega por la cara que le dibujé. Es como si lo lamiera, le diera unos besos de despedida o se la quisiera comer. No lo sé bien, porque su boca es solo una línea sonriente.
Los muros están salpicados de sangre, el agua tiene un sucio color rojo. Creo que él le arrancó las tripas para meterse en su barriga, para tener algo parecido a un nacimiento.
Le grito para que se detenga y suelte el brazo de mi mamá. Con un gesto de sorpresa se gira hacia a mí, no camina, sino que se arrastra para tomar mi pierna. Es un claro signo de arrepentimiento, no es feliz. Solo actuó porque yo lo obligué.
Aunque lo quiero como un hermano, siempre le hice creer que él era un monstruo, pero en realidad lo soy yo. Y ahora él lo comprendió. Estoy solo en esta casa, necesito huir, sino llegarán los vecinos y me encerrarán en un manicomio como lo hacíamos con mi mamá.
Libero mi pierna de su agarre y escucho el pestillo de la puerta de la casa que se abre dejando ver a mi padre en el umbral.
Ilustración: Luis Naranjo