Magdalena está preparada para ir a pasar unos días con su madre. Hace unos meses que se ha quedado sin trabajo y tiene la moral por los suelos. A la postre, ha descubierto que su esposo se la pega con otras…
Lleva años sospechándolo. Hogaño, con tiempo libre, se ha cerciorado. No es la primera vez que descubre manchas de carmín en su ropa. Cuando le pregunta, Jesús, siempre le contesta lo mismo: “cariño he ido a ver nuestra pequeña –venteañera emancipada-, ya sabes que es muy besucona…”
Con las horas de asueto hace cábalas. En la perfumería, le dicen el color exacto del labial. Marcha a casa de su hija y, ¡zas! La niña nunca ha utilizado el tono “rojo coral” de Astor.
Siempre ha pensado que los humanos, como el resto de mamíferos, son polígamos. Sin embargo, las mujeres –por lo general- llevan la cornamenta. Piensa que las de su género, saben aguantar el temporal y los sudores de la entrepierna. Los machos, no.
Con este panorama, sólo le falta descubrir si tiene una pilinguis o se va de putas. Está a punto de contratar a un detective. En el último instante, se arrepiente.
– Mira, lo he decidido. Desde que el médico me dio botica, estoy feliz y a gusto con mis protuberancias (se toca la cabeza para ver si las astas son demasiado exageradas. Le entra la risa). Qué Jesús haga lo que le dé la gana. Una, se va con mamá –le cuenta a su amiga Dolores por teléfono.
-Ves a pasar unos días y ya está.
-No Dolores, no. Volveré cuando haga calor.
-Me dejas sola.¡Qué mala eres!
-¡Estoy harta! Qué se quede de Rodríguez todo el invierno. Ya se acordará de mí cuando haga frío…
Camino de Almagro –donde vive su progenitora-, Magdalena canturrea. Está escuchando a Camarón. Se engancha en una estrofa y le sale la risa floja; su acompañante perpetua desde que toma Prozac. Seguido, necesita orinar. ¡Mierda, qué me meo! –Suelta con gracejo-. Hasta dentro de cincuenta kilómetros no hay un área de servicio. Tengo que parar por narices.
Minutos más tarde, aparca en el arcén y está –entre unos matojos- con el potorro al aire y ese rostro extasiado que ponemos cuando sale el chorro. La mismísima Santa Teresa en uno de sus trances.
¡Piii!!! ¡Piii!!! Un ensordecedor claxon, hace que mire hacia la carretera. Justo, pasa un tráiler. Desde la ventana del copiloto, un mulato le vocea:
-¡Quién fuera hierba para acariciar tus bajos! ¡Wapa!
-¡Ay Dios! ¡Ay Dios! –Repite (santiguándose) con el culo al aire y subiéndose los pantalones como puede.
El camión se esfuma en el horizonte. Magdalena vuelve a su Ford, roja como una fresa madura.
-¡La madre que lo parió! –Maldice-. Si llega unos segundos antes, me corta la meada.
Al decir estas palabras, se percata de algo inusual: está húmeda.
-¡Madre mía! Me he puesto como una moto. Si me ve la ginecóloga me dice que de óvulos lubricantes, nada. Jejejeee… ¡Estoy hecha una jabata!
Emprende la marcha, más feliz que unas castañuelas. Enciende el DVD y cambia de artista. Toca algo más sexy; unos R&B de su hija. La música hace que la carretera se le antoje diferente.
Se apea en el Área de servicio para llenar el depósito. Baja, carga el tanque con gasolina sin plomo y vuelve a subir. Cuando pasa por la zona de vehículos pesados, ve el camión del mulato.
-Paro y veo como está de cerca. Pero, ¿dónde vas Alfonso XII? Si tienes más años que Matusalén –dice así misma mientras repasa sus labios en el retrovisor.
No puede evitarlo. Para y va a la cafetería. Está vacía. Entra –con su melena negra, cantoneándose-. Sara Montiel en plena madurez. En la barra, el mulato con otro bizcochito, de la edad de su vástaga.
-¡Joder! Si los dos están de rechupete. Unos ciervos para mojar ––murmura por lo bajini.
Se acerca a la barra y le dice a la camarera:
-Ponme lo que estén tomando los chicos. Pago la ronda.
Media hora después, entra en una habitación del Motel colindante con el cuarterón de uno noventa. Se siente como la Bassinger en “Una mujer difícil” o quizás la Dunaway “En los brazos de la mujer madura”. Opina, que si los hombres se lo pueden montar con jovencitas; ella se puede calzar a un polluelo.
Magdalena se desviste a lo leona. Poniéndose a cuatro patas sobre la cama. ¡Gr…!!! Gruñe con sus zarpas de gel. El camionero, se quita la ropa despacio… Cuando termina, la exuberante felina, es un gatita que quiere huir.
-¡Qué pasa! ¿No te gusto? –Le suelta con los brazos en jarras.
-No hijo, no. ¿Cómo no me vas a gustar? Eres una estatua de ébano.
-¿Qué? ¿Qué?
-Nada, nada… Que estás muy bien dotado. Demasiado. No estaba preparada para esto.
El chico no le hace caso, la tumba; le abre las piernas con sus musculados brazos. Ronronea por su pubis y le desabrocha el body –chocolate, que tanto estiliza su figura- con la boca. Juguetea con todo lo que atisba su lengua, larga y dúctil. María tiene un orgasmo.
Tal cual, se la carga el torso, la apoya contra la pared y la penetra hasta la garganta. Ella gime de placer. Chilla como una endemoniada. Un segundo orgasmo hace que su cuerpo experimente una ola de sacudidas perpetuas.
En uno de los brutales movimientos, se percata que el conductor –rubio y con ojos almendrados- está sentado. Desnudo, masturbándose.
-Oye, que tu compañero ha entrado –le suelta al buenorro del negraco.
-Tranquila –contesta el espécimen de primera que la mantiene en el Nirvana.
Su fantasía la lleva a una película que vio hace años. Sólo recuerda que la chica se convierte en un sándwich. Uno por delante y otro por detrás. Se relame, pensando…
El rubiales se acerca. Magdalena piensa, que de un momento a otro, se convertirá en un bocadillo. De repente, alucina. El nibelungo arremete al mandigo.
Forman un trenecito. La pared, ella, el mestizo y el caucásico.
El affaire de Magdalena es un regalo del cielo. Pese a tener familia y amigos, muchos. Quizás, demasiados. Es la imagen perfecta de la soledad.
Ilustración: Paula Bonet