EL RELÁMPAGO ROTO
I
Entonces, quién mancilló tu santidad,
serpiente emplumada, eclipsado auriga del alba?
Quién arrojó lejos la puntiaguda máscara
y descubrió tu fealdad, la vileza de tus facciones
al mundo horrorizado?:
como un porquerizo arrojaste estiércol
a tu amada, hermana en la devoción, la ardiente gratitud.
Se hundió el esplendor en el lodo de la Humanidad,
esa puta acorralada.
Aquel que reunía las alcabalas
para el numen silente,
el portador del áspero maxtli y de las espinas,
el que resguardaba las ensoñaciones de barro
y acordaba con diligencia la quema del copal,
sumido en el desamparo de la duda,
mudo como el cráneo de un antepasado
cuyas órbitas no alcanzan a explicar
la medida de su grandeza,
la raíz de su quebrado linaje.
En el lodo, emplumada serpiente,
más hombre que los mismos hombres
que pecan, se ilusionan y desfallecen,
leves flores arrebatadas por el lluvia
que baja de los montes.
II
Fragmentos astillados de la escudilla
que te perdió, Quetzalcoatl,
la ebriedad del pulque reseca
manchando aún los murales de tu memoria.
Alguna vez sofrenaste a los perros del espanto,
alguna vez descendiste entre los muertos,
abismándote en su carnaval callado
y volviste con la delgada antorcha de la palabra
para encender la visión de los hombres ciegos
y llamarlos a su destino.
Pero ya la ignorancia entrega tus hijos
embebidos a Mictlantecuhtli, señor de los descarnados.
Ya sus cabezas son exhibidas en los mercados o en las plazas
como si fuesen los miembros de guajolotes o puercos,
ya sin misericordia en las calzadas son perseguidos,
ya son muertos por defenderse de quien los extermina,
ya sus nombres han de ser tachados de la Piedra de los Encantos
hasta parecer escrituras de tiempos pretéritos.
Sangrando tu carne fragmentos astillados:
y te asombras del espectro macilento
que te observa fascinado desde el sombrío umbral,
tu doble en el espejo de pirita,
que te susurra que sólo la noche y el azar
gobiernan el cielo y sus constelaciones.
III
El escriba nos presenta tu rostro azotado
por la emoción –arrugado códice-
mientras la gran hoguera levantaba sus brazos
hacia el cielo y te invitaba con susurros,
con cánticos velados,
a ser ligero polvo que la mar confunde
con su espuma.
El escriba nos enseña que incluso
frente a las fauces del vacío
conservaste una dignidad imposible,
de aquel que no paga tributo a madre,
del que no desea perpetuarse
mediante las artes de la carne
sino en busca de su anhelo
estallarse solo.
Pero, ¿cual sería tu verdadero rostro,
cómo resonaría tu aliento
-pasmado conejo
entregado a la marea de la muerte-
en el segundo que la carne
fuera aguijoneada por el fuego?
¿Cuántos gritos, invocaciones al padre
-elielilammasabacthani-,
cuánto desgarro encarnado?:
No, el tlacuilo no sabía nada,
sólo repitió sobrecogido
la leyenda que viejos intérpretes
habían heredado de sus abuelos.
Y detrás de cada palabra, de cada gesto,
siempre, siempre cabal miedo,
el abismo desconocido que opaca
la pura promesa de resurrección:
un muñeco de ceniza orinando
sobre el trono de nuestra alma,
inclemente bereber que arroja tiniebla
sobre la lumbre apenas sostenida
y devora a Venus como el monstruo de la tierra
en la sempiterna crónica del mundo.
Y aún así el terco escriba
te llama triunfante lucero, primer nauta,
aunque la noche haya enterrado
tu tesoro en la más antigua oscuridad.
IV
Penetrado habías las tinieblas,
rasgado las telas que encubren
el espejo humeante del acaso
-lechuza terrible-.
Agazapada catástrofe,
la angustia subyugaba tus ojos,
duras agujas de hueso
punzaban brazos y piernas
que no terminaban nunca de sanar
ni de redimir los pecados de tus hijos.
Eterno insomnio: contemplar el futuro
es maldición para la carne.
A la medianoche, baño sagrado.
Y en el silencio esquizo
de la oscuridad intocada, llorar
por el destino de tus pobres polluelos:
los nigromantes, los devoradores de corazones
derribarían el árbol del que todos descendemos
y alzarían por nuevo sol al pedernal insaciable.
Entonces la noche se tornó un insulto infinito,
una brasa que ninguna palma podría sostener:
 
V
«Antes que los termiteros de la noche
se poblaran de pequeñas y grandes bestezuelas
y que el resplandor de los machetes
iniciara la caza del hombre por el hombre;
Antes que la negrura del caos se coagulara
y del retorcido muñón por el miedo modelado
sólo pudiera exprimirse la sangre sucia de los caídos;
Antes que viéramos desfilar por las calzadas de piedra
de esta Tollan trastornada los ejércitos harapientos:
torpes Edipos circulando por los vagones del metro,
malabaristas del hambre castigando su piel con astillas y vidrios,
viajeros del tiner alzando la voz a compañeros imaginarios,
descalzos niños indios pidiendo una limosna;
Antes que la herrumbre, el extravío amargo
apagara los fuegos de la adoración
y nos entregara el rugoso ídolo del tiempo,
frágil, lleno de la mierda de un escarabajo pelotero
para adorar en el santuario de nuestra ignominia;
Antes que la edad derribara los soles agotados,
como viejos maderos de una casa inestable
y ahogara los distintos clanes, tótems empequeñecidos,
pálidas hormigas aplastadas por el aluvión;
Antes que el desierto devastara la extensión de ojos brotados
e instalara sus espejismos y barrancos por hogar,
su sal intolerable en señal de brújula y heredad a las generaciones venideras,
sin más para beber que el naufragio de violentas estaciones;
Antes que la melodía se perdiera en el follaje de rascacielos otoñales,
perdida la vida en antros de muerte de los que ninguna Sibila
podría rescatar profecías o paraísos;
Antes que tu cuerpo se extraviara del lecho que compartíamos
y ya no pudiera ser el habitante de tus besos,
la embriaguez inigualada de nuestro amor enterrada
por quién sabe qué dudas o tormentos;
Antes que los pueblos fueran sometidos
al látigo de fuego del mal gobierno,
abatidos en los montes, en las calzadas o los llanos,
sus cuerpos de puentes colgantes
como advertencia contra el legítimo anhelo;
Antes que pirámides de cráneos florecieran
como plantas de maíz por Tollan mancillada,
como peste traída por los esclavos de Oriente
a consumir nuestra esperanza;
Antes que el cielo, como un águila que desciende,
alejara su rostro, escondiera su bondad a los apenas nacidos,
sombríos presagios surgiendo de las entrañas de los asesinados;
Antes, mucho antes de la gran oscuridad,
cuando el soplo de los altivos fundó su resplandeciente villa
en un terreno consagrado por la luz y el mito.”
VI
El embaucador, el seductor sin sosiego,
Tezcatlipoca, humeante astucia, dijo:
«Ni paz ni piedad en el mundo.
Como una columna creciente
se alza la algarabía de caracolas, atabales y silbos
invocando el desorden y la guerra.
Porque el caos gobierna las acciones de los mortales.
Desde las azoradas montañas
baja el aullido de los descuartizadores,
anhelantes de sangre y cabelleras cortadas,
para cumplir los vaticinios que TloqueNahuaque
entrevió para sus ensombrecidos hijos.
Esta sed de corazones y muerte
no podrá ser saciada, recto Quetzalcoatl.
Ni disipada tampoco la oscuridad
que nos entroniza, entre la que nos consagramos
a rituales de sombras.
Somos el adobe sobre el que se funda
el siempre voluble espíritu de los hombres,
el fuego que pervive en sus altares.
Esa necia criatura, cuyo cuerpo
se arruga como el fruto del chile
bajo el puño del tiempo,
cuya voluntad se entrega débil
al oro y la seducción de los senos de las hembras,
ha sido hecha a nuestra imagen y semejanza,
nunca a la tuya, emplumado relámpago.”
VII
Una máscara de espuma golpeada por el océano,
una y otra vez, contra los arrecifes del Tiempo.
Una imagen, esculpida por los indios
en sus enciclopedias de piedra.
Una estrella que retorna tras cada ciclo
a ocupar su solio en el firmamento.
Un nombre, sílabas de fuego,
que los siglos no han logrado desintegrar.
Y muertos, muertos,
tantos, inútiles muertos
acogidos sin distinción por la tierra,
siguiendo en silencio tu ruta funesta,
en busca continua del Origen y su Retorno.