Lorena Ainavilo era una mujer de cincuenta años, se consideraba a sí misma exitosa e independiente, había construido un imperio de la nada, luego de quedar embarazada, a los diecinueve años, dejó sus estudios de biología marina en la universidad de Valparaíso para casarse e irse a vivir a una pequeña ciudad con su marido. Al poco tiempo de nacido su primer hijo se separó y volvió a su ciudad natal, La Serena, donde su padre la ayudó a fundar un pequeño negocio, que con los años fue creciendo hasta convertirse en uno de los líderes en su rubro.
Lorena había trabajado y ahorrado toda su vida y por fin lograba concretar su sueño, un departamento exclusivo en Villarrica, ciudad natal de su abuela, de quién decían era una Machi respetada entre la comunidad Mapuche de la zona. La propiedad poseía vista al volcán y al lago, terraza, puerto propio, piso flotante, enormes ventanales, tres dormitorios, dos baños y trescientos metros cuadrados para recibir a la familia durante las vacaciones.
Lorena había educado a sus hijos mayores y solo le quedaba la menor, Rayen, hija de su segundo matrimonio, también fallido, una jovencita de diecinueve años, alegre y despreocupada que estudiaba medicina, la luz de sus ojos, y con quién viajaba para amoblar su nueva adquisición.
Salieron del camino de la fruta a la altura de Pelequén, habían viajado toda la noche y Rodrigo Deutzberger, el prometido de Rayen viajaba en el asiento del copiloto de la Ford Ranger tres punto seis de color blanco. Rayen dormía acostada en el asiento trasero.
Se habían detenido un par de kilómetros atrás a cargar combustible y Lorena y Rodrigo conversaban animados pensando en los muebles y el color de las cortinas, la moto de agua que habían encargado a Estados Unidos y la lancha que pretendían comprar después, para que los tíos fuesen a pescar salmones y truchas al lago Villarrica. Rodrigo conocía bien el lugar, pues su padre, un médico retirado de la armada también tenía un par de casas cerca de Pucón, y todos los veranos los pasaba practicando deportes acuáticos con sus hermanos.
Eran las diez de la mañana, el sol picaba en los ojos y entibiaba la cabina, en la radio Michael Bublee cantaba “Feeling good” y Rodrigo se quedó dormido, Lorena sonrío al mirarlo, apuesto, con sus rizos castaños cayendo sobre sus sienes, su mandíbula bien formada y los bellos incipientes de una barba aún por definir, con un futuro brillante y una apellido de alcurnia, pensando en los hermosos nietos que la pareja le entregaría.
Sintió un ligero cansancio y ajustó la velocidad crucero del vehículo a cien kilómetros por hora, para evitar cualquier contratiempo con la policía, un bus de dos pisos pasó junto a ella y luego un camión Freight Liner con acoplado cargado con madera se perdieron tras una curva más adelante. Lorena cerró los ojos un segundo.
La camioneta estaba incrustada en un bloque de cemento, su pecho ardía a cada inhalación, la bolsa del “air bag” cubría su rostro y un polvo blanco cubría sus cejas y su pelo, se liberó del cinturón de seguridad y se sacó la bolsa blanca que comenzaba a desinflarse de delante de sus ojos, el metal retorcido de la camioneta se abrazaba a la gruesa estructura del colector de aguas, el radiador botaba líquido refrigerante a borbotones y este se mezclaba con aceite de motor y aceite hidráulico. durante los primeros segundos Lorena no supo interpretar bien lo que estaba pasando, pasaron varios minutos en que todo parecía un sueño, una mala pesadilla, pero Rodrigo se quejaba a su lado, tosía por el polvo, lloraba.
Rayen sin embargo, parecía seguir durmiendo acostada en el asiento trasero, solo una pequeña marca roja en su frente indicaba que no todo estaba bien.
Ocho horas más tarde Lorena y Rodrigo, sin más que un intenso dolor en su caja torácica, llagaban a la clínica santiaguina a la cual el helicóptero había trasladado a su hija, que era mantenida tibia y respirando gracias a maquinas de acero y plástico que hendían su cuerpo, la muchacha estaba al fondo de la sala de tratamientos intensivos en una camilla con un tubo entrando por su garganta, con múltiples jeringas y mangueras conectadas a sus manos y electrodos monitoreando sus signos vitales, una enfermera le había hecho una trenza en su cabello negro y lustroso, y su pálida piel estaba cubierta por una delgada sábana azul; todas las esperanzas, todos los futuros posibles, todos los planes de Lorena Ainavilo terminaban en el enchufe de aquella pared, de aquél box al final de la sala de la cínica más costosa de Chile.
Los doctores pidieron de inmediato su autorización para desconectarla, pues la pequeña Rayen presentaba un traumatismo encefalocraneano que la había dejado con muerte cerebral, Lorena no lo dudó un instante. El olor a alcohol gel llenaba sus fosas nasales y las lágrimas escurrían por su rostro mientras firmaba los papeles que le ponían por delante. Rodrigo lloró y veló a su prometida toda la noche, al día siguiente, acompañó a Lorena a buscar el cuerpo de Rayen al servicio médico legal y dio un sentido discurso antes de que el cajón bajase y fuese tapado con tierra en un cementerio con vista al mar.
Seis meses después, Lorena Ainavilo se colocaba un chaleco salvavidas, un casco y metía una mochila al compartimento estanco de la moto acuática SeaDoo RXT 260, colocó la llave, soltó amarras, pulsó el botón de arranque y el motor ferrari ronroneó bajo sus piernas, e impulsada por el chorro de agua producido por la turbina se alejó de la orilla en dirección a una pequeña isla en medio del lago Villarrica.
El sol se escondía detrás de la ciudad cuando la moto encalló en la playa, Lorena la amarró a una roca y se internó en el bosque solo con la mochila en su espalda. Las estrellas poblaban el firmamento y las lenguas de fuego una enorme fogata trataban de llegar a ellas, desafiando al impertérrito volcán hacer lo mismo, mientras una mujer danzaba desnuda, tocando un kultrún, cantando en una lengua olvidada por el hombre blanco.
Los huesos de Lorena Aniavilo fueron encontrados completamente calcinados entre las cenizas de una enorme fogata por un turista que llegó a la isla un día después, la moto inscrita a su nombre, los fémures y el cráneo completaron el puzle para la policía de investigaciones. una mochila, un tambor de cuero y un puñal de sílex lleno de grasa humana no les parecieron relevantes; Lorena Ainavilo se había suicidado por la tristeza de haber perdido a su hija menor.
Ese mismo verano, Rodrigo Deutzberger paseaba en su moto de agua con su nueva novia abrazada a su espalda, el sol caía en el horizonte y él le imprimía velocidad rompiendo las pequeñas olas que hacían saltar la pequeña embarcación como un potro salvaje, el agua salpicaba a sus costados mientras el enorme volcán Villarrica, llamado Rukapillán por los nativos, los observaba impasible con sus costados nevados, soltando peresosamente volutas de humo. Dieron un par de vueltas a la isla, contemplando la playa y el bosque de notros y lengas que la poblaban, dejando tras de si una estela de espuma que dibujó un círculo en torno a ella. Rodrigo detuvo el motor. Habían pasado seis meses desde el accidente que se había llevado a la mujer de su vida, y sin embargo ahí estaba, ahogando sus penas en otros labios; por su salud mental, decidió alejarse de la madre y la familia de Rayen, y su nueva compañera era un paño de lágrimas deseoso de complacerlo en todos sus caprichos.
El agua movía la moto suavemente de un lado a otro, y el aroma del agua dulce mezclado con el olor del bronceador de su acompañante lo embriagaban, invadiendolo de fogosidad. Rodrigo se volteó y los dos jóvenes quedaron frente a frente, las nubes se encendían en rosados y naranjos arreboles desplegados por el cielo, sus labios se juntaron y sus lenguas se fundieron en un húmedo enredo, sus pechos se aceleraron y las manos de Rodrigo se apuraron bajo el chaleco de su copiloto que se abrió rápidamente, la boca del joven bajo ávidamente desde su cuello hasta sus rozados y endurecidos pezones donde se entretuvo succionándolos mientras ella liberaba su hombría de debajo del traje de baño. Rodrigo se detuvo y tomó a la jovencita por la nuca, ella no se hizo de rogar, había logrado hacerse de ese hombre con aquellas artes, y le encantaba bajar entre sus piernas en todo lugar, para demostrarle su disposición a complacerlo. Rodrigo miraba extasiado como su miembro desaparecía entre los labios de su nueva novia, esos momentos de placer encegecedor eran lo único que le permitían olvidar el dolor constante que significaba la perdida de su verdadero amor.
Cuando la semilla hubo sido cosechada y tragada al fin, y Rodrigo hubo recuperado el aliento y la compostura, se dio cuenta que el sol había bajado ya, y que solo le quedaban unos veinte minutos de luz.
—Abróchate el chaleco, —Dijo encendiendo el motor —tenemos que volver a la dársena ahora mismo, se nos hizo tarde. —Presionó el botón de arranque y el motor comenzó a andar.
—¿Qué es eso?
—¿Qué cosa? —Preguntó Rodrigo acelerando, pero la moto no avanzó.
—En el agua, alrededor de la moto, es como un cuero.
—¿Un cuero? —Exclamó él asustado acelerando aún más, pero el motor se detuvo súbitamente, trancado. —Un cuero —Gritó horrorizado entonces, contemplando como, desde la superficie del agua, el pellejo viscoso de Lorena Ainavilo se levantaba para envolverlo y silenciar sus espantosos gritos.
Ilustración: The drowned, por Adwohs