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Oyó a su madre, muerta hacía un lustro, cuando le decía al oído que no tuviese miedo, que estuviera tranquilo, que Dios perdonaba los pecados de quienes morían por causa del fuego, los elevaba, y los reunía con sus muertos en el Paraíso. En esa memoria pensó el Jhonny, preso de la Torre 5, cuando vio avanzar el fuego por las paredes del abismo, única luz entre la oscuridad terrible del encierro. Entonces, abandonó la lucha inútil de sus compañeros de celda, tomó su rosario (única posesión que conservaba) y se acostó en el catre a soñar, imaginando que los gritos enloquecidos de los demás eran la formación de una letanía o un canto de liberación; y rezaba en silencio, como para no interferir la perfección del horror. “¡Mami!” alcanzó a gritar, justo antes que las llamas lo apagasen para siempre.

Años atrás (o años más tarde; no sé bien si es una previsión o un recuerdo) similar intuición inunda el pensamiento de un hombre. Recuerda, mientras suplica a gritos conocer el destino de sus hijos desaparecidos, los diálogos con su profesor de historia, en su memoria enmohecido, cuando le hablaba de las piras fúnebres griegas, donde los cadáveres de los héroes eran ofrecidos al Hades, con un óbolo en la boca para pagarle el viaje al Barquero. Cree (y en esta fe habita su miedo) que la penuria de sus hijos será siempre mayor a la suya. Y fue quizás por estas magias, o tal vez por otra idea, más secreta, remota y feliz, que este hombre, ante la arremetida de la policía y el espanto de cientos, se prende fuego.

La opinión pública se deja llevar por la novedad y el terror, y atribuye este acto al triunfo de la desolación; ignora, por cierto, que en los pensamientos de este hombre se anidan la tristeza, el miedo, cierto odio velado, pero también la esperanza y la compasión. Que intuye, llegado el instante del fin, que después de la vacilación, la resolución mortal, el frenesí, la luz, el calor infernal, el dolor insoportable, el terror y la muerte, él y sus hijos serán, por el fuego, redimidos.

Un policía asustado se acerca al cadáver desfigurado por las llamas. Para que su pavor sea definitivo, una moneda de cien pesos cae humeando desde la boca del muerto.

Ilustración: Heads, de Michael Kutsche