Fue el verano en que murió Coltrane. El verano de «Crystal Ship». Los hippies alzaron sus brazos vacíos y China hizo detonar la bomba de hidrógeno. Jimi Hendrix prendió fuego a su guitarra en Monterey. AM radio retransmitió «Ode to Billie Joe». Hubo disturbios en Newark, Milwaukee y Detroit. Fue el verano de la película Elvira Madigan, el verano del amor. Y en aquel clima cambiante e inhóspito, un encuentro casual cambió el curso de mi vida.
Fue el verano en que conocí a Robert Mapplethorpe.
Unos niños
Hacía calor en Nueva York, pero yo seguía llevando mi gabardina. Me daba confianza cuando recorría las calles en busca de empleo; mi único currículo era una breve temporada en una imprenta, unos estudios incompletos y un uniforme de camarera perfectamente almidonado. Conseguí empleo en un pequeño restaurante italiano de Times Square que se llamaba Joe’s. Cuando se me cayó una bandeja de ternera a la parmesana sobre el traje de tweed de un cliente a las tres horas de haberme incorporado, me exoneraron de mis obligaciones. Sabiendo que jamás lograría ser camarera, dejé el uniforme (solo ligeramente manchado) con los zapatos a juego en unos aseos públicos. Me los había regalado mi madre, uniforme blanco y zapatos blancos: en ellos había depositado sus esperanzas de bienestar para mí. Ahora eran como lirios marchitos, abandonados en un lavabo blanco.
Cuando me interné en el denso ambiente psicodélico de Saint Mark’s Place, no estaba preparada para la revolución que ya se había iniciado. Había un inquietante clima de vaga paranoia, un trasfondo de rumores, fragmentos de conversación que anticipaban la futura revolución. Me quedaba allí sentada, intentando entenderlo todo, con el aire cargado de humo de marihuana, lo cual puede explicar mis nebulosos recuerdos. Deambulaba por una tupida telaraña de conciencia cultural que no sabía que existía.
Había vivido en el mundo de mis libros, la mayoría escritos en el siglo XIX. Aunque estaba dispuesta a dormir en bancos, metros y cementerios mientras no encontrara trabajo, no estaba preparada para el hambre constante que me atormentaba. Yo era una muchacha flaca que lo quemaba todo enseguida y tenía un apetito voraz. El romanticismo no podía colmar mi necesidad de alimento. Hasta Baudelaire tenía que comer. Sus cartas contenían muchos lamentos desesperados por faltarle la carne y la cerveza negra.
Necesitaba un trabajo. Fue un alivio cuando me contrataron como cajera en una de las sucursales de la librería Brentano’s. Habría preferido trabajar en el departamento de poesía a tener que registrar las ventas de joyería y artesanía étnica, pero me gustaba mirar las baratijas de países lejanos: pulseras bereberes, collares de conchas afganos y un Buda incrustado de joyas. Mi objeto favorito era un modesto collar de Persia: dos placas de metal barnizadas unidas por recios hilos negros y plateados, como un escapulario muy viejo y exótico. Costaba dieciocho dólares, lo cual me parecía mucho dinero. Cuando había poco trabajo, lo sacaba del estuche, reseguía la caligrafía grabada en su superficie violeta e imaginaba historias sobre sus orígenes.
Poco después de que empezara a trabajar, entró en la librería el muchacho que había conocido en Brooklyn. Estaba muy diferente con camisa blanca y corbata. Parecía un colegial católico. Me contó que trabajaba en Brentano’s de Manhattan y tenía un bono que quería utilizar. Pasó mucho rato mirándolo todo, los abalorios, las figurillas, los anillos de turquesa.
Por fin, dijo:
—Quiero esto.
Era el collar persa.
—Vaya, también es mi preferido —respondí—. Me recuerda un escapulario.
—¿Eres católica? —me preguntó.
—No. Pero las cosas católicas me gustan.
—Yo fui monaguillo. —Me sonrió—. Me encantaba balancear el incensario.
Estaba contenta porque había elegido mi artículo preferido, pero triste por que se lo llevara. Cuando lo envolví y se lo di, dije, sin pensármelo:
—No se lo regales a ninguna chica que no sea yo.
Sentí vergüenza de inmediato, pero él solo sonrió y dijo:
—Descuida.
Después de que se marchara, miré el trozo de terciopelo negro donde había estado el collar persa. A la mañana siguiente, un artículo más trabajado ocupó su lugar, pero carecía de su sencillez y misterio.
Cuando terminó mi primera semana, yo tenía mucha hambre y seguía sin tener adonde ir. Me aficioné a dormir en la tienda. Me escondía en el baño mientras los demás se marchaban y, cuando el vigilante nocturno echaba la llave, dormía encima de mi abrigo. Por la mañana, parecía que hubiera llegado temprano. No tenía ni un centavo y hurgaba en los bolsillos de los empleados en busca de monedas para comprarme galletas de mantequilla de cacahuete en la máquina expendedora. Desmoralizada por el hambre, me horroricé cuando no me dieron ningún sobre el día de paga. No había entendido que retenían el sueldo de la primera semana y me fui a llorar al guardarropa.
Cuando regresé a mi puesto, me fijé en que había un hombre merodeando por la librería, observándome. Tenía barba y llevaba una camisa de raya diplomática y una chaqueta con coderas de ante. El supervisor nos presentó. Era escritor de ciencia ficción y quería invitarme a cenar. Pese a tener veinte años, la advertencia de mi madre de que no fuera a ninguna parte con un desconocido resonó en mi conciencia. Pero la perspectiva de cenar hizo que flaqueara y acepté. Esperaba que el tipo, siendo escritor, fuera agradable, aunque parecía más bien un actor que interpretaba a un escritor.
Caminamos hasta un restaurante situado en la base del Empire State. Yo no había comido nunca en un sitio bonito en Nueva York. Intenté pedir algo no demasiado caro y elegí pez espada, cinco dólares con noventa y cinco centavos, lo más barato de la carta. Aún veo al camarero dejando el plato delante de mí con una buena cantidad de puré de patatas y una rodaja de pez espada demasiado hecho. Aunque estaba muerta de hambre, apenas pude disfrutarlo. Me sentía incómoda y no tenía la menor idea de cómo llevar la situación ni de por qué quería él cenar conmigo. Me parecía que se estaba gastando mucho dinero en mí y empecé a preocuparme por lo que esperaría a cambio.
Después de la cena, fuimos a pie hasta Manhattan. Nos dirigimos al este y nos sentamos en un banco del parque Tompkins Square. Yo estaba buscando una vía de escape cuando él sugirió que subiéramos a su piso a tomar una copa. Ahí estaba, pensé. El momento crucial sobre el que me había advertido mi madre. Miraba frenéticamente a mi alrededor, incapaz de responderle, cuando advertí que se acercaba un joven. Fue como si se abriera una puertecita del futuro y de ella saliera el muchacho de Brooklyn que había elegido el collar persa, como una respuesta a la plegaria de una adolescente. Reconocí de inmediato sus piernas un poco arqueadas y sus alborotados rizos. Vestía un pantalón de peto y un chaleco de piel de carnero. Llevaba collares de cuentas alrededor del cuello, un pastor hippy. Corrí hacia él y lo agarré por el brazo.
—Hola, ¿te acuerdas de mí?
—Por supuesto —dijo, sonriendo.
—Necesito ayuda —solté—. ¿Te haces pasar por mi novio?
—Claro —respondió, como si mi inesperada aparición no le hubiera sorprendido.
Lo llevé a rastras hasta el escritor de ciencia ficción.
—Este es mi novio —dije, jadeando—. Me ha estado buscando. Está enfadadísimo. Quiere que vuelva a casa ahora mismo.
El hombre nos miró con curiosidad.
—Corre —grité, y el muchacho me cogió de la mano y corrimos hasta el otro extremo del parque.
Sin aliento, nos desplomamos en las escaleras de una casa.
—Gracias, me has salvado la vida —dije. Él acogió aquella noticia con una expresión perpleja—. No te he dicho mi nombre, me llamo Patti.
—Y yo Bob.
—Bob —repetí, mirándolo de verdad por primera vez—. No sé, pero Bob no te pega. ¿Puedo llamarte Robert?
El sol se había puesto en la Avenida B. Él me cogió de la mano y paseamos por el East Village. Me invitó a un egg cream en Gem Spa, en la esquina de Saint Mark’s Place y la Segunda Avenida. Casi no habló. Solo sonrió y escuchó. Yo le conté historias de mi infancia, las primeras de muchas que vendrían después: le hablé de Stephanie, de La Parcela y del salón de baile country que había enfrente de casa. Me sorprendió lo cómoda y abierta que me sentía con él. Más adelante, Robert me dijo que se había tomado un ácido.
Yo solo había leído sobre el LSD en un librito de Anaïs Nin titulado Collages. No era consciente de la cultura psicodélica que estaba floreciendo en aquel verano de 1967. Tenía un concepto romántico de las drogas y las consideraba sagradas, reservadas a los poetas, a los músicos de jazz y a los rituales indios. Robert no parecía alterado ni extraño como yo hubiera imaginado. Irradiaba un encanto dulce y picaro, tímido y protector. Paseamos hasta las dos de la madrugada y, finalmente, casi a la vez, nos confesamos que ninguno de los dos tenía adonde ir. Nos reímos, pero era tarde y estábamos cansados.
«Creo que sé un sitio donde podemos pasar la noche —dijo. Su antiguo compañero de piso estaba de viaje—. Sé dónde esconde la llave; no creo que le importe.»
Cogimos el metro y salimos de Brooklyn. Su amigo vivía en un pisito de Waverly, cerca de la Universidad de Pratt. Doblamos por una callejuela, donde Robert encontró la llave escondida debajo de un ladrillo suelto, y entramos en el piso.
Nada más hacerlo, nos entró vergüenza, no tanto por estar solos como porque nos halláramos en una casa ajena. Robert se esmeró por que me sintiera cómoda y luego, pese a lo tarde que era, me preguntó si quería ver su obra, que estaba guardada en un cuarto interior.
La esparció por el suelo para que la viera. Había dibujos y aguafuertes, y desenrolló algunas pinturas que me recordaron a Richard Poussette-Dart y a Henri Michaux. Múltiples energías vertidas sobre palabras entrecruzadas y dibujos de trazo caligráfico. Campos energéticos construidos con estratos de palabras. Pinturas y dibujos que parecían surgir del subconsciente.
Había una serie de discos que entrelazaban las palabras EGO AMOR DIOS y las fusionaban con su propio nombre; parecían alejarse y expandirse sobre las superficies planas de sus pinturas. Mientras los miraba, no pude evitar hablarle de las noches en que, cuando era niña, veía dibujos circulares girando en el techo.
Abrió un libro de arte tántrico.
—¿Como esto? —preguntó.
—Sí.
Reconocí con asombro los círculos celestiales de mi infancia. Un mandala.
El dibujo que Robert había hecho el día de los Caídos me conmovió especialmente. Jamás había visto nada igual. Lo que también me sorprendió fue la fecha: el día de Juana de Arco. El mismo día que yo había prometido hacer algo con mi vida delante de su estatua.
Se lo conté y él respondió que el dibujo simbolizaba su compromiso con el arte, contraído ese mismo día. Me lo regaló sin vacilar y comprendí que, en aquel breve lapso de tiempo, los dos habíamos renunciado a nuestra soledad y la habíamos sustituido por confianza.
Día de los Caídos, 1967
Miramos libros sobre dadaísmo y surrealismo y terminamos la noche inmersos en los esclavos de Miguel Ángel. Sin palabras, absorbimos los pensamientos del otro y, justo cuando rompía el alba, nos dormimos abrazados. Cuando nos despertamos, él me saludó con su sonrisa torcida y yo supe que era mi caballero.
Como si fuera la cosa más natural del mundo, permanecimos juntos, solo nos separábamos salvo para ir al trabajo. No hizo falta decirlo; se sobrentendía.
Durante las semanas siguientes, para dormir bajo techo dependimos de la generosidad de los amigos de Robert, en particular Patrick y Margaret Kennedy, en cuyo piso de Waverly Avenue habíamos pasado nuestra primera noche juntos. Dormíamos en una habitación abuhardillada donde había un colchón, dibujos de Robert clavados en la pared, sus pinturas enrolladas en un rincón y mi maleta de cuadros. Estoy segura de que, para aquella pareja, acogernos no fue tarea fácil, porque nuestra situación era precaria y yo era poco sociable. Por las noches, teníamos la suerte de compartir mesa con los Kennedy. Juntamos nuestro dinero y destinamos cada centavo a ahorrar para un piso de alquiler. Yo trabajaba muchas horas en Brentano’s y me saltaba las comidas. Trabé amistad con otra empleada que se llamaba Frances Finley. Era encantadoramente excéntrica y muy discreta. Cuando dedujo mi difícil situación, me dejaba una fiambrera con sopa casera en la mesa del guardarropa. Aquel pequeño gesto me fortaleció y selló una sólida amistad.
Quizá fuera debido al alivio de tener por fin un refugio seguro, el caso es que me derrumbé, agotada y crispada emocionalmente. Aunque jamás cuestioné mi decisión de entregar a mi hijo en adopción, aprendí que dar vida y desentenderse de ello no era tan fácil. Durante un tiempo estuve malhumorada y abatida. Lloraba tanto que Robert me llamaba cariñosamente Empapadita.
Robert tuvo una paciencia infinita con mi melancolía en apariencia inexplicable. Yo tenía una familia que me quería y podría haber regresado a casa. Ellos lo habrían entendido, pero yo no quería volver con la cabeza gacha. Tenían sus propios problemas y, ahora, yo tenía un compañero en quien podía confiar. Se lo había contado todo acerca de mi experiencia; no había forma de ocultarlo. Tenía las caderas tan estrechas que el embarazo me había abierto literalmente la piel de la barriga. Nuestro primer contacto íntimo reveló las estrías rojas que me entrecruzaban el abdomen. Poco a poco, con su apoyo, fui capaz de superar mi honda vergüenza.
Cuando por fin hubimos ahorrado dinero suficiente, Robert buscó un sitio donde vivir. Encontró un piso en un edificio de ladrillo de tres plantas emplazado en una calle arbolada a un paso de la línea de metro de Myrtle Avenue y a poca distancia de Pratt. Ocupaba toda la segunda planta y tenía ventanas orientadas a este y oeste, pero yo jamás había estado en un lugar tan extremadamente sórdido. Las paredes estaban llenas de sangre y garabatos de psicótico, el horno repleto de jeringuillas usadas y el frigorífico infestado de moho. Robert llegó a un acuerdo con el propietario. Accedía a limpiarlo y pintarlo con la condición de que solo pagáramos un mes de fianza en vez de los dos estipulados. EI alquiler eran ochenta dólares mensuales. Pagamos ciento sesenta dólares para mudarnos al número 160 de Hall Street. La simetría nos pareció favorable.
La nuestra era una calle pequeña con garajes bajos de ladrillo cubiertos de hiedra que antiguamente habían sido establos. Estaba a un paso de la taberna griega, la cabina telefónica y la tienda de material artistico Jake’s, donde comenzaba Saint James Place.
La escalera que conducía a nuestro piso era oscura y estrecha, con una hornacina en la pared, pero nuestra puerta se abría a una soleada cocinita. Desde la ventana que había encima del fregadero se veía una morera enorme. El dormitorio daba a la fachada y tenía trabajados medallones en el techo, cuyas molduras originales databan de finales del siglo XIX.
Robert me había asegurado que lo convertiría en un buen hogar y, fiel a su palabra, trabajó duro para hacerlo realidad. Lo primero que hizo fue lavar y frotar la mugrienta cocina con un estropajo de aluminio. Enceró los suelos, limpió las ventanas y encaló las paredes.
Nuestros escasos efectos personales estaban amontonados en el centro de nuestro futuro dormitorio. Dormíamos sobre los abrigos. Las noches en que se recogía la basura, salíamos a la calle y, mágicamente, encontrábamos lo que necesitábamos. Un colchón viejo bajo una farola, una estantería pequeña, lámparas reparables, cuencos de loza, imágenes de Jesús y la Virgen con recargados marcos desportillados y una raída alfombra persa para mi rincón de nuestro mundo.
Froté el colchón con bicarbonato sódico. Robert puso cables nuevos a las lámparas y les acopló pantallas de pergamino tatuadas con sus dibujos. Era ágil con las manos, el niño que había diseñado joyas para su madre. Invirtió varios días en reparar una cortina de cuentas y la colgó a la entrada del dormitorio. Al principio, no me convenció. Jamás había visto nada igual, pero terminó armonizando con mis elementos gitanos.
Regresé a Nueva Jersey y recogí mis libros y mi ropa. Durante mi ausencia, Robert colgó sus dibujos y cubrió las paredes con telas indias. Adornó la repisa de la chimenea con objetos religiosos, velas y recuerdos del día de Todos los Santos, distribuyéndolos como si fueran objetos sagrados en un altar. Por último, preparó una zona de estudio para mí con una mesita de trabajo y la raída alfombra mágica.
Mezclamos nuestras cosas. Mis pocos discos se guardaban en la caja naranja con los suyos. Mi abrigo estaba colgado junto a su chaleco de piel de carnero.
Mi hermano nos regaló una aguja nueva para el tocadiscos y mi madre nos hizo sándwiches de albóndigas que envolvió en papel de aluminio. Nos los comimos encantados mientras escuchábamos a Tim Hardin, cuyas canciones se convirtieron en las nuestras, en la expresión de nuestro joven amor. Mi madre también mandó un paquete con sábanas y fundas de almohada. Eran suaves y bien conocidas por mí, poseían el lustre debido a años de desgaste. Evocaban en mí el recuerdo de mi madre en el patio, mirando la ropa recién tendida con satisfacción mientras ondeaba al viento bajo el sol.
Los objetos que apreciaba estaban mezclados con la ropa sucia. Mi zona de trabajo era un caos de páginas manuscritas, clásicos enmohecidos, juguetes rotos y talismanes. Clavé fotografías de Rimbaud, Bob Dylan, Lotte Lenya, Piaf, Genet y John Lennon encima de un precario escritorio donde colocaba las plumas, el tintero y los cuadernos: mi desorden monástico.
Al ir a Nueva York, había llevado conmigo unos cuantos lápices de colores y una pizarra de madera para dibujar. Había dibujado una muchacha sentada a una mesa en la que había cartas esparcidas, una muchacha que adivinaba su destino. Era el único dibujo que tenía para enseñar a Robert y a él le gustó mucho. Quiso que probara a trabajar con papel y lápices de buena calidad y compartió su material conmigo. Nos pasábamos horas trabajando uno al lado del otro, los dos hondamente concentrados.
No teníamos mucho dinero pero éramos felices. Robert trabajaba a tiempo parcial y se encargaba del piso. Yo lavaba la ropa y preparaba la comida, que era muy limitada. Había una panadería italiana que frecuentábamos, cerca de Waverly. Comprábamos una hermosa barra de pan duro o cien gramos de sus galletas pasadas, que vendían a mitad de precio. Robert era goloso, de modo que a menudo ganaban las galletas. A veces, la panadera nos ponía más cantidad y colmaba la bolsita de galletas amarillas y marrones mientras negaba con la cabeza y nos regañaba con simpatía. Seguramente sabía que aquella era nuestra cena. La completábamos con café para llevar y un cartón de leche. A Robert le encantaba la leche con cacao, pero era más cara y teníamos que ponernos de acuerdo antes de gastar esos centavos de más.
Teníamos nuestro trabajo y nos teníamos el uno al otro. Carecíamos de dinero para ir a conciertos o al cine o para comprar discos nuevos, pero poníamos los que teníamos hasta la saciedad. Escuchábamos mi Madame Butterfly cantada por Eleanor Steber. A Love Supreme, Between the Buttons, Joan Baez y Blonde on Blonde. Robert me dio a conocer sus preferidos —Vanilla Fudge, Tim Buckley, Tim Hardin— y su History of Motown fue el telón de fondo de nuestras noches de diversión compartida.
Un día de otoño inusitadamente cálido nos vestimos con nuestra ropa preferida, yo con mis sandalias beatnik y mis pañuelos deshilachados, y Robert con sus collares de cuentas y su chaleco de piel de carnero. Cogimos el metro hasta la calle Cuatro Oeste y pasamos la tarde en Washington Square. Compartimos café de un termo mientras observábamos la marea de turistas, porretas y cantantes folk. Revolucionarios exaltados distribuían pasquines antibélicos. Jugadores de ajedrez atraían a un público propio. Todo el mundo coexistía en aquella constante cacofonía de diatribas, bongos y ladridos de perro.
Nos dirigíamos a la fuente, el epicentro de la actividad, cuando un matrimonio maduro se detuvo y nos observó sin ningún disimulo. A Robert le gustaba que se fijaran en él y me apretó cariñosamente la mano.
—Oh, sácales una foto —dijo la mujer a su desconcertado marido—. Creo que son artistas.
—Venga ya —respondió él, encogiéndose de hombros—. Solo son unos niños.
Las hojas estaban adquiriendo colores púrpura y dorado. Había calabazas con caras esculpidas en los portales de las casas de Clinton Avenue.
Dábamos paseos por la noche. A veces veíamos Venus. Era la estrella del pastor y la estrella del amor. Robert la llamaba nuestra estrella azul. Dibujó una estrella con la «t» de Robert y firmaba en azul para que yo lo recordara.
Yo empezaba a conocerlo. Él tenía una confianza absoluta en su obra y en mí, pero siempre estaba preocupado por nuestro futuro, por cómo sobreviviríamos, por el dinero. Yo pensaba que éramos demasiado jóvenes para tener esa clase preocupaciones. Era feliz siendo libre. La incertidumbre del aspecto práctico de nuestra vida lo obsesionaba, aunque yo hacía todo lo posible por disipar sus preocupaciones.
Robert se estaba buscando a sí mismo, consciente o inconscientemente. Se encontraba en un nuevo estado de transformación. Se había despojado del uniforme del Cuerpo de Adiestramiento para Oficiales de la Reserva y, después, de la beca, los estudios publicitarios y el peso de complacer a su padre. Cuando tenía diecisiete años, la fraternidad universitaria de los Pershing Rifles le habían fascinado por su prestigio, los botones metálicos, las lustrosas botas, los galones. Era el uniforme lo que le había atraído, de igual forma que la sotana de monaguillo lo había llevado al altar. Pero él servía al arte, no a la Iglesia ni a la patria. Sus collares de cuentas, su pantalón de peto y su chaleco de piel de carnero no eran un disfraz, sino una expresión de libertad.
Después del trabajo, me reunía con él en Manhattan y caminábamos por el East Village bañado de tenue luz amarilla. Pasábamos por delante del Fillmore East y el Electric Circus, los mismos lugares de nuestro primer paseo juntos.
Nos fascinaba pararnos delante del Birdland, el club que John Coltrane había bendecido con su música, o del Five Spot de Saint Mark’s Place, donde Billie Holiday solía cantar, donde Eric Dolphy y Ornette Coleman habían abierto el mundo del jazz como si fueran abrelatas humanos.
Entrar no estaba a nuestro alcance. Otros días visitábamos museos de arte. Como solo teníamos dinero para pagar una entrada, uno de los dos veía el museo e informaba al otro.
En una de aquellas ocasiones, fuimos al museo Whitney del Upper East Side, que era relativamente nuevo. Me tocaba a mí entrar sin él y lo hice a regañadientes. Ya no me acuerdo de las obras, pero sí recuerdo que miré por una de las singulares ventanas trapezoidales del museo y vi a Robert en la acera de enfrente, apoyado en un parquímetro, fumando un cigarrillo.
Él me esperó y, cuando nos dirigíamos al metro, dijo: «Un día entraremos juntos y la obra será nuestra».
Algunos días después me sorprendió y me llevó a ver nuestra primera película. En el trabajo le habían regalado dos entradas para el preestreno de Cómo gané la guerra, dirigida por Richard Lester. John Lennon tenía un papel importante en el que interpretaba a un soldado llamado Gripweed. A mí me hacía ilusión ver a John Lennon, pero Robert se pasó toda la película durmiendo con la cabeza apoyada en mi hombro.
Robert no se sentía especialmente atraído por el cine. Su película favorita era Esplendor en la hierba. La otra película que vimos aquel año fue Bonnie y Clyde. A Robert le gustó el lema del cartel: «Son jóvenes. Están enamorados. Roban bancos». En aquella película no se quedó dormido. Lloró. Y, cuando regresamos a casa, estuvo extrañamente callado y me miró como si quisiera transmitirme sin palabras todo lo que sentía. Había visto algo de nosotros en la película, pero yo no estaba segura de lo que era. Pensé para mis adentros que él contenía todo un un¡verso que yo aún desconocía.
El 4 de noviembre Robert cumplió veintiún años. Le regalé una recia pulsera de plata que encontré en una casa de empeños de la calle Cuarenta y dos. Encargué que le grabaran las palabras «Robert Patti estrella azul». La estrella azul de nuestro destino.
Pasamos una noche tranquila mirando nuestros libros de pintura. Mi colección comprendía a De Kooning, Dubuffet, Diego Rivera, una monografía de Pollock y un montoncito de revistas Art International. Robert tenía libros ilustrados de gran formato sobre arte tántrico, Miguel Ángel, el surrealismo y arte erótico, que había adquirido en Brentano’s. Habíamos añadido catálogos usados de John Graham, Gorky, Cornell y Kitaj que compramos por menos de un dólar.
Nuestros libros de más valor trataban de William Blake. Yo tenía un facsímil muy bonito de Canciones de inocencia y de experiencia, y a menudo se lo leía a Robert antes de meternos en la cama. También tenía una antología en pergamino de los escritos de Blake y él poseía la edición de Triannon Press del Milton de Blake. Los dos admirábamos el retrato de Robert, el hermano de Blake, que murió joven, dibujado con una estrella a sus pies. Adoptamos la paleta de colores de Blake, matices de rosa, amarillo cadmio y verde musgo, colores que parecían generar luz.
Una tarde de finales de noviembre, Robert regresó a casa un poco alterado. Brentano’s tenía algunos aguafuertes a la venta. Entre ellos, había uno de la plancha original de América: una profecía, con el monograma de Blake. Él lo había sacado de su carpeta y se lo había metido en la pernera del pantalón. Robert no era de los que robaban; le faltaba temple. Lo hizo de forma impulsiva, por nuestro amor a Blake. Pero, pasadas las horas, se acobardó. Imaginó que sospechaban de él y se escondió en el baño, se lo sacó de la pernera, lo hizo pedazos y lo tiró al váter.
Advertí que le temblaban las manos mientras me lo contaba. Había estado lloviendo y le goteaba agua de los espesos rizos. Llevaba una camisa blanca empapada que se le pegaba a la piel. Al igual que Jean Genet, Robert era un pésimo ladrón. A Genet lo pillaron y encarcelaron por robar volúmenes raros de Proust y rollos de seda a un fabricante de camisas. Ladrones estéticos. Imaginé su sensación de horror y triunfo mientras los pedazos de Blake eran engullidos por las cloacas de Nueva York.
Nos miramos las manos, que teníamos cogidas. Respiramos hondo y aceptamos nuestra complicidad, no en el robo, sino en la destrucción de una obra de arte.
—Al menos, ellos no lo tendrán nunca —dijo.
—¿Quiénes son ellos? —pregunté.
—Cualquiera excepto nosotros —respondió.
Brentano’s despidió a Robert. Él invirtió sus días de paro en la continua transformación de nuestro espacio vital. Cuando pintó la cocina, yo me alegré tanto que preparé una comida especial. Hice cuscús con pasas y anchoas y mi especialidad: sopa de lechuga. Aquella exquisitez consistía en caldo de pollo aderezado con hojas de lechuga.
No obstante, poco después de que echaran a Robert, también me despidieron a mí. Había descontado a un cliente chino el importe del impuesto por la compra de un Buda muy caro. «¿Por qué tengo de pagar impuestos? —había dicho él—. No soy estadounidense.»
Yo no tenía respuesta para eso, de modo que no se lo cobré. Mi criterio me costó el empleo, pero no sentí marcharme. Lo mejor de aquel lugar había sido el collar persa y conocer a Robert, quien, fiel a su palabra, no se lo había regalado a ninguna otra chica. En la primera noche que pasamos en Hall Street me lo regaló a mí, envuelto en papel de seda violeta y atado con una cinta negra de satén.