Jack Kerouac, a quien se le considerara el rey de la generación Beat, expresa su admiración, afecto y emoción desbordada al conocer México, evidencia de ello tenemos la novela “En el camino”. A este viajero, aventurero, en momentos calificado como vagabundo, México le provocaba una fascinación particular.
Señala Jorge Robles, “A Jack Kerouac le gustaba esta mixtura del comportamiento de los mexicanos a la que llama fellaheen (palabra árabe que designa a los campesinos de vidas sencillas y modestas), pues no era ni una cultura antigua ni una civilización moderna…” [1]
Su escritura que se dota de una suerte de ensoñación, un encantamiento por la ciudad y lo mexicano, es también una forma de ver a México desde un extremo, sin observar la complejidad que posee. Acudimos a una perspectiva del autor en la que emplea sustantivos para definir a México, como “el cielo”, que nuevamente nos lleva a lateralizarlo, La idealización con que J. Kerouac observa a México, es también una forma de “no ver” completamente lo que tiene frente a sí.
La obra que hemos elegido para hacer evidencia de ello es la novela “En el camino”, Como todo lo que Kerouac escribió sobre México y los mexicanos, el amor y el respeto a través de paisajes y escenas que descubría como espectaculares. Este escritor se definía a sí mismo como un mexicano, contagiado como estaba de sus visiones diría a su llegada a México, “Un poco más allá se notaba la enorme presencia de todo México y casi se olía el billón de tortillas friéndose y soltando humo en la noche.” [2]
Como podemos observar el paisaje adquiere matices de ensoñación, hasta convertirse poco a poco en diferentes espacios, plenos de magia:
“Un instante después estábamos en el desierto y no había ni una luz ni un coche en ochenta kilómetros de llanuras que siguieron. Y precisamente entonces amanecía sobre el golfo de México y empezamos a ver formas fantasmales de yucas y cactos por todas partes.
– ¡Qué país tan salvaje[3] – grité. (…)” [4]
México como el territorio salvaje, pero del buen salvaje, de la tierra primitiva y por qué no decirlo, primigenia también, el Edén esperado, buscado, el cual recibe con su enormidad y sus olores a los viajeros, maravillándolos.
Y más adelante, encontramos la expresión explícita, completamente opuesta a lo que otros autores han señalado, México como el cielo:
“Dean estaba tan asombrado que siguió conduciendo lentamente y diciendo:
– Sí, oí lo que dijo. Lo oí jodidamente bien. ¡Ay, de mí! ¡Ay, de mí! No sé qué hacer. Estoy demasiado excitado en este mundo. Al fin hemos llegado al cielo. No puede ser más tranquilo, no puede ser mejor, no puede ser nada más. [5]
Bien es sabido que Jack Kerouac no emitió juicios críticos con respecto a México, el paisaje lo maravillaba, a tal extremo que convertía a los mexicanos en parte del mismo, desarticulándolos como seres humanos y convirtiéndolos en objetos, finalmente, parte de la textura y matiz del paisaje. Esta observación pareciera hecha al pasar, pero deberemos de leer en el ejercicio del propio discurso del autor,
“Sal, estoy viviendo el interior de esas casas según pasamos… miras dentro y ves cunas de paja y niños muy morenos durmiendo que se agitan a punto de despertar con sus pensamientos saliendo de la mente vacía del sueño, recuperando su propio ser, y las madres preparando el desayuno en cazuelas de hierro… y fíjate en esas persianas que tienen en las ventajas y en los viejos, esos viejos tan serenos y sin ninguna preocupación. Aquí nadie desconfía, nadie recela. Todo el mundo está tranquilo, todos te miran directamente a los ojos y no dicen nada, sólo miran con sus ojos oscuros, y en esas miradas hay unas cualidades humanas suaves, tranquilas, pero que están siempre ahí. Fíjate en todas esas historias que hemos leído sobre México y el mexicano dormilón y toda esa mierda sobre que son grasientos y sucios y todo eso, cuando aquí la gente es honrada, es amable, no molesta.”[6]
Tres momentos hemos destacado como evidencias textuales, en ellos observamos el adjetivo “salvaje”, que nos recuerda a lo visto como el buen salvaje; por otro lado, la lateralidad, el extremo, la polarización, llama a México el cielo, como para otros autores será el infierno.
Y finalmente lo que hemos destacado como el mexicano como “cosa”, como “objeto”, utilería del paisaje que se admira, pero no un ser humano, complejo y por lo tanto dotado de matices. Finalmente llama nuestra atención la constante referencia a los ojos del mexicano, de lo mexicano, diversos autores lo han retomado, pero aquí, con Ja. Kerouac hay una forma diferente de mencionarlo, repitamos el texto antes señalado: “Todo el mundo está tranquilo, todos te miran directamente a los ojos y no dicen nada, sólo miran con sus ojos oscuros, y en esas miradas hay unas cualidades humanas suaves, tranquilas, pero que están siempre ahí. “ Es posible entenderlo sin mayor explicación, aquí a diferencia de otros autores analizados en el curso, hay un acercamiento a humanizar al mexicano, a verlo como tal, humano. Esa instantánea aproximación, nos permite la esperanza, más allá que nuevamente al utilizar únicamente adjetivos que embellecen, estamos nuevamente ante la mirada que no mira, admira.
Tenesse Williams, escribe inicialmente “La noche de la iguana y otros relatos”, más adelante, podemos afirmar que bajo la misma premisa desarrolla la obra teatral del mismo nombre. En el relato “La noche de la iguana”, la historia se desarrolla en Acapulco: tres turistas se hospedan en el mismo hotel, dos de ellos, varones, interactúan íntimamente, de un modo no explícito, pero es precisamente la ambigüedad lo que lleva a una curiosidad caprichosa del tercer personaje, una mujer, dotada de características que a T. Williams pareciera le gustara resaltar: una dama sureña con delirios de grandeza, presumida, altanera y desequilibrada, con exceso de pudor que raya en la farsa, tal como el personaje de Blanche DuBois, en la novela que le diera la fama Un tranvía llamado deseo. En este relato su nombre es Miss Jelkes, en palabras de este personaje encontramos directamente la representación del mexicano:
“—¿Cómo voy a dormir? —exclamó Miss. Jelkes—. ¿Cómo puede dormir nadie con ese ejemplo de la brutalidad de los indios justo debajo de mi ventana?”
Es ante estos personajes que una situación como atar a una iguana en las escaleras, por el hijo de la dueña del hotel en Acapulco, desencadena el enfrentamiento de los personajes con su erotismo y sus propias ataduras emocionales, es importante hacer notar que el propio T. Wiilliams, ubica –creemos propositivamente- a los personajes en un escenario como Acapulco, México, y “los efectos” ocasionados con motivo de ello, recreándolo como el lugar “salvaje”, propicio para el pecado, para que de ellos broten las más “altas”[7] pasiones.
Y en el relato habrá sin duda mención de la pereza del mexicano, de su salvajismo al atar una iguana, pero también la metáfora válida del propio animal, su carne que tiene sabor a pollo, y que al mismo tiempo representa sus propios miedos, así finaliza el relato:
“La iguana se había ido, se había perdido entre la maleza y, ¡con cuánto agradecimiento debía de estar respirando ahora! Y ella también sentía agradecimiento, pues de algún modo igualmente misterioso la cuerda asfixiante de su soledad había quedado cortada también por lo que había pasado aquella noche sobre aquella árida roca de encima de las quejumbrosas aguas.”[8]
En la obra teatral nos encontramos con la siguiente síntesis argumental: “El reverendo T. Lawrence Shannon desequilibrado y descreído, ha sido expulsado del sacerdocio y tras pasar unos meses en un manicomio ha encontrado trabajo como guía turístico en México. En uno de sus periplos viajeros, una sensual joven, Charlotte, intentará seducirle. Una bella viuda amante del alcohol y del sexo, propietaria de un retirado hotel al borde de la playa; una virginal pintora que vaga por el mundo junto a su abuelo poeta: una adolescente deseosa de nuevas experiencias sexuales y una institutriz de tendencias lesbianas forman el entramado que se sacude en torno a un dipsómano ex sacerdote, el cual busca el significado moral de su existencia y la expresión de un dios personal.”[9]
Esta obra teatral que hasta nuestra época ha sido representada, fue adaptada al cine por el actor y director John Huston, con un elenco de primera categoría, cuyo histrionismo lo hiciera merecedor de diversos reconocimientos en el ámbito cinematográfico; ubicada en Puerto Vallarta, el filme consigue retratar “el infierno” de las “altas” pasiones que los personajes viven, pero la forma en que el escenario, México, la playa mexicana contribuye, todo es pasional y salvaje en el mismo territorio. Es el reverendo T. Lawrence quien expulsado de su fe, cambia de un manicomio a otro, México, para entregarse a la pasión de una adolescente, quizá con motivo del territorio salvaje en el que se encuentra, quizá por la sencilla razón de una alta temperatura, quizá por el sonido del mar o tal vez por la forma del oleaje y la brisa que simplemente “viene y va”, como la moral del personaje, marioneta de un destino que se imprime como un camino al infierno, y el infierno es México, el lugar del pecado.
Notas
[1] GARCÍA ROBLES, Jorge. “México en la leyenda de Jack Kerouac: Una visión retrospectiva por Jorge García Robles”, en: http://www.literatura.bellasartes.gob.mx/ (boletines) Martes, 19 de Julio de 2011 22:27
[2] KEROUAC, Jack (1987). En el camino. Barcelona: Anagrama, , pp. 324 – 325
[3] El uso de negrillas es de quien escribe el documento, no se encuentra en el original.
[4] KEROUAC, Jack. Op. Cit., p. 327
[5] Ibíd., p. 329
[6] Ibíd., p. 330
[7] Denomino “altas” y no como convencionalmente “bajas” pasiones, para referenciar la temperatura que asciende con la presencia del deseo y el erotismo.
[8] TENNESSEE, Williams. La noche de la iguana y otros relatos. Traducción de Mariano Antolín Rato. Versión digital.
[9] Dossier “La noche de la Iguana”. Dirección: María Ruíz. Tomás Gayo Producciones, 2002.