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Despiertas, sudoroso y desconcertado. No recuerdas casi nada, ni te interesa, de lo que soñabas hace un par de minutos, acaso algo desagradable que se torna vago recuerdo. Igual que ayer, la semana pasada, el mes anterior o el último año, te levantas de la cama con un giro perezoso hacia tu costado izquierdo. Descalzo y con el torso desnudo, caminas hacia la lámina cristalina imantada de preguntas y respuestas, recorres la cortina que la cubre, interrogas y observas: amanece, no obtienes contestación alguna, no sabes qué hacer.

Vuelves la mirada al lecho que, no más de tres años atrás, mujeres virtuosísimas engalanaron con su presencia. Piensas en ellas, en su rostro, en su piel… recuerdas cada una de las veces que, en un acto de caridad y a cambio de tu valentía y cariño, te colmaron de su carne y su sexo, vueltos caricia, ternura. Te das cuenta de que el lugar donde acostumbras dormir es un muladar, apesta a podrido, pero prefieres dejarlo así, como tu vida.

Con más desgano que voluntad, rodeas la cama y entras al baño. Las ojeras, la barba de una semana, los ojos resacosos y la palidez del rostro deprimente que te devuelve la imagen del espejo te hacen extrañar tu frescura juvenil, cuando las desveladas eran insignificantes y las solventabas con siestas diminutas en el microbús de regreso a casa.

Sales del baño y de camino, otra vez, a la ventana, la mirada de tu hija te atrapa, te conmueve. Una buena razón para rasurarte, pero no una respuesta. Tomas el portarretratos y contemplas detenidamente la felicidad que irradian ambos: tenías veinticuatro años y ella, Luz, tres; era su fiesta de cumpleaños y la tenías entre tus brazos, los dos con la nariz embarrada de pastel. Haces memoria y concluyes que suman ya ocho años de la última vez que le compraste flores y quizá más que la visitaste. Hace siete que Verónica los abandonó: a ti por mediocre y apostador, a ella por tener retraso mental. Llevas cuatro dedicado a las peleas de perros.

Te preguntas si los demás sienten lo mismo que tú, si no necesitan respuestas o, en el mejor de los casos, si ya las han encontrado. La curiosidad te desborda y vuelves, de nuevo, al observatorio de cristal. Lo que ves no te emociona ni te dice mucho: una pareja enzarzada en una discusión interminable que deviene en azotes, tres niños martirizan a un moribundo, como tú, perro callejero y un vagabundo hurga en la trastienda del expendio de abarrotes que se ubica en la esquina que forman las calles Melancolía y Anónimo Errante.

En un par de segundos, planeas mentalmente tu día mientras terminas de secarte la barba. Lo primero que has decidido es dedicarle la mañana entera a Luz; después irás a la oficina de correos para ver si te dan la vacante de mensajero que el Ojitos, tu vecino, dejó libre. Si te queda tiempo, pasarás a casa del Sangres para ver la fusca que le encargaste.

Sales de tu casa, bajas la escalera: uno, dos, tres pisos. Recorres cuatro calles hacia el centro y en la florería compras el obsequio para tu entrañable pequeña. Te concentras en el periódico con el que envuelven las flores y recuerdas el inicio de tu tragedia: seis meses como auxiliar de la sección de política y cuatro notas publicadas, dos a ocho columnas, en aquel diarucho que hacía “periodismo irreverente” y donde quedaste deslumbrado por tu flaca, como solías llamar a Verónica durante el tiempo que estuvieron enamorados.

-Son ochenta, jefe- te notifica el florista.

Vuelves del letargo, mecánicamente sacas un billete de cien, se lo extiendes y guardas el resto en el bolsillo izquierdo trasero del pantalón. Te sorprendes de lo entusiasta y sensible que estás hoy. Piensas que tal vez algo extraño, en el fondo lo anhelas, está ocurriendo o vaya a suceder.

De camino al panteón, mientras cruzas de una acera a otra, una caravana de cuatro camionetas blindadas de seguridad pública, que transportan al jefe del cártel más sanguinario del país, pasan endemoniadas frente a ti. Esquivas una, la segunda te arranca el ramo de alcatraces de las manos, la tercera lo hace trizas, piensas que las flores tienen mejor suerte que tú y decides cruzarte en el camino del último vehículo, te arrolla. Estás en el suelo hecho añicos, mientras la gente te rodea y te desangras. Sabes que no habrá más tiempo para ti, tu paso por la vida ha expirado. Pese a eso, te sientes aliviado y satisfecho: no más preguntas sin respuestas.

Ilustración: Lily Padula