Speculation-alexander_wiegering

La llamo apenas llego al aeropuerto de Santiago, pero su celular dice estar fuera del área de cobertura. Siempre pasa lo mismo. Varias veces hemos hablado con Helga sobre contratar un servicio satelital, sin embargo, nunca lo hacemos. Me tomo un café en una de las cafeterías aledañas al aeropuerto, donde también sirven un pie de limón exquisito. Siempre extrañaré el pie de limón. Helga prefiere la tarta de frambuesa y los niños cualquier cosa que tenga chocolate o manjar. Miro la hora: faltan cincuenta y cinco minutos para que salga el próximo vuelo a Puerto Montt. En momentos como estos suelo leer.

La llamo nuevamente, pero sigue sin señal. Espero que haya revisado su correo electrónico, aunque ella es de esas personas que mira su correo solo por razones laborales y le encuentro toda la razón. Si fuera por mí, no hubiese dejado de escribir cartas y ni siquiera por algo romántico, sino más bien porque nunca encuentro nada que decir, nada que sea interesante. Cuando hablamos por última vez con Helga me preguntó lo de siempre: «¿Qué has hecho?» «Nada, compré un terreno en California, que pretendo parcelar y después me vine al hotel». No le digo que estoy leyendo un libro de Coloane que me regaló un uruguayo que estuvo de paso por el hotel. Helga odia los libros de Coloane, sin embargo, a mí me gustan esas historias donde los personajes se pierden en la inmensidad de lo desconocido.

Ayer salí a comprar discos y unos regalos para los niños. Luego pasé por una agencia y me compré un pasaje de regreso. La vendedora me dijo que haría escala en Sao Paulo y en Buenos Aires; le contesté que estaba bien; me insistió que me demoraría mucho, que mejor me compre uno que hace escala en Lima, aunque solo había pasajes para tres días más. Prefería la primera opción. Estuvimos en Sao Paulo dos horas y otras tres en Buenos Aires. Compré un periódico y chocolates. Pasé por un espejo y me vi la barriga y me dije: «Mierda, cuarenta y cinco años no es nada». ¿Pero a quién le miento?, estoy físicamente arruinado. Extraño mis días de andinista, cuando recién entré a la universidad y nos íbamos con Helga a subir cerros cerca de Wichita. Ambos éramos estudiantes de intercambio, ella venía de un pequeño pueblo cerca de Berlín, que nunca recuerdo cómo mierda se pronuncia; ¿y a quién le importan esas cosas? Creo que a mí tampoco.

Apenas aterrizo, compro mi pasaje a Puerto Montt. Me duermo apenas subo al avión, pero una chica me despierta. Me dice que le tiene miedo a los aviones. Le insto a que se calme, nada malo va a pasar. Me da la impresión de que no me cree, nos vamos tomados de la mano por lo que queda de viaje. Me cuenta que ha recién egresado de medicina y que se llama Romina Soledad. Me cuenta de su ex novio Alberto y su adicción a las drogas, lo amaba pero que las cosas así no funcionan; me cuenta, además, que un ex compañero le ofreció un puesto de residencia en Puerto Montt, y que él era gay. Cuando vamos aterrizando, me suelta la mano y me dice que prefiere aterrizar sola. Se sonroja y sonríe levemente. La miro y también sonrío levemente. Por un momento pienso en llevármela a la cama, pero le doblo en edad. Me dice que está comenzando una nueva vida y que si no deja a su ex novio ahora, quizás nunca lo hará. Creo que la entiendo o, por lo menos, siento algo parecido a eso.

En la salida, nos despedimos. Le pido el número de teléfono, pero no me lo da. Me dice que mejor lo dejásemos así y, después, cuando ya iba en el taxi, comprendo que tenía razón. Le regalé mi libro de Coloane, para que se acostumbre más rápidamente a estas tierras.

Llego a casa, saco mi llave e intento abrir el portón de la calle. Sin embargo, la llave no le hace. Pruebo todas las llaves y ninguna logra abrir. toco el timbre, quizás Helga esté en casa, son recién las 9:30 am y ella no se va al trabajo hasta después de las diez. Si mal no recuerdo, me dijo que cambiaría algunas chapas, que los robos, que la seguridad. Mal que mal, paso seis meses del año en Estados Unidos y ella se sentirá un poco insegura. En este sector de la ciudad, los robos aumentaron un 18% más que el ipc. toco. Después de unos minutos, sale un señor algo canoso. Le pregunto por Helga y me dice que no conoce a ninguna Helga. Yo le digo que es mi mujer y que vive en esta casa. El señor me responde que la casa la compró hace un mes. Argumento que es imposible, la casa la construí yo hace siete años, tras el nacimiento de Antonio. Me cuenta que la ofrecían en una corredora, que la vio y la compró, principalmente por la vista. Yo le respondo que lo que me motivó a comprar el terreno fue precisamente la vista, desde aquí se ve el golfo. Me dice que la casa es de él y que si no me voy del lugar, llamará a la policía.

Le pido un poco de electricidad para cargar el celular, pero me responde que me vaya a hueviar a otro parte. Entro a un café del centro, pido un cappuccino y cargo mi teléfono; marco el número de Helga, pero sigue incomunicado. Llamo a Héctor, un amigo de ambos. Apenas marco, me acuerdo que le debía algo de dinero por la venta de un auto. Me contesta y le pregunto por Helga.

—¿Qué no sabes? —me dice Héctor.
—Que no sé qué…
—Helga se fue a Santiago hace un mes…
—¿Con los niños?
—Sí, con los niños —me responde.
—Oye, le digo, me encontré con un tipo que vive en la casa, dice que la compró…
—Sí, yo mismo hice los papeles.
—¿¡Y por qué mierda hiciste eso!?
—Helga me comentó de sus problemas…
—¿Qué problemas? Si tú sabí que nunca hemos tenido problemas.
—¿Y tus viajes…?
—Pero eso no es un problema, son negocios.
—Mira, Pablo, te vas seis meses a Estados Unidos y te quedas por ahí, cualquier mujer se aburre…
—¡Mierda!, ese es mi trabajo, nunca me dijo nada…
—Lo siento, Pablo… oye, ¿y te acuerdas de la plata que me debías?
—No estoy para pensar esas cosas.

Le cuelgo. Pienso que es un come verga, hijo de puta. Me quedo en un hotel, cavilo en lo que debo hacer. Reviso mi agenda. Puros clientes. Ningún número de colegas o amigos de Helga. Pienso en las reuniones sociales que tuvimos juntos solo para ver si recuerdo a alguien; pero nada ni nadie se me viene a la mente. Me quedo mirando al techo, mientras veo un programa del canal Infinito: La libélula es un insecto para el que la eternidad es de solo un día; los gansos son monógamos; la cebra es negra y sus rayas son blancas; primero fue el huevo y después la gallina; la secretaria de Lincoln era de apellido Kennedy y la secretaria de Kennedy era de apellido Lincoln… Me da la madrugada. Me ducho y me sirven un desayuno americano y pienso que todo esto es una puta ironía.

Decido ir al banco, a ver si reconozco algún colega de Helga. En principio veo a dos, pero con uno de ellos discutimos una vez de fútbol y lo mandé a la mierda, pensaba que el fútbol italiano era el mejor del mundo y yo le respondí que lo era el español. Se lo dije por joder. Discutimos hasta que la gente se fue. Al final le confesé que me importaba un gran rabanito el fútbol. Me dijo que yo era un cabrón hijo de puta. Le rompí un vaso en la mano. Casi me demanda si no fuese por Helga, que en ese momento era su superior directo.

Al otro tipo le metí un dedo en el culo. Él, con otros compañeros de oficina de Helga, una noche fueron a cenar a la casa, y yo bebí más de la cuenta. Se pusieron a cantar karaoke. Yo me dediqué a hacer coreografías; pero al rato se aburrieron y comenzaron a conversar de la pega. Me fui a la cocina tras otra cerveza cuando llegó ese tipo. Sentí que me coqueteaba y, cuando se giró para irse, le metí el dedo en el culo. Me preguntó por qué le hacía eso, si no nos conocíamos. Le dije que no sea putita y le cerré un ojo. Volvió a preguntar por qué hacía eso, y agregó el típico «Cabrón de mierda». «Me dieron ganas», le respondí. Pensé que era gay y que necesitaba que le metieran el dedo en el culo. Recuerdo que se fue de la fiesta, sin despedirse de nadie. No creo que le hubiese dicho nada a Helga. Me lo habría comentado.

Y estaba ahí ahora, vestido con un terno a rayas. Me dirijo a su escritorio. Lo interrumpo. Me mira y baja la vista. Lo sostengo del brazo y le pregunto por Helga. Me mira. Luego intenta escapar a una de las dependencias interiores del banco. Avanza unos pasos y retrocede. Me mira con sus ojos de putita. Me dice que Helga se fue con Roberto, uno de los ejecutivos. Se pone histérica, deja caer unas lágrimas. Agrega que viven en Santiago. Me da la dirección. Le doy las gracias. «No me des las gracias, solo dile a Roberto que los mejores polvos de mi vida fueron con él y que extraño su larga verga en mi culo». Se va. Pienso en Roberto y en su larga verga dándole por el culo a Helga, aunque a Helga no le gustaba por el culo (o eso creo).

Me tomo un avión con destino Santiago. tuve que esperar el vuelo. Leo una revista para distraerme, pero no me puedo sacar a Roberto y su enorme verga de mi cabeza. Al abordar el avión, me reencuentro con Romina Soledad, y, cambiando puesto con un viajero solitario, nos sentamos juntos. tiene los ojos rojos como si hubiese llorado toda la noche. Le pregunto –solo para entrar en conversación– que para dónde va. Me responde que de vuelta a Santiago, su ex novio la llamó y si no vuelve con él se iba a matar. Le digo que el tipo es un psicópata. Me encuentra la razón, pero no puede vivir sin él. Llora. Quise llorar, pero me contuve. Le ofrezco mi mano. Me la da. Ambos nos vamos de la mano y en silencio.

Apenas llego a Santiago, me despido de Romina Soledad y me dirijo a casa de Roberto. tomo un taxi y desde ahí veo a Romina Soledad dudar subirse a otro taxi. Apenas llego a la dirección que me dio la putita del banco, toco el timbre, pero Roberto no está ni Helga ni los niños. Miro por las ventanas, doy vuelta por la casa, trato de forzar una puerta. Llega un tipo de seguridad ciudadana y me detiene. Le dijo que soy amigo de Roberto y le describo a Helga, mi mujer y que vino a pasar unos días con ellos. El guardia recuerda a Helga y dice: «Sí, linda, muy linda». Me recomienda que lo espere sentado en la acera, pero que me estará vigilando desde el auto. Me siento en la acera a esperar. Me digo a mí mismo que esto no puede estar pasando. Creo estar en uno de esos cuentos de La dimensión desconocida. trato de pensar en Helga y solo se me vienen imágenes de soledad y vacío. trato de recordar esos años en la universidad, en Wichita; en las clases de negocio internacional; en los paseos por el parque, en el viaje a Nebraska que hicimos para el día de acción de gracia; dos extranjeros perdidos en un país inhóspito; en la pareja de rumanos que conocimos, nos dijeron que eran primos, pero parecían amantes en fuga. Recuerdo cuando hicimos el amor por primera vez, fue en mi habitación, una residencia para chilenos. Se quejó como si fuese la primera vez que cogiera. Nos besamos hasta el amanecer. Pienso como Roberto la tiene que estar cogiendo. Recuerdo un día que me puse crema en la verga y se la metí por el culo, gritó como una vaca recién marcada por el fuego. Al día siguiente no me habló.

Llega Roberto. Lo increpo. Le pregunto por Helga. Me mira y me hace pasar. Se despide del guardia de seguridad, quien echa a andar el auto. Entramos. Me sirve un trago. Le pregunto nuevamente por Helga. Se sienta.

—Es una buena mujer —me dice.
—Lo sé…
—No, no lo sabes, solo eres un cabrón egocéntrico que se mira su propio ombligo.
—¿Dónde está? —le pregunto—, ¿dónde está ella y los niños?
—Hace cuatro años somos amantes…
Le rompo el vaso en la cara. Me arrojo sobre él.
—¿Dónde está Helga? —lo amenazo con un vidrio.
—Se fue a Alemania.
—Imposible. No puede llevarse a los niños sin mi autorización.
—Te acusó de abandono de hogar…
—Mientes…, ¿dónde está?
—Regresó a casa…
—¿A casa?, ¿a Puerto Montt?
—Esa nunca fue su casa.

Lo suelto y no puedo recordar cómo se llama ese puto pueblo cerca de Berlín.
Roberto se incorpora. Aún sangra. Me dan ganas de curarlo, pero estoy embroncado. Le pido disculpas. Me pregunta si me gustan las pastas. Le digo que sí. Abre una botella de vino. Finalmente accedo a curarlo. Veo sus ojos y distingo una profunda tristeza en ellos. Cenamos en silencio. Saboreo las pastas y saben bien. Me arrepiento por el golpe. Después vemos un programa de televisión: Los organismos acrófilios son los únicos 
seres que pueden vivir en hábitats extremos, el desierto más árido, el mar más profundo, en los salares más terribles.

—¿Es cierto que tienes la verga enorme?
—Helga está en Alemania —me contesta.

No sé porque, pero le creo. Me voy. Me quedo en un hotel del centro. Debo ir a la embajada. Escribir una nota de reclamo. Contratar a un abogado. Me pregunto por qué me pasan estas cosas. Nunca discutimos con Helga. Nunca una disputa. Es cierto que en el último tiempo teníamos poco sexo, pero después de ocho años de matrimonio, ¿quién no? Pienso también en los niños. Un día el Antonio me preguntó por qué me
iba por tanto tiempo. Le contesté que mi negocio era así: seis meses en Chile y seis en Estados Unidos.

—¿Qué son negocios, papá?
—No sé, Antonio, comprar terrenos, tierras, y hacer parcelas de residencia…
Helga sirvió la cena. Le pregunté si me extrañaba cuando estoy fuera. Me respondió que sí y que le gustaría que estuviera más en la casa.
—Tú sabes que amo mi trabajo…
Ella asiente, me responde que le gustaría que tuviese un trabajo normal.
—¿Cómo son los trabajos normales?
Me respondió que los trabajos normales son de nueve de la mañana a siete de la tarde y de lunes a viernes.
—No soy como toda le gente.
Me dice que lo sabe y cambia de tema. Hoy pienso que quizás la conocía poco. O que ella me conocía demasiado. Además, ¿cómo pudo tener un amante durante cuatro años?

Quizás si me hubiese insistido, habríamos arreglado las cosas de otra manera. No sé si la amo, pero eso es una cosa y otra es irse con los niños a Alemania sin avisarme. Trato de leer, pero no puedo.

Apenas me levanto, voy a la embajada de Alemania. Me recibe el secretario del cónsul y me confirma que efectivamente ella se fue a Alemania. Le pregunto cómo es que dejaron que saliera, ¿no se supone que debe tener una autorización mía? Me responde que yo abandoné el hogar. Le explico que estaba en Estados Unidos trabajando. Me pregunta en qué trabajo. Le comento, de mala gana, lo las parcelas residenciales. Me dice que no puede hacer nada y que ni siquiera piense en ir a Alemania, pues puso un recurso de protección y tengo prohibida la entrada al país. Le advierto que esto se transformará en un problema internacional, que no pueden hacer eso. El hombre me vuelve la espalda, se pone a firmar papeles, y hace como si yo no existiera.

Me dirijo al Ministerio de Relaciones Exteriores. Pido una cita para el día siguiente. Me quedo en el hotel. No tengo ni un puto amigo para llamar. Solo conozco a Roberto. Voy a su casa. tiene un ojo negro. Me hace pasar.

—¿Por qué se fue Helga?
—No sé…, nunca se lo pregunté.
—¿Y por qué se hicieron amantes?
—La conocí porque un colega del banco me la presentó, en realidad habíamos sido amantes, pero yo sabía que yo no era homosexual, y me dijo que probase con una mujer. Él me presentó a Helga, una mujer madura, casada, pero que su marido vivía seis meses durante el año en Estados Unidos, porque odia el invierno. Al principio, eran solo polvos, pero después fueron surgiendo los afectos…
Le digo que cierre el hocico. Me recuesto en el sofá y me duermo.
Me despierto. Roberto me deja una nota. Me dice que hoy llegará tarde, que mejor no vuelva, pues pasará a comprar un arma. Me deja saludos. Me lavo la cara y voy al Ministerio. Me recibe el secretario del Ministro. Me dice que, efectivamente, no puedo entrar a Alemania. Le sugiero que deberíamos poner una queja internacional, pienso en la Haya y en los derechos humanos. El secretario me responde que yo abandoné el
hogar. Le grito que no me fui a ninguna parte, mi trabajo es vender parcelas. Me dice que me busque un trabajo normal: de nueve a siete y de lunes a viernes. Lo mando a la mierda y me hace sacar.

Busco en las páginas amarillas a un buen abogado. Encuentro a uno. Voy a su despacho. Me dice que tomará mi caso, pero que llevará meses solucionarlo, es complejo. Le pregunto si habrá alguna salida. Me dice que sí. Le tengo que dar un adelanto.

Me quedo en Santiago. Me acuerdo de mi correo electrónico. Lo reviso, pero solo tengo mails de reclamos. trato de recordar algún dato de algún familiar de Helga. Sus padres murieron jóvenes; a ella la crió una tía, pero no recuerdo cómo se llama. Ella quería olvidar el pasado y nunca hablaba de su vida en Alemania, ni del pueblo ese.

Espero noticias del abogado. Pasan dos días y lo visito. Me dice que aún no ha comenzado la investigación, pero que en la tarde lo hará. Lo mando a la mierda. Me manda a la mierda. Salgo del despacho. Pienso en cuánto amo a Helga, en cuánto extraño a mis hijos.

Regreso a casa, aunque sé que no tengo casa. En el avión a Puerto Montt me vuelvo a reencontrar con Romina Soledad. Nos damos la mano. Me dice que huye nuevamente de su ex novio drogadicto. Yo le cuento que voy a ver a mi esposa Helga y a mis hijos, aunque sé que allá no hay nadie.

Ilustración: ‘Speculation’ Alexander Wiegering 2013. Mixed Media.