Carlos de Rokha (1920-1962)
Entre los pocos títulos de poesía chilena que he conservado en mi biblioteca, hay uno de Carlos de Rokha publicado bajo el sello de Editorial Multitud en 1956, y dedicado al que esto escribe en agosto del mismo año: “El orden visible”. En un anuncio de las primeras páginas aparece como el primer libro -el único publicado- de una trilogía de obras completas que iba a recoger veintidós títulos de otros tantos libros, en una gigantesca selección de poemas. Carlos vivió hasta el aciago día 28 de Septiembre de 1962. Si la publicación de su antología no se hubiera frustrado, esta se habría detenido en 1954 con “El alfarero deslumbrado”. El único tomo que llegó al público solo contiene composiciones escritas entre 1934 y 1944. Nos faltan pues, para hacernos una primera idea aproximada sobre el trabajo de Carlos el conocimiento de dieciocho años del mismo; lo que es mucho decir en cualquier caso, más aun en el de un trabajador impenitente en que se fundían la obstinación de la hormiga y la peligrosa facilidad de la cigarra. No quiero detenerme en una admiración que no siento ante la fecundidad de un poeta. Otros han vivido escribiendo como se amontonan resmas de papel, recolectores de sus propios escritos, sin que, a pesar de la continua fricción entre la literatura y la vida, despertara la afinidad química, por así decirlo, de estos términos. Existe, por lo demás, en nuestra literatura poética, una cierta tradición de torrentosidad, de afluencia verbal. No se han escrito regularmente en Chile novelas-ríos, pero si, en cambio, obras poéticas tanto o más extensas que las de los épicos, bardos, teólogos, soldados o eruditos. Odiseas, Eneidas, Divinas Comedias, Paraísos Perdidos, Araucanas y Henriadas. Quiero especificar, sencillamente, que estas notas sobre la poesía de Carlos, las escribo previa conciencia de su condenación a la precariedad más completa, en cuanto a las pruebas pormenorizadas que alguna vez tendremos que reunir, entre todos, de un valor poético de primer orden. Lo que puede asegurarse y en alguna medida probarse, es la existencia de ese valor. Para ello bastaría la lectura de alguno de los poemas de De Rokha. Pero es necesario también empezar, aunque en forma provisoria, a señalar algunos de los temas que podrían tocarse en un trabajo a fondo sobre el poeta.
El mío quiere ser un homenaje realista a la memoria de un compañero de ruta. Si aIgo pudiera desearse desde la tumba, preferiría, personalmente, a los discursos fúnebres en que todos los muertos aparecen despersonalizados por la atribución de unas mismas virtudes, la evocación más cruda de mi propia personalidad en blanco y negro, el examen de mi trabajo con sus valores y desvalores. De Rokha no era tan sensible al halago como al interés real que su poesía podía despertar en los demás, interés que a nuestros megalómanos literarios les importa menos que el incienso, venga éste de donde viniere. El suyo era un egotismo muy especial, que participaba de la inocencia con que un niño se las ingenia para atraer la atención sobre si mismo mediante genuinas manifestaciones de habilidad artística; el egotismo, también, de una especie de barbarie: la del hombre tatuado y emplumado, antes que el de una conciencia obstinada en la auto-aclaración o corrompida por la auto-complacencia. Estimo que Carlos disfrutaría de un intento, como el que yo quisiera realizar, por estimarlo en lo que vale, e invocar aquí su personalidad entera, incongruente en muchos sentidos, y nada, por cierto, de convencionalmente virtuosa. Todo esto de acuerdo con mis modestos elementos de juicio. Ya lo dije: un homenaje realista.
En cualquier caso voy a repetir aquí lo que escribí en una nota publicada recientemente en los Anales de la Universidad de Chile, a manera de introducción a un conjunto de poemas de Carlos: “La poesía de Carlos de Rokha es de las que saldrían gananciosas si se historiara, verdaderamente, el total de nuestra literatura. Con caracteres propios e inconfundibles la obra de De Rokha registró todas las inquietudes expresivo-formales que han coadyuvado al desarrollo de una pequeña pero brillante tradición literaria”.
Evidentemente éste es un poeta que tuvo algo que decir, y lo dijo, valiéndose, para ello, de una como innata capacidad de asimilación, especie de facilidad lingüística hereditaria, de una curiosa memoria literaria; pero acaso también, en la precariedad de un submundo cultural, cuya “pequeña pero brillante tradición literaria” puede sonar, lisa y llanamente, como un eufemismo.
Lo que yo quiero poner de relieve ahora -paradigma de la condicionalidad e historicidad del individuo- es, con más exactitud, la zona misma de nuestra poesía dentro de la cual trabajó De Rokha junto a quienes, en su tiempo, aspiraron a ser esos “horribles trabajadores” que anunciara Rimbaud : los poetas mandragóricos.
Por una casualidad -abolición un poco paradójica del azar- aquellos, que solo quisieron o pudieron reconocer en Carlos a un hermano diez años menor, algo advenedizo, a un simpatizante del movimiento, en otras circunstancias se habrían visto en la necesidad de reconocerlo como al único escritor cuyo psiquismo se ajustaba al orbe de ciertos valores surrealistas. Muchas de las provocativas, vociferantes pero cuidadosas y eruditas digresiones de Teófilo Cid o de Braulio Arenas, en que se combinaban el humor negro, los llamamientos a Marx y a Freud, el conocimiento de ciertas corrientes exquisitas de la literaturas europeas, etc., sólo evocan, en última instancia la poesía tremante, ávida, enajenada de Carlos, y su figura mental y física siempre al borde del abismo, del desquiciamiento.
En 1938 escribía Cid en una página de Mandrágora una suerte de elogio de Ia Locura, conceptuada como “la protesta más enérgica del alma individual”, considerada ésta “en su antagonismo puro frente a las exigencias de la vida en sociedad”. Es una requisitoria contra “frailes, policías y burgueses”, que chorrea violencia. “El crimen -dice– el incesto, lo negro, son las manifestaciones más altas de lo absoluto de nuestra personalidad. La capacidad racional del hombre que acaso no sea otra que la de disimular sus propias debilidades con falsas capas de oropel, no alcanza a cubrir la capacidad irracional del hombre que pide expresarse en lo maravilloso, en la leyenda, en el terror, por medios sólo al hombre permitidos». Ciertas expresiones del creador del psicoanálisis son retomadas aquí de modo tal que pudiera suscribir Freud (o poco menos) al llamado de Rimbaud a hacerse vidente “por un largo, intenso, razonado desarreglo de todos los sentidos”. Pues para el sabio vienés la locura era “esta exaltación mental que en algunos enfermos aviva las facultades de la memoria y de la imaginación a punto de empujarlos a hablar de astronomía, de filosofía y a hacer poesía sin parecer haberlo aprendido”.
Los miembros del grupo se disputaban las palmas de la violencia en la recomendación de “los medios sólo al hombre permitidos”. La locura, para Enrique Gómez Correa, entraña “un grado superlativo de grandeza y majestuosidad”, también erróneamente conceptuada como un estado de beligerancia entre los instintos y la razón, en nombre de un irracionalismo sádico-masoquista: «Puesto que la crueldad, el vicio, el crimen, el mal congénito, sirven para poner en evidencia la vida, es señal que ellos no son sus contrarios».
Estas, y las mil citas curiosas que podrían hacerse en torno a la Mandrágora, tienen aquí, únicamente, la función de señalar la coyuntura histórico-literaria que a Carlos de Rokha le tocó vivir. No comportan, por ahora, la intención de hacer el balance de una aventura. A mi juicio, a este surrealista en estado de naturaleza que fue De Rokha, se le ofreció la oportunidad providencial -diría un católico- de consustancializarse con un capítulo imprescindible para el desarrollo de la poesía chilena, por más porque aquél impugnara toda idea de nacionalidad o de continentalidad literaria. Las formas de la irracionalidad planteadas por la Mandrágora han tenido que caducar, necesariamente, como provocaciones mínimas sobrepasadas atrozmente por las violencias históricas de hecho. En el plano nacional puede establecerse una correspondencia entre aquellas y los actos sangrientas que jalonaron la Iucha entre socialistas y nacional-socialistas en el umbral del triunfo de 1938 para las fuerzas políticas democrático-burguesas y obreras. No hay que olvidar a las poetas asesinados. La poesía, y aún la que había partido “en rescate de una alta realidad” (“y entiéndase que al decir realidad- escribió Braulio Arenas en Mandrágora- me refiero a la vida superada ya de todas las antinomias que la cercenan actualmente”) es decir, rehusándose a participar en la lucha por una libertad concreta, estaba, en realidad, impregnada de los mismos gérmenes contradictorios que en otros planos afiebraban al individuo y a la sociedad. Habría que fijar, alguna vez, incluso los evidentes puntos de contacto entre ciertos aullidos de la Mandrágora y las llamadas filosofías de la vida tipo Ludwig Klages que Georg Lukács examina en su “Asalto a la razon”, itinerario filosófico del nazismo, y destacar los aspectos reacconarios que comportaban esos llamamientos a una libertad ideal, abstracta, pura y radiante, y esas invitaciones a la violación, al sadismo, al delirio sexual, al vampirismo, etc. Que todo esto representó un modo insostenible de vivir y crear, lo ha probado el tiempo. Entre quienes recomendaban la revolución continua en todos los niveles o el nihilismo de los deseos desencadenados, se cuentan hoy “personas de orden”, y entre ellas alguien practica -lo he sabido- un anticomunismo vergonzante del corte del que tanto contribuyó, en las últimas elecciones, al triunfo de Eduardo Frei. Teófilo Cid no enloqueció para engolfarse en el mundo al que postulaba, creado a su imagen y semejanza. Fue destruido lentamente por la neurosis y su indiscutible inteligencia y talento de escritor nunca hizo otra cosa de él que un mal poeta lleno de recursos artificiosos, de recuerdos literarios, y de una lucidez crítica ineficaz en cuanto trataba de aplicársela a sí mismo. De Braulio Arenas ha escrito Gonzalo Rojas en “Mi testimonio sobre Braulio Arenas” (prólogo de ‘‘El mundo y su doble”): “Cabe, por cierto, la conjetura de si Arenas fue un surrealista cerrado al modo de César Moro en el Perú, o si se abrió -en su caudalosa lectura tan intensa hoy como en su infancia-, a la observación
del fenómeno político en la dimensión múltiple de todas las corriente”. Entiendo que los últimos ‘contactos de Braulio con el surrealismo se han perdido después de sus intentos -exitosos, algunos, como “La casa fantasma” –de reconciliar la poesía y la realidad en un orbe de valores en el que incluso se contempla un cierto tipo de tradicionalismo literario consciente y un intento todavía irónico de, convertirse, según expresión suya, en un modesto poeta de la patria. En ningún caso parece tripular en un barco ebrio ni buscar una salida antisocial a sus discrepancias con el «sistema del mundo». Siempre fue un escritor que pudo caer en el preciosismo, por su meticulosa dicción, sus arsenales de conocimientos librescos, y hasta por el mismo temple de su poesía ligeramente muda en cuanto a la expresión del yo emocional, excesivamente reservada.
Me arriesgo a expresar aquí que en la poesía de De Rokha puede rastrearse a lo vivo la presencia intermitente de un verdadero demonio poético, poseído de furor verbal genuino y de una especie de infalible sentido de la unión libre de las palabras. Si en algo resulta malogrado “El orden visible” es por la aplicación demasiado estricta del anti método surrealista, culpable de la disipación de muchas riquezas poéticas. “Esta desafortunada falta de concentración -escribe J. M. Cohen en “Poesía de nuestro tiempo»- es común a mucha de la poesía que aprovecha la nueva autorización a soñar que dio el surrealismo. Los versos se vuelven largos, las imágenes raras, repetitivas y, por lo general, se echa de menos el penetrante impacto de la observación. El intelecto ha pasado a ocupar un segundo lugar, aunque no por La fuerza de la emoción, pues a pesar de todas las teorías surrealistas, esta no reside en el nivel del sueño sino en el de una mayor conciencia. Todos estos poetas corren el peligro de caer en un congestionado retoricismo, que ocupa el lugar de la concentración poética».
Pero todo lo que podía tomarse de positivo del dictado automático como un acceso a los “derramamientos del sueño en la vida real”, al pretendido universo de los sueños, Carlos de Rokha lo supo emplear con una facilidad lingüística vertiginosa. Como preámbulo a “Las revelaciones del furor” (1944) escribió: “Este no es un libro; es todo lo contrario de lo que se entiende por eso. Lo dedico a quienes creen en la poesía, no como un puro medio expresivo, sino como un estado de videncia”. Personalmente vi a Carlos caer en estados alucinatorios, aunque, es claro, víctima de ellos, que no lúcido y demoníaco agente provocador de los mismos. Pero, en cualquier caso, conocía experimentalmente estados de surrealidad, y no es raro que “la invenciones de lo desconocido” de Rimbaud, y el carácter psicopatógico de la genialidad rimbaudiana, le atrajeran e influyeran sobre el poderosamente.
La visualidad, en el orden de las invenciones de lo desconocido, siembran y a veces ahogan la poesía de Carlos bajo selvas de imágenes. En el poema que citare in extenso a continuación, la selva aparece articulada como un plantío, pero, como siempre, alucinatoria, cuajada de elementos fantásticos:
“Yo vi todos los fabulosos gatos de la alcoba transformados en aves fabulosas. Todas las alfombras o sus aguas dormidas. Vi abrirse las puertas cuando las noches rodean a los ciegos o al leproso; las princesas y los magos pasaban como las sombras bellas de las estatuas. Vi tu cabellera. iOh, lléname de tinieblas!
Vi ostras y lámparas. Vi venir hacia mi los monstruos marinos. Vi candelabros y oasis movedizos. Vi ciervos bajo los árboles iluminados por la tempestad. Vi vasos de anís y desventura. Vi las ventanas cargadas de buhos. Vi un camino que resplandecía como un alba o una llave o un rio que venía de un planeta distinto, acaso suspendido de la lagrima de un dios sin nombre y sin memoria, ni origen.
Vi pastores de las regiones de Omsk. Vi corceles verdes iluminados por la espada del Arcángel a la entrada del Paraíso.
Vi los juegos de los pueblos. Vi veleros que nos transportarían a la eternidad: ogros, lobos, duendes, lirios, esponjas, ceniceros, substancias marinas, espadachines doncellas asesinadas y libros de Liturgia.
Vi el mar atado a sus propias lejanías. Al cielo feroz que pasa igual a un himno de delicia y de crueldad. Yo lo he oído cuando se desprenden unos cuervos azules, debido, seguramente, al olor espeso de sus nidos voladores.
Vi los resplandores de los mismos vasos como arrancados a las manos de los ciegos.
Vi luego, en antiguas destrucciones, las imágenes mudas y benditas de un mundo sobrenatural y obsesionante, encadenado a mi particular modo de ver, oir o pensar”.
Es «Oficio y vuelo» de «Los Arcos trémulos», 1936-1943. En el último párrafo del poema, éste se resuelve hábilmente pasando de la visualidad pura a la expresión intelectual de la cualidad y del significado del mundo allí evocado. Porque, si bien el método mismo de la poesía surrealista -siempre en alguna medida apegado al cadáver exquisito y al dictado automático- tiende a la supresión del pensamiento acunado en téminos intelectuales, parece que Carlos sintió la necesidad de insertar en los trabajos a veces recargados de su imaginación, en esos mundos excepcionalistas en que esta se entretenía acumulando objetos preciosos e inesperados, aquí y allá, un pensamiento que diera algo así como una pauta remota del sentido total de ciertas “composiciones suyas”. En este punto retoma la tradición procedente del romanticismo alemán del pensar de la poesía sobre su propia esencia a través de la poesía misma y, en algunos casos, reflexiones simbolistas como la de Baudelaire sobre la vasta y total unidad del mundo que provee a la faz sensible de éste de obscuras correspondencias. Dice De Rokha:
“Los signos terrestres, su luminosa persistencia -acaso me abran una entrada a la realidad pura: (“Oculta semejanza entre el hombre y el rayo”, de “Las revelaciones del Furor”). O bien: “Dónde los signos nocturnos predican la unidad del ser, su liberación silenciosa”. 0: “Nada de lo que subsiste de su propia caída puede hacer el hombre suyo”. Y tambien: “Mis cantos son los himnos que creo cuando verdaderamente soy igual a mí mismo”.
Todavía en ciertos casos como éstos, podría pensarse en rápidos ejercicios de virtuoso. La cara más genuina de la poesía de Carlos, hay que buscarla a través de muchos poemas, y en cierto modo recomponerla con ayuda de las impresiones que nos deja la lectura de ellos. De tarde en tarde escribía también un trabajo en el que ese rostro se reflejaba por entero como en aguas profundas, como en un espejo de esteatita. Tal es el caso de “Riña de gallos”, justamente estimado como obra de antología. En casos así, le correlación existente entre el desequilibrio psíquico de Carlos y su poder de configuración poética es clara y precisa, aunque se dé, es claro, en el orden de una oscuridad sustancial, de la opacidad, del misterio de lo humano. Los declamatorios llamamientos al deseo, a la crueldad, al crimen -retórica de los años mandragóricos- aparecen, en la poesía de Carlos, transfundidos en sensualidad compulsiva que se sublimara, a ratos, en el lujo mismo de las construcciones e imágenes verbales, en los movimientos múltiples, evasivos algunos, apenas audibles (como si alguien contuviera la respiración), pero vivos y reales, de un psiquismo torturado; o en el arrebato de la angustia:
‘Los mendigos que vimos partir esta tarde
hacia un nadir semejante al mío
hacia ti, nadir mío, que eres igual a mi desventura y mi
(terror
Hacia ti parto esta mañana en que el cielo aparece más
(claro que jamás
hacía ti parto nadir, mi nadir mío, espérame”
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