La última vida

Cada noche Boris izaba la antena por una pequeña abertura que tenía el búnker, encendía el radio y esperaba con ansias la transmisión que, extrañamente, podía oírse únicamente al anochecer.

Hace más de un año que no sabía nada y no había visto a nadie, gustaba de salir al exterior muy temprano por la mañana, cuando la bruma era baja y el aire resultaba ser más respirable. Subía los seis niveles que lo separaban de la superficie, por la única escalera que llegaba a la escotilla de acero hacia el exterior. Su tarea, antes de la epidemia, en el ahora inexistente edificio que está sobre el refugio, era limpiar los pisos.

Ya hacía un año desde que sonó la alarma, eran las diez de la mañana cuando, justo después de su café, todos huyeron al subterráneo. La intensa sirena solo significaba una hecho; un caza traspasó las defensas y detonaría un dispositivo bacteriológico, esa fue la primera de seis explosiones. El virus, modificado genéticamente, provocaba en menos de doce horas el descontrol del sistema nervioso central y en veinticuatro la muerte celular. El panorama que se originó era dantesco, cuerpos tirados por todos lados y en menos de un mes todos ya habían muerto. Solo a Boris parecía no afectarle, y aunque se sentía especial por el hecho de seguir con vida, en su interior lo único que deseaba era no seguir existiendo.

Luego de la catástrofe, uno a uno llevó los cuerpos de todos a las enormes calderas, hasta que solo quedó él, muchas veces pensó en lanzarse, saltar al interior, sin embargo le faltó valor, pues tenia la leve esperanza de encontrar a alguien. Esa pequeña esperanza lo mantenía aún con vida. Siempre al caer la noche captaba las señales de radio; la vida parecía tan normal, música alegre, entrevistas, el clima, hasta programas de humor, no hablaban de ataques, guerras ni mucho menos epidemias, era como si nunca hubiese existido, nada de lo vivido, las muertes, el sufrimiento.

Un día, al pasar más de un año sin poder comunicarse con nadie, no aguantó más. Tomó lo necesario y decidió salir del búnker. No quería terminar sus días solo y pudriéndose en algún rincón. Subió los seis niveles a paso muy lento, casi esperando que una voz divina le dijera que no saliera, abrió la escotilla lentamente y como otras tantas veces, respiró del aire viciado del exterior; solo ruinas y escombros por todos lados, restos de vehículos, ropas y cuerpos casi secos por doquier. Caminó algunos metros y miró hacia atrás, donde se encontraba la entrada al refugio, tenía sentimientos encontrados, sabía que adentro moriría, pero sentía cierto cariño por el lugar, respiró hondo y siguió por donde antiguamente era la calle principal; con sus grandes comercios, tiendas, hermosos jardines y mucha gente circulando.

Hoy, solo cerros de tierra y cenizas.
Mientras avanzaba, recordaba el sonido del tráfico, el hablar de la gente, la risa de los niños, el trinar de los pájaros, se sentía como sumergido en aquellos documentales de Hiroshima y Nagasaki. Ya con sus pies cansados y adoloridos después de caminar horas, sorteando grandes obstáculos y tratando de reconocer la otrora hermosa metrópolis en la cual vivía, se daría cuenta de algo que escapaba a sus más locas visiones y alucinaciones. Comprendió porqué motivo la radio que escuchaba no difundía la catástrofe, porqué razón a nadie había visto vivo ni escuchado en más de un año y porqué el aire estaba tan viciado. Su ciudad estaba literalmente aislada del mundo. Una gigantesca cúpula rodeaba la ciudad. Y comprendió también que su suerte estaba echada, nunca nadie oiría sus gritos y lamentos. Ahora con certeza sabe que morirá solo y pudriéndose en algún rincón.

El mundo se olvidó de ellos, el mundo se olvidó de Boris Chechenko, el último hombre de Grozni.

 

 

Cuento extraído del libro «La montaña de hierro» publicado por Michel Deb en 2012

www.micheldeb.cl

 

Ilustración Oscar Saldarriaga

www.facebook.com/oscar.saldarriaga.ilustrador