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Se despierta pero no quiere abrir los ojos. Detiene la respiración para aguzar el oído y percibir algo. Tiene la esperanza, como cada atardecer, que no se escuche nada, que no haya ni el más mínimo ruido, que lo único que perciba sea esa quietud que perdió cuando dejó el norte, en ese maldito momento en que decidió acudir al llamado de su pobre madre. ¿Por qué no fue mal hijo? ¿Por qué no hizo caso omiso a la carta? ¿Quién tuvo la amabilidad de escribir por la viejita? ¿Quién supo en qué tierras podrían encontrarlo? Pobre viejita, tuvo una vida tan mala, tan opaca, tan falta de alegrías. ¡Si lo sabrá él! Sabe también que cuando creció debería haber hecho algo más. Pero las cosas no se dieron. Sí, la buena suerte no lo acompañó. Se toma las manos, las acaricia y siente las duras deformaciones. Los dedos toscos, la piel hecha cuero. Recuerda a la niña de la casa azul. La que lo atendió cuando fueron con los muchachos, la tarde que el cojo García encontró una buena pepita. Ella fue amable con él pero se notaba que sus manos de piedra le molestaban. La imagina desnuda, montada en él sobándole las manos con unos aceites especiales para suavizarlo un poco. Estaba como poseída frotándole los dedos y él permanecía quieto, pensando en que si se movía un milímetro terminaría disparando y ella lo despediría de inmediato.

El silencio que ansía no lo acompañará. Se distinguen nítidamente los jadeos del viejo. Desde que volvió que el padre no respira como la gente normal. Bufa las veinticuatro horas. Ese compás es peor que el del reloj de la escuela. A su viejita le gustaba mandarlo bien peinado. Limpio. Lo bañaba en la batea y cuando creció, en el tacho grande del patio. Ahí lo sumergía en agua tibia tras tenerlo a la intemperie mientras lo enjabonaba. En ese tiempo las manos las tenía suavecitas. Se estira en la hamaca. Siente la piel del cuello pegajosa. Sigue con los ojos cerrados aguardando el grito del anciano. Si no hubiera vuelto, ahora estaría quizás en una casita modesta, con una mujer buena y un par de críos. Tendría una tierrita cultivada, habría aprendido a trabajar con las abejas. Tanto que le dijo el profesor que la apicultura le traería un dulce destino. Pero la mala suerte. La mala suerte que se le atravesó no se la pudo sacar nunca del camino.

Quién sabe si su viejita supo que se pasó a la sombra diez años. Quién sabe si ahora que está al lado del señor sabrá cómo sucedieron las cosas. Le pide a su viejita que lo perdone. Que tenga en cuenta que pagó cada día su error. Porque fue un error, una pelea tonta. Cómo iba a saber que el cristiano iba a caer tan mal. No fue maldad, viejita. El grito del viejo lo hace abrir los ojos. El cerro sigue ahí, con esa tonalidad violeta que toma al atardecer. Se baja de la hamaca y entra a la casa. Toma el tazón y va al cuarto. Sostiene la cabeza del viejo para que beba el agua. El viejo quiere ir al sillón.

Desde hace un tiempo tocar al viejo le da asco. Se siente mal por ello pero no puede evitarlo. Cuando se acerca, contiene la respiración para no olerlo. Lo toma por los brazos y lo ayuda a incorporarse. Le acerca el bastón. Va vigilando los pasos del padre. Procura que al sentarse no se golpee muy fuerte. Le acomoda el cojín que usa para la espalda. Le vuelve a preguntar si no quiere más agua. El anciano contesta moviendo la mano. Habla muy poco. Sólo se dedica a gruñir e indicar con la mano cuando quiere algo. El hijo sabe que es hora de prender la radio. Al padre la vista se le ha acortado mucho, pero el oído lo tiene intacto. ¿Teniendo el oído tan bueno, cómo es que no escuchó los gritos de su viejita?

Pobre vieja. Morir así, peor que un perro. Y la mala suerte que él ese día no estuviera. ¿Pero quién más iba a ir al pueblo? Si hubiera estado, su viejita no habría tenido el accidente. Dios a veces hace cosas malas. Dios fue injusto con su viejita. Se la llevó a ella y le dejó al viejo de mierda. Los años han pasado pero se acuerda de las tandas que el padre le daba a la pobre mujer cuando llegaba borracho. El era chico, no podía defenderla. Ella le decía que se metiera debajo del catre y no saliera no importaba lo que escuchara. Aguantaba estoica las maledicencias que le gritaba su marido, los golpes y las arremetidas violentas. Al otro día como esposa devota le preparaba hierbitas para el dolor de cabeza y la mala digestión. Las mujeres de ahora no son como las de antes, reflexiona. Se queda en la entrada de la casa, mirando el cerro. De vez en cuando vuelve la vista y observa al viejo. Acostumbra a dejar caer la cabeza hacia atrás y se queda silente, escuchando la radio. El lo mira y piensa en ese cuello. Se mira las manos toscas. Recuerda una revista que vio y la imagen que ahora le es recurrente. Un hombre tomaba por el cuello a otro. La muerte era rápida. Probablemente ni le doliera.

Vuelve a mirar el cerro. Su color va cambiando al igual que el cielo que ahora luce un azul más oscuro. Ya se aprecian algunas estrellas. Son pequeñas. Fulguran en el infinito y él vuelve a los recuerdos. A los vestidos brillantes de las niñas de la casa azul. Al olor de la muchacha que lo atendió las veces que fue. Buscó siempre la misma porque le gustaban los masajes que le prodigaba. El sabe que ella atendía a muchos pero le gustaba pensar que sólo a él le frotaba las manos con los aceites. Arruga el entrecejo y se da cuenta que no recuerda su nombre. No sabe si alguna vez supo como se llamaba. Conversaban poco. Ella estaba enamorada de sus manos. Lo montaba con indiferencia, la atención se la llevaban sus manos grandes. Las frotaba, aceitaba, besaba. El era feliz con eso. Lo otro casi no le importaba mucho. Se descargaba porque el cuerpo trabajaba solo, no porque a él le fuera muy urgente.

Pasea el fósforo que siempre lleva en la boca, por los dientes. Lo mueve como si hiciera piruetas con él. De un extremo a otro lo aprieta contra las comisuras. Deja que pase el tiempo. Mira el cerro que se va perdiendo en la oscuridad. La noche se acerca y él siente que es su felicidad. En la noche se esfuerza en soñar. Los sueños son gratis decía el cojo García y contaba todas las cosas que haría cuando encontrara una veta. El cojo una vez se le acercó y le dijo que si la encontraba pronto, le iba a regalar a la muchacha. Se la compraría a la cabrona para él. Cuando él decidió volver a la casa, el cojo le dijo que era un traidor. Esa fue la última cosa que le escuchó. Nunca supo si habría hallado algo o seguiría farreándose las pepitas en niñas y vino.

Mira hacia la casa y se dispone a preparar la cena. Cada noche hay que darle de comer algo al viejo. Su viejita lo dejó mal acostumbrado. A veces a él le da pereza y quisiera irse a dormir así no más, pero el padre reclama comida. La rutina lo carcome. Los días se van haciendo más largos y las noches benditas más cortas. Las noches benditas. Esa expresión le suena conocida. Hace intentos por recordar. La noche bendita dijo su viejita. Sí, la noche en que ella perdió al hijo que esperaba por causa de los golpes del viejo. El la vio caer al suelo. Iba a ser su hermano o tal vez sería una mujercita. El viejo no la respetó ni preñada. Mientras cocina, se le vienen a la mente los momentos tristes de su niñez, las penurias de su madrecita. La cárcel.

Al frente, en la cabecera sur de la mesa está el viejo. Sorbetea la sopa y ese ruido se multiplica en sus oídos. Tensa la mandíbula y de no ser por la firmeza de su dentadura, podría reventar los molares con la presión de su mordida. Achica los ojos mientras baja la cabeza un tanto, sin dejar de mirar al anciano. Mira hacia su derecha y lo ve. Está a centímetros de su mano, el cuchillo filoso que usa para cortar la carne.

Podría levantarse tranquilamente, caminar unos pasos con el cuchillo en su siniestra, tomar del pelo y tirar hacia atrás al viejo con la diestra. Antes que pudiera decir algo, sus ojos se abrirían tanto como su desdentada boca, mientras el metal le perforara el corazón. No habría convulsiones ni forcejeos. Sólo le soltaría la cabeza, la que caería sobre el pecho inerte.Volvería a sentarse, y terminaría la cena, plácido. Sin ese sorber horroroso que cada noche le crispa los nervios. Ya no tendría que oír la respiración forzada del viejo y ese ruido que hace, como si estuviera cansado. No tendría que soportar su semblante, ni su nariz grotesca ni las grietas en sus mejillas. Ya no existirían los días en que hay que asear su cuerpo enjuto y maloliente. Ni usar las tenazas para cortar las uñas que le crecen a velocidad desmesurada, ni luchar con él para que se deje afeitar.

Los pelos, los pelos saliendo de las orejas, la nariz y las antenas de sus cejas. Odia todo eso. Odia los ojos hundidos del viejo, que a pesar de los años, todavía pueden ver. Sigue observando sus movimientos lentos, la sopa que cae de la cuchara, mezclada con la saliva siempre abundante. ¿Por qué la vejez es tan asquerosa? ¿Por qué no se mueren los viejos antes de la decrepitud? ¿Por qué no se los lleva la muerte de una vez, o es que hasta la muerte siente asco? El anciano eleva la vista por primera vez. Avisa que terminó con una voz gastada. Se echa hacia atrás evidenciando la extenuación que le causa todo. Se queda así con los ojos cerrados. Un hilo se desliza por la comisura de la boca. El otro comensal no puede evitar el mohín. Desvía la mirada hacia la mano temblorosa. Ese movimiento perpetuo molesta. Sí, también molesta. Quisiera golpear esa mano y que no se moviera más.

Fuera de sus pensamientos, va a la cocina y trae otro plato que ha puesto sobre la olla para que conserve calor. Unos pequeños trozos de carne se mezclan con algo de papas molidas y un puñado de verduras cocidas. El viejo se acerca y mira el plato, su desagrado lo expresa con un resoplido que demuele el escaso control que le queda al hijo. El destello de su mirada se hunde en la figura del padre. Coge el cuchillo de un golpe y se detiene. Cierra los ojos. El ceño se va frunciendo como si fuera parte de un ritual, es el instante en el que debe decidir. La liberación maldita o seguir en la esclavitud que le corroe el alma, que le quita la vida mientras lo deja vivo, en la agonía eterna.

El brazo adquiere una fuerza descomunal. Siente las carnes abrirse. No quiere ver nada. La oscuridad. Pareciera que lejos un sonido leve, un quejido se escapa y se pierde en la noche fría. Ya no se oye la respiración forzada. Ya no percibe ese olor nauseabundo a vetustez. El anhelado silencio. El silencio total. El viejo no se mueve, no habla. En el suelo, el hijo yace inerte boca arriba, con un extraño gesto de complacencia. La mano tosca aún sostiene el cuchillo clavado en su propio pecho.

 Ilustración: The fall of the last emperor, de M.A.M08