The Leftovers- Jon Foster

Ceñudo, cogió el vaso y lo remató. No había tiempo para demorarse en naderías, para deslizar la mirada a través del ventanal y pasear en la distancia junto a las muchachas que asomaban a la caída de la noche; tampoco para tomar un periódico cualquiera y permitirse unos momentos de sosiego, de aislada tranquilidad frente al abrasivo caos que le acompañaba en aquella intensa época de ira y creación. Aquellos periodos llegaban siempre de la mano de innúmeros desmanes repartidos a lo largo y ancho del cuerpo; dispersados por aquí y por allá sin aparente relación aunque deudores todos ellos -así lo comprendía- de un torbellino limítrofe con la neura. Su mundo se le aproximaba por medio de dentelladas, duras colisiones cuyo origen cabía encontrarlo en la azarosa relación de hechos con que transcurría su realidad.

Entre tanto había posado la mirada sobre un grupo de asiduos entregados al juego ahora que el día apagaba su luz artificial. Cada uno de aquellos tres rostros, cada una de sus seis manos, de sus estúpidos gestos, iluminaba un carácter vinculado a necesidades lascivamente hostiles. Desde allí, estudiando cada movimiento, desmenuzando cada palabra, cada improperio salido de sus entrañas, se sentía un dios, se sentía omnipotente, alejado de ese sucio mundo pero a su vez sintiéndolo como propio, como urdimbre nacida de su propio telar, como elongación natural del fuego que desprendía en aquellos momentos de suprema contemplación.

Los veía actuar y creía estar dirigiendo sus nerviosas contorsiones. Observaba ahora con fijeza a aquel otro que acababa de descubrir, sin inmutarse lo más mínimo, su intromisión, los ojos clavados sobre los suyos mientras éstos no eran sino el órgano con el que dios se relaciona con sus criaturas; sin juzgar, sin esperar nada de ellas, sin deseo ni repulsa. Este no esperar nada, este no esperar absolutamente nada de cuanto acontecía alrededor constituía, precisamente, la rotunda consistencia de aquel destino humeante entre sus ateridos dedos. Debió sentirse turbado cuando apartó al fin la vista y, al momento, como recriminándose su cobardía, la deslizó pesadamente para al poco dirigirla de nuevo hacia esos surcos tan intensamente humanos como rezumantes de muerte.

Todo el bar flotaba como un quieto tiovivo anciano como el tiempo; un tiovivo que jamás había comenzado a girar pues, precisamente, constituía un arquetipo del instante, equivalencia exacta de su propia interioridad. Observar aquellas gentes, aquellas luces, aquellos espejos, era como estar ante remotas presencias talladas por la mano de algún dios, monolitos sumergidos en el fondo de los mares completamente olvidados. De súbito se sintió débil, exhausto tras su breve concentración, desprovisto ya de las torpes fantasías que acaso se desplazaban hacia aquel rostro que vaso en mano, con un leve gesto, volvía a descubrir su ausente mirada.

La vida toda fluctuaba en aquel instante entre el placer insatisfecho, el paraíso eternamente perdido de unos segundos atrás cuando no compartía su mundo con nadie, su vida con otras vidas, su muerte con la común, dios desde su trono, revelación absoluta de su hermosa soledad, y el infierno de permanecer encerrado en aquellos ojos que ahora se jactaban ante él mientras el resto, ciegos en su lucha, bebían alegría despreocupados, como despreocupas parecían aquellas vivas muchachas, dulces y distantes, felices como si la noche, su insólita sordidez, no hubiese reparado aún en tan huidizas estrellas. Le sobrevenía ahora una atroz misoginia, un despecho derramado sobre todo cuanto su mirada alcanzaba a descifrar. Su identificación, su amor, por así decirlo, se dirigía al fin hacia aquel triste vaso, hacia aquel farol inmunizado de estupidez, resplandeciente sobre la sudorosa barra donde su espalda, desgastada y gris, lentamente iba muriendo.

El hastío del reloj frente a la eternidad de su conciencia, de su obra increada aún, de sus delirios de euforia, de sus megalíticos deseos, se había multiplicado a lo largo de las horas transcurridas. Ahora sólo existía, una vez más, su ansia de posesión, de realización de utopías faraónicas, el deseo de compartir cada uno de los astros encendidos en lo más oscuro de su cabeza, precisamente allí donde nacía un inmenso dolor, un incesante martilleo obcecado en anunciar la pervivencia en su cuerpo de un arcano demonio, inhábil en este mundo, abrazado a la larga serie de transformaciones recreadas, agua primero, luego roca, ave y al fin pez, y a tan esquivo disfraz. Al borde del colapso lo insulso le devolvía la cordura, el camarero tras la barra, el indeclinable púgil de la esquina, las muchachas lindas y risueñas, la misantropía fiel que le hacía recordar que todo, incluso él, ahora que ya no era dios, resultaba dolorosa, hermosamente humano.

En estos días lentos y sometidos a la resistencia ejercida por su volcánica naturaleza, merodeaba en torno a estados anímicos experimentados como radicalmente opuestos. La confusión precedía a la rabia, destronada por una lasitud impropia de su hipertrofiada voluntad, mientras esta última, por su parte, trataba de imponer sus coacciones, sin margen para una irónica sonrisa o un gesto de comicidad que, más que calmar, sólo conseguiría reflejar lo torpe e infructuoso de su esfuerzo. Su naturaleza creadora se veía nuevamente paralizada por las ansias, desatendiendo aquel otro estado de postración requerido para alimentar raíces ancestrales. Y así, quemando fantasías, las ideas quedaban al margen de toda ilusión. Todo ello lo podía llegar a comprender; comprendía que el cumplimiento de sus necesidades no pasaba por desatender las inocentes súplicas nacidas en su interior, como tampoco por imponerse a ellas, pues tan sólo la escucha atenta y el seguimiento fiel a unas exigencias tan benévolas como drásticas le podrían llevar a conciliar su obra con aquel mundo grotesco y sudoroso, un mundo que ya quedaba muy atrás a medida que a cada uno de sus pasos, encendidos ya por la sola luz de las farolas, comenzaba a quedar completamente borroso, difuminado.

Ilustración: The Leftovers- Jon Foster