Alyssa Monks oil on canvas

Quienes queremos a Roberto Bolaño, también nos alegramos de sus errores. El autor señaló más de alguna vez que estaba agotada la novela lineal, aquella que se basaba únicamente en la historia que narraba. Su sentencia era falsa… por suerte. De todos modos, quienes pretenden instalarse desde la tradición que Bolaño, tan violenta y fulminantemente, inaugura en la literatura latinoamericana, lo hacen desde esa premisa, para lo que toman uno de los rasgos más distintivos del autor: la autorreflexividad y autorreferencialidad de la obra. Un caso ejemplar de esta técnica son las figuras geométricas que cierran la novela Los detectives salvajes (Barcelona: Anagrama, 1998). Esos cuadrados que sirven para que los ocupantes del Camaro jueguen a las adivinanzas, hacen que el lector se vea forzado a admitir la materialidad del libro que tiene entre sus manos. Este se presenta como objetualidad pura, y entonces aparece la página ahuesada, numerada, rectangular donde se dibujan esas geometrías que nada tienen que ver con la –aparentemente– anacrónica intención del autor de mantener al lector encerrado en la ficcionalidad que propone, guiándolo a pensar que lo que cuenta sucedió alguna vez realmente.

Aunque este artificio, de cuño posmoderno, es indispensable para hacerse ciertas preguntas sobre la obra de arte en el siglo XXI, no es la única forma de ingresar a la literatura contemporánea, como aseguraba el gran Bolaño.

Creo que de alguna manera, el ejercicio de la metatextualidad se ha vuelto un lugar común para los escritores más jóvenes, aquellos que nacieron entre la década de los ’70 y ’80.

En todas las novelas y cuentos de estos prosistas existen protagonistas escritores que hablan de sus obras, que nos explican sus vidas, que abordan la literatura como único eje temático. De hecho, quien está atento a las nuevas publicaciones, a las novedades de las editoriales independientes que hoy, felizmente, abarrotan las buenas librerías, no puede dejar de preguntarse hasta cuando las novelas hablan de novelas, los cuentos hablan de cuentos, los escritores hablan de escritores. La gran pregunta es cuántos de nuestros narradores entienden el sentido de una obra que reflexiona sobre sí misma y tenga al intertexto como única referencia. Los motivos de esta operación se encuentran ya no en la crisis de la representación o del autor, sino de aquello que denominamos comúnmente como realidad, la que ha sido deconstruida hasta establecerse como mera discursividad, donde la invención y el artificio ostentan el mismo estatuto de verdad que ella.

Con todo, una excepción a esta casi regla de oro para la literatura nobel, es el volumen de relatos Jauría (Mago Editores, 2014), primer libro de Franco Scianca (Santiago, 1977). Su apuesta lo ubica en las antípodas del exceso libresco que impera en nuestras letras.

A mi juicio, ingresar al campo cultural con esta mirada es un gesto de autonomía y carácter. Lo políticamente correcto es escribir exclusivamente de literatura y olvidarse de algo esencial: contar una buena historia, agenciarse al lector con el peso inapelable de una anécdota bien armada, construir un relato con materiales procedentes de la vida real. Y, por qué no, entretener, seducir, cautivar, ampliado de paso el espectro de quienes acceden a la obra, por no necesitar un lector “dialogante”.

Jauría se instala, principalmente, en espacios afectivos precarios, deprivados, inestables. Es un fiel retrato de una sociedad que busca eficiencia económica a cualquier costo, sin medir los costos personales, anímicos que esto puede originar. Las derrotas emocionales, las fracturas familiares, de pareja, son la fuente que alimentan los veinte cuentos que componen el libro. Sus personajes están siempre ante un abismo, en desasosiego, envueltos en atmósferas comprimidas que los cercan como desde dentro, desde sus propias subjetividades.

En Chile y en el mundo se nos ha prometido la felicidad mediante el consumo. La sociedad ha apelado al bienestar más superficial como sistema de recompensa para cada uno de sus miembros.

Pero eso no basta, y así lo muestran los textos de Jauría. En especial el cuento que abre el libro, “Perro muerto”, donde todo parece perfecto, donde se cumple con cada ritualidad impuesta por la cultura para que el joven ingrese al mundo adulto mediante el matrimonio, y sin embargo ese joven no es feliz, se encuentra confundido, no participa realmente de las ceremonias que lo circundan, no tiene ningún compromiso afectivo con  ellas, lo que se acentúa por el atropello de un perro que parece describir la soledad, el vacío, el sinsentido de los seres hombres y mujeres que lo rodean.

En este escenario aparece la metáfora del perro como centro del volumen, que además es la imagen que da nombre al libro, mediante un grupo de canes con ciertas connotaciones negativas, de agresividad acaso: Jauría.

¿Qué representa el perro en la obra de Scianca? Imposible dar una respuesta certera pues la literatura no tiene explicaciones precisas, unívocas. Sin embargo, de todos modos podemos hacer una aproximación al tema.

El perro en Jauría es, literalmente, atropellado, abandonado, muerto, cazado. Paralelamente, en los mismos cuentos donde aparece se habla de desamor, quiebres matrimoniales, suicidios, adicciones. El perro es, asimismo, fiel acompañante de sus dueños, pero esos dueños no son felices o se engañan unos a otros. La fragilidad de la vida de esos perros, cuyo destino jamás es muy feliz, atraviesa también la vida de sus amos, los protagonistas de los cuentos. Todos los personajes de Scianca representan una jauría de seres humanos que tienen la desesperanza o la muerte demasiado cerca. Pero, a diferencia de una jauría real, estos hombres y mujeres no nos causan miedo, no nos intimidan. Sus vidas, como ya dije, se debaten en la precariedad afectiva. Los lazos de la manada son débiles, están a punto de romperse, a veces ya no existen.

Con estos elementos a la vista, quizás podamos trazar una mejor respuesta a qué significan los perros en Jauría. Una hipótesis: los perros representan la condición actual del ser humano, un poco a la deriva, otro poco atemorizados ante un mundo que no manejan, en muchos sentidos despojados de certezas. El perro podría ser, entonces, una acertada alegoría del hombre que habita en la posmodernidad, pero no en cualquier posmodernidad, sino en la nuestra, una posmodernidad a medias, mal construida, patológicamente consumista e individualista. Así, este volumen de cuentos ofrece una inmejorable panorámica de las fragmentadas subjetividades del siglo XXI en países donde no se ha instalado adecuadamente la nueva forma de entender el mundo –la posmodernidad– que en otras partes del planeta tantas virtudes trae consigo. Y, por otro lado, el libro nos trae de vuelta a las ficciones en que lo  más relevante es la historia, no el discurso circular de una novela espejeándose a sí misma.

Ilustración: Alyssa Monks oil on canvas