Esta historia es absurda de la cabeza a los pies pero no más que la vida. Voy a contarlo todo, punto por punto y coma por coma. Voy a contarlo como lo recuerdo, que no tiene por que ser como pasó. Prometo no mentir y prometo intentar no guardarme nada, por mucho que me cueste. Es todo lo que puedo hacer.
Para empezar tengo que decir que yo tenía menos de cuarenta años, 38 para ser exactos, pero ya no esperaba nada de la vida. El éxito me había llegado demasiado pronto. Pero el éxito no tenía la culpa. O no tenía toda la culpa. Eso era algo que tenía que ver con mi carácter, con una parte de mi carácter oscura, impenetrable, dura y bien agarrada a mi alma. No podía hacer nada contra ello. Yo estaba destinado a sufrir. A no encontrar mi sitio. A ser un bicho raro estuviera donde estuviera. Con dinero o sin dinero. Con éxito o sin éxito. Pero no voy a hablar de eso ahora. No. Esta no es mi historia. Esta es la historia de T.
Supongo que debería empezar por contar cómo la conocí. En realidad eso importa poco. Nada de lo que pasó después se podía adivinar en aquel momento. Nada estaba previsto. Nada siguió un orden lógico o simplemente un orden. Fue simple causalidad. Simple fruto del azar, de múltiples factores intrascendentes. Y si después la cosa tomó una dirección concreta fue algo que no tuvo nada que ver por cómo empezó, ni tuvo nada que ver con algo de lo que pasó en muestro primer encuentro.
Porque en nuestro primer encuentro no pasó nada. Ella apareció con su novio. Estaba nevando mucho y se hacía de noche. Llamaron a la puerta y yo estuve a punto de no abrir. Pero la curiosidad me pudo y abrí. Entonces la vi. La vi y no pensé nada especial. Sólo un poco de fastidio porque antes de que abriera la boca ya imaginé que iba a pedirme. Habían tenido un pequeño accidente. La nevada hacía que fuera muy difícil circular. Y además no tenían ni puta idea de donde estaban. Y se les venía la noche encima. Fue una suerte que vieran mi casa a lo lejos. Y que yo tuviera la luz del desván encendida. Me preguntaron si podían entrar a llamar por teléfono. Les contesté que no tenía. Me preguntaron si podían entrar. Les contesté que no, secamente. No quería que entraran a mi casa. Se quedaron muy desconcertados con mi respuesta. Él se resigno. Ella no. “¿Pero nos vamos a morir de frío?”, exclamo indignada. Daba por sentado que mi deber era ayudarles. “El pueblo está a 3 kilómetros. Allí hay una pensión.” Y cerré la puerta sin más explicaciones. No quería compañía. No quería que nadie viniera a molestarme.
Aproximadamente unos diez minutos después los vi pasar por la carretera. Habían vuelto al coche a coger sus bolsas y caminaban pesadamente. Empezaba a nevar con furia. Hacía viento. El viento lanzaba la nieve contra sus cuerpos y hacía muy incomodo caminar. Y la noche les pisaba los talones. Lo tenían crudo. Dentro de diez minutos la carretera habría desaparecido por completo bajo el manto de nieve. No habían podido escoger peor día para hacer una excursión. Comprendí que tenía que ayudarles. La idea no me hacía la menor gracia pero en el fondo sabía que no me quedaba otro remedio. O les ayudaba, o tendría que cargar con el remordimiento toda mi vida…
Ya estaba a punto de abrir la puerta cuando escuché el ruido del cristal. No era un golpe casual. Enseguida supe que se había roto de una pedrada. Y enseguida supe que había sido ella. Tenía buena puntería, eso fue lo primero que pensé. Al primer intento le había dado de lleno. Y además desde su posición el único cristal que estaba a tiro era el de la ventana de la cocina, la más pequeña de todas. La cocina es una de las partes de la casa que más se usa en invierno. Aquello era una putada… Y ella debía saberlo, porque al ver el resultado de su pedrada se había puesto a chillar de alegría.
Lo que supongo que ella no esperaba es que yo apareciera delante suyo. Había salido por la puerta de detrás, y había dado la vuelta por las cuadras. De manera que me planté delante suyo justo cuando ella estaba en plena euforia, y acababa de dedicarme un “Jódete cabrón” que retumbó por todo el valle… Y entonces volvió el rostro y me vio. Me quedé quieto, mirándola fijamente. Estaba muy cerca de ella. Su novio venía bastante rezagado. Le caían las mochilas y tenía que recogerlas con dificultad. Aunque quisiera acudir en su ayuda, llegaría tarde… Pero su novio no iba correr en su ayuda. Eso lo sabía desde que lo vi. Su novio era de otra pasta. No era como ella. Podría decir que era un cobarde pero no era más cobarde que otros tíos. Ni más cobarde que yo cuando tenía su edad.
Su novio era un cero a la izquierda. Lo que me preguntaba es qué iba a hacer ella. Yo llevaba un palo en la mano. No era un palo para defenderme o para atacar. Lo uso siempre que tengo que caminar por la nieve. Pero eso ella no lo sabía. Después de romperme el cristal, lo lógico es que pensara que yo estaba enfadado… La vi mirarme desconcertada. Sin saber si debía correr o plantarme cara. Ninguna de las opciones era buena, correr con la nieve casi a la altura de la rodillas era difícil y plantarme cara era una estupidez. Así que se quedó esperando que fuera yo quien decidiera que iba a pasar. No tenía miedo. Sólo analizaba la situación, para ver cómo podía resolverla mejor. Casi todo el mundo se asusta en el momento crítico. Y su miedo les lleva a hacer cualquier tontería. Pero hay algunas personas que son diferentes. Algunas personas que saben mantener la cabeza fría. Que confían en su inteligencia y en su astucia y que saben que, por muy negro que se presente el asunto, siempre se puede encontrar una buena salida. Ella era una de esas personas. Y yo, que nunca lo había sido, empezaba a serlo con los años. Sobretodo desde que vivía allí. Estos años me habían hecho fuerte. Estaba preparado para todo. En los últimos años había tenido que vérmelas con lobos, jabalíes, nevadas, falta de comida y de dinero, averías inesperadas y reparaciones de todas clases, rayos y truenos, ladrones, envidiosos y espabilados, y, sobretodo, mis propios fantasmas. Así que una chica peleona no me iba a achantar… Dejé pasar unos minutos. Sin moverme. Sin dejar de mirarla. Y mientras tanto su novio se le acercó y le dijo:
–¿Estás loca? Este tío va a sacar la escopeta.
Aquello me ofendió. Porque yo odio las escopetas. Luego, al ver que ella ni se molestaba en contestarle, me miró a mí y dijo:
–No siento… Le pagaremos el cristal… Pero ayúdenos. No sabemos cómo llegar al pueblo…
Les dije que pasaran. Que podían pasar la noche en la casa. Me miraron extrañados. Supongo era lo último que esperaban. Por su novio no lo hice. No lo había hecho mal, es cierto, pero a mí no iba a ablandarme el corazón con sus discursos. Hay personas que lo quieren solucionar todo con palabras. Tienen palabras para todo, para lamentarse, para suplicar, para exigir…. Yo me fió más de los que, en lugar de hablar, actúan. Por eso la preferí a ella de inmediato. Pero, cuando digo “preferí”, no me refiero a que ya estuviera pensando en acostarme con ella. Eso no lo pensé hasta mucho después. Cuando ya se habían ido. Aquella noche no pasó nada. Se secaron junto al fuego. Me ayudaron a tapar la ventana con plásticos y a traer leña y hacer algunos apaños pendientes en el desván y en el servicio. Y luego nos abrigamos, cogimos linternas y fuimos a ver a los animales de mi vecino, tal y como hacía yo cada noche cuando mi vecino no estaba. A mí no me gustaban ni los cerdos ni las ovejas ni las gallinas ni los conejos. Yo nunca había querido tener animales en casa, pero mi vecino, un pastor tan solitario como yo, pero viejo y enfermo, me había ayudado mucho durante los primeros meses y yo estaba en deuda con él. Ahora estaba en el hospital, y yo no sabía si volvería. Cuidar de sus animales era lo mínimo que podía hacer.
Aquel día agradecí tener una cierta ayuda. Pero no les dije nada. Y no me esforcé por ser cortés en absoluto. No eran mis huéspedes, yo no quería compañía. Les había ayudado porque no tenía otro remedio, como ayudaba a mi vecino por lo mismo. Yo no quería que nadie se hiciera ilusiones en ese aspecto. No me interesaba relacionarme con otras personas. Había dejado la ciudad para estar solo. Así vivía y así quería vivir. Cuando llegó la hora de acostarse, me marché a mi habitación despidiéndome secamente. Durmieron en el comedor, junto a la chimenea. Y aunque él le pidió guerra, ella le dio calabazas (yo les oí discutir, ni siquiera tuve que espiarles). Al día siguiente desayunamos juntos (él insistió en pagarme el cristal, yo me negué). Después les ayudé a sacar el coche de la cuneta y ponerlo otra vez en marcha. Y ahí acabó todo.
Sobre la mesa de la cocina descubrí una nota que decía: “para el cristal”. Debajo de la nota había varios billetes. Era cosa de ella. Él no se hubiera atrevido.
La volví a ver dos meses después. Apareció en moto y antes de que se quitara el casco ya la había reconocido. Me contó que venía de paso, que había visto la casa y había decidido parar para ver si ya tenía el cristal nuevo.
Le pregunté por qué le interesaba tanto el asunto del cristal.
–Porque tú eres la clase de tío que puede aguantar con unos plásticos todo el invierno –me respondió.
Tenía razón. Aún no me había molestado en bajar al pueblo para conseguir un cristal. Tenía cosas más urgentes que hacer. Y ya me había acostumbrado a tener la ventana tapada con plásticos. No hacía tanto frío como podía pensarse y, además, la vista desde la ventana no era gran cosa.
–Por eso estás solo –dijo ella de pronto. Porque eres un conformista.
No dijo nada más. Pasó directamente al dormitorio. La habitación daba asco. Pero la dejé entrar. Ella dejó el casco en la cama y se sentó. Me acerqué. Ella sonrió un momento y después empezó a desnudarme.
No pensé que fuera a quedarse a dormir. Todo había ido demasiado rápido. Aquello no era normal, desde luego. Su conducta, pese a todo no me sorprendió. En ningún momento creí que su visita era casual. Ella venía a eso. No sabía por qué ni tenía sentido preguntárselo, pero ella venía a eso, a meterse conmigo en la cama, a follar conmigo una, dos y tres veces, a pasarse el fin de semana follando, simple y llanamente. Y todo lo demás era vano, tan prescindible que no tenía sentido ni dedicarle un minuto de muestro tiempo. Y pese a todo, allí, frente a la estufa de leña, una vez nuestros cuerpos nos habían obligado a levantarnos, a buscar algo de comida, a beber un largo trago de agua, a todo eso que era una perdida de tiempo, o simplemente un tiempo ofrecido a la rutina como quien ofrece una moneda a un mendigo con la tranquilidad de saber que el bolsillo continua lleno, allí, en ese momento, yo tenía que morderme los labios para no hablar, para no preguntar, y la miraba de reojo pensando en qué clase de carambola del destino la había llevado hasta aquí.
Por suerte yo no era un adolescente, ni era tan joven como cuando tuve mi última oportunidad. Y por eso pude mantener la boca cerrada, pues por experiencia sabía bien que todo iría bien mientras ninguno de los dos hablara de aquello. Y sabía también que ella no iba a hablar si yo no lo hacía previamente, de modo que toda la responsabilidad recaía sobre mí. Y era lógico… Ella estaba mirando por la ventana, mirando la noche, y yo era quien tenía que alejarla o atraerla hacia mí con mi silencio o con mis palabras.
Recuerdo muy bien cada uno de los minutos de ese largo fin de semana. Recuerdo muy bien cada uno de sus besos, cada uno de sus abrazos, cada uno de sus gemidos… Pocas veces en la vida algo había resultado tan sorprendentemente fácil, tan fácil como dejarse arrastrar río abajo y no preocuparse por nada, no pensar hacia donde nos lleva la corriente ni pensar qué habrá que hacer después para remontarla, cómo podremos volver al lugar de partida. Ella colaboró en todo momento. El mérito fue más suyo que mío. Cada vez que yo titubeaba, sus ojos y sus gestos me dejaban claro el camino a seguir. Estuvimos en la cama prácticamente todo el fin de semana y cuando se fue el domingo por la tarde yo no le pregunté cuando pensaba venir. Sabía que vendría pronto.
Y volvió. Volvió dos semanas después. Escuché la moto y supe que era ella. Corrí a buscarla y nos besamos. Aquella segunda vez fue nuestra primera vez. Dos personas no son pareja porque follen juntas. Se convierten en pareja cuando comprenden que no están follando con un cuerpo anónimo, sino con un cuerpo con nombre y apellidos… No sé si me explico. Pero esa segunda vez, ya desde el primer beso al pie de la moto, sentí que ella era para mí algo más que un cuerpo atractivo, y que las palabras iban a ser inevitables. Sólo faltaba por saber si ella sentía lo mismo.
Una de esas noches le pregunté cuál era la razón por la que me había elegido a mí. Ella me contestó sinceramente. No lo sabía. No sabía bien porqué hacía aquello. Simplemente tenía ganas de hacerlo. Eso dijo, y yo no pregunté más… Pero había algo más. Siempre hay algo más. Algo más profundo. Una razón subterránea que lo mueve todo, que empuja la lava hacia arriba. Y esa razón la iba a descubrir yo algún día. Porque yo estaba ahí para eso. Para descubrírsela. Pero para aquello aún faltaba. Nadie se libra del dolor. Tú puedes huir de tu casa, renegar de los amigos, esconderte en un monte intrincado y lejano, lo más intrincado y lejano que encuentres, pero al final no puedes escapar del dolor. Ella sentía que estaba dejando cabos sueltos, cosas sin hacer, y tenía una urgencia aparentemente incomprensible, una urgencia por vivirlo todo, por no dejar de recorrer ningún camino, por no dejar nada esbozado, por llegar hasta el final, el final del placer, el final del dolor, el final de lo que fuera… ¿Qué es la vida?, ¿qué hay debajo de la vida?, ¿de la vida que vivimos?, ¿de la vida que no vivimos? Ella sentía urgencia, una urgencia que no sabía explicar. Y yo tuve que explicárselo. Y tuve que ser testigo de todo. Yo, que había renunciado a todo por no tener que seguir fingiendo.
Pero aún faltaba para eso. Antes aún teníamos que conocernos. Nuestros cuerpos tenían que conocerse más, mucho más… Había que hablar. La curiosidad era inevitable. Y había que explicar ciertas cosas, instrucciones, consejos, observaciones y pequeños trucos para ir tirando, para no tomar demasiada velocidad… Pero sobretodo había que tocarse. Había que follar. Que follar y no despegarse en todo el día. Juntos. Esa era la clave… Había que estar todo el día juntos. En la cama juntos. En la ducha juntos. En el prado juntos. En el río juntos. En la cena juntos. En el sofá frente a la chimenea… juntos. Juntos sin contar los días. Juntos sin que nadie quisiera mirar la moto aparcada delante de la casa. Juntos…
Empecé a pensar que aquello era el infierno. Aquello no podía ser otra cosa que el infierno. Te metes y te metes y luego ya no puedes salir. Ni puedes ni quieres. Aunque te mueras de hambre. Aunque te mueras de frío. Pensé que lo mejor era guardar silencio. Ella era parte de la casa. Mis bastos jerséis de lana parecían haber sido hechos para ella. Ella había llegado sin maleta pero toda la casa era suya. Todo lo que había dentro de la casa, incluido yo, éramos suyos. A ratos pensaba en lo que dirían mis amigos, mis antiguas novias. Hasta pensaba en los críticos, en los que habían aniquilado todo mi sentido de la cordura con sus estúpidos comentarios. Yo hacía cuadros. Y había tenido la desgracia de caer bien. De ganar premios. De entrar en el desagüe veloz de eso que se llama “moda”. Estar de moda dura lo que dura el agua del retrete en desaparecer por el sumidero. Y después sólo queda confusión y autodesprecio. Yo lo sabía. Lo sabía tan bien que no entendía como no me había pegado un tiro unos cuantos años antes. Pero ahora T estaba conmigo. T era un regalo de la vida. Un regalo del infierno. Eso era lo de menos.
Cuando se fue después de Pascua, me prometió que volvería pronto. No volví a verla hasta agosto. Cuanto más duro es el invierno, más hermosa es la primavera. Todo brillaba a mi alrededor pero yo sólo pensaba en ella. Bajaba al pueblo para acechar al cartero. Hasta pensé en salir de mi retiro e ir a buscarla a su ciudad. Pero al mismo tiempo tenía la extraña sensación de que no debía hacer nada. Aquella casa era como un faro. Si lo abandonaba ella no regresaría nunca. Era algo absurdo. Algo irracional. Pero pensaba que mi puesto estaba allí, en esa casa, en ese valle, y que fuera de allí estábamos condenados a no encontrarnos nunca.
Y entonces ella volvió. Y nada más bajar de la moto me dijo que pensaba quedarse todo el mes. Y yo tuve la impresión de que era yo, yo con mi constancia, yo con mi paciencia, quien la había hecho regresar. Las cosas son como son y no tienen sentido. Pero nosotros buscamos desesperadamente la manera de actuar sobre las cosas. O por lo menos de dotarlas de un sentido. A finales de agosto, ella se despidió diciendo que volvería antes de Navidad. Pero no volvió nunca.
Durante meses esperé alguna carta, alguna noticia, algo, lo que fuera. Seguía pasando por el bar del pueblo, para preguntar si alguien había dejado algún recado telefónico para mí. Y seguía buscando al cartero, aunque ya no me atrevía a preguntarle y me limitaba a ver como pasaba por delante de mí sin detenerse. Y seguía encerrado en mi casa, entre mi huerto y mis muros, en mi silencio y mi soledad. Los días me mantenían ocupado, pero las noches eran desoladoras. Me preguntaba una y otra vez qué habría pasado, si yo había hecho algo que hubiera desencadenado su huida o si esta huida se debía a algún factor desconocido. ¿Pero era una huida? Ni siquiera eso estaba claro. Sumido en mi desesperación, ya no quería recuperarla. Me bastaba con tener una explicación, la que fuera. Me bastaba con saber qué había pasado.
Y lo supe. Lo supe de la manera más absurda. De pura casualidad. La vida no nos permite ni el consuelo de la ignorancia. Cumple nuestros deseos porque sabe que nuestros deseos son lo que al final acabará por destrozarnos. Ahora que sé lo que pasó me digo que hubiera sido mejor no saberlo, pero entonces hubiera dado un brazo y una pierna por saberlo; y cuando lo supe deseé haberme quedado mudo y ciego y sordo, deseé no haber encontrado nunca ese papel arrugado y sucio, enmohecido y carcomido, donde ella había escrito un teléfono, y deseé no haberme atrevido a entrar al bar aquella tarde maldita. Pero entré. Entré y me dirigí hacia la cabina del teléfono. Y logré dominar el repentino pavor que me sobrevino, el repentino escalofrío que me recorrió y que no era más que una señal, un minúsculo aviso de lo que iba a sentir al momento, cuando una voz de hombre me preguntó por mi nombre, o mejor dicho, buscó la confirmación de algo que ya sabía. Porque la voz había preguntado:
–¿Eres Kike?
Y en esa pregunta tan sencilla estaba condensado todo el dolor y toda la angustia del mundo. Y también un cierto alivio, el alivio del que tiene una misión imposible que cumplir.
–Sí. –Respondí. Soy Kike.
¿Qué otra cosa podía hacer? Yo hubiera preferido decir: “Perdón, me he equivocado”. Pero aquello no era posible. Yo no tenía escapatoria. Ni él tampoco. Yo tenía que seguir hablando y él tenía que contestar. Yo tenía que oír lo que no quería oír y él tenía que darme la noticia. La noticia que T no quiso darme. Pero nadie puede. Nadie puede esconder el horror. Ella lo sabía. Tenía prisa. Era joven. Tenía planes. Tenía un futuro. Yo la miraba mientras nos bañábamos en el río. La miraba mientras tendía la ropa en el prado. La miraba mientras acariciaba a los perros de algún pastor. Y me parecía que esa escena iba a repetirse siempre. Iba a durar siempre. Ella había venido para quedarse. Yo no podía imaginar otra cosa. Pero el horror está ahí, camuflado, oculto, enterrado. El horror es un árbol con raíces inmensas, indestructibles. Cortas una rama y sale otra. Coges una azada y cavas y cavas. Pero el árbol vuelve a rebrotar. ¿Y qué podía hacer ahora? Escuchaba a su hermano y no sabía qué decir. Alguien tenía que empezar. Los dos estábamos frente a frente, como dos suicidas o dos enemigos. No podíamos cambiarnos los papeles. No podíamos buscar un sustituto. Estábamos solos. Solos en el mundo. Nadie nos podía ayudar.
–Dime dónde estás y pasaré por allí lo más pronto que pueda –me dijo al final, cuando ya no había nada que añadir.
Le expliqué cómo llegar hasta el valle. Y él acudió a la semana siguiente. Fue una visita muy breve. Cuando lo vi pensé que nada en su rostro ni en su manera de hablar me recordaba a T. Eran hermanos, supongo que yo esperaba descubrir en él algo de T, pero por mucho que lo observaba no encontraba nada. Ni sus gestos, ni el color de los ojos, nada. Esa había sido mi esperanza, mi última esperanza.
Me preguntó por mis cuadros. Eso era todo lo que sabía de mí. Todo lo que T le había contado de mí.
–Ya no pinto. Hace años que no pinto.
Eso le extrañó. De repente me pregunté quién era T. Qué había pretendido. Por qué me había elegido a mí. Si quería apurar su tiempo, si quería vivir una última aventura, si quería esconderse del mundo, yo podía imaginar cincuenta lugares mejores, y suponía que habría otros hombres más capaces de darle alivio, placer, o simplemente la posibilidad de ser otra persona. Y, pese a todo, ella me había elegido a mí. ¿Por qué? ¿Por mis cuadros? Ella los había visto la primera noche. Pero yo entonces no sabía que ella era una estudiante de Bellas Artes. Y yo, mal que me pese, aún soy conocido. Aún salgo en las revistas. Aún se venden mis cuadros en las galerías y las ferias. He destruido muchas obras, pero no he sido capaz de rematar mi trabajo. Y, aunque sabía que me arrepentiría algún día, conservo algunos cuadros. Son pequeños, fáciles de transportar, y los he llevado conmigo de casa en casa. No son nada del otro mundo. No los quiero vender, pero tampoco me decido a librarme de ellos. Pensé en regalarlos a alguien. Pero nunca he sabido a quién. ¿Eso era todo? ¿Una estudiante que quiere redimir a un viejo pintor? No. Yo no era un pintor viejo ni consagrado (conocido sí, pero para algunos, no para el gran público…), y T nunca había tratado de hacerme pintar. Intenté recordar y no encontré en mi memoria ni una sola conversación sobre mis cuadros. Ni siquiera sobre la pintura en general. T y yo hablábamos de cosas prácticas. O hablábamos de lugares que cada uno quería enseñar al otro algún día. Pero ese “Algún día” era siempre lejano, nunca pensábamos realmente en salir del valle.
Antes de irse le pedí una foto. Una foto de T. Él tenía una pequeña foto en la cartera. Una foto de carnet. Me la dio. Yo no tenía ninguna foto de ella. Ni fotos ni otra cosa. T se había marchado como vino, sin llevarse nada ni dejarme nada. No llevaba equipaje. No olvidó ninguna camisa. Pero todas las camisas mías ya eran suyas, y ya no volverían nunca a ser mías. La última imagen que tengo de ella es la de su último beso, ya en la moto. El motor en marcha. Un beso rápido. Un beso reclamado por mí y consentido por ella. “No le gustan las despedidas. Es lógico…” eso fue lo único que pensé. Pero ese beso me dejó mal sabor de boca. Y ese mal sabor de boca se ha mezclado ahora con el horror, con el rencor, con la tristeza y con la resignación. Ese beso ha borrado todos los demás besos y ahora queda el invierno, sólo el invierno, el invierno con su soledad y su nieve, la nieve que ya me acecha, la nieve que siempre, inexorablemente, esté donde esté, me recordará aquel día que todo empezó, aquel maldito día que yo abrí la puerta y la dejé entrar en mi vida. El invierno y la nieve, eso me queda. Los días pasan pero el dolor no muere, sólo duerme, sólo espera. Y nieva, nieva sobre los besos y los abrazos, sobre las risas y los gemidos. La nieve es como esa pátina que tapa el lienzo, la nieve se agarra a mis ojos y ya no hay más que nieve, nieve permanente, capas y capas uniformes, el blanco más perfecto, el silencio absoluto, el frío más atroz, y estas pocas palabras que yo escribo.