Cuando sus pies se despegaron al fin del piso del avión, el dolor primero, la velocidad y el vértigo luego, lo confundieron. La gravedad, sin embargo, ayudó a estabilizarlo, y muy pronto pudo ver la concatenación de montañas recortadas contra el sol de un amanecer nuevo. Quizás por esta visión, la desesperación y la agonía lo abandonaron. Vio el disco luminoso ascender y creyó que ese sol no era solo el del día presente, sino también el de la víspera y del día venidero. Pensó: en un momento que no conozco, alguien me intuye; un rostro amado me busca; un extraño me recuerda. Intuyó que, arrastrado hacia el fin, su existencia se extendía hasta lo insoportable, que su silueta se prolongaba de punta a cabo sobre la Tierra. Entonces sonrió: el viento pegándole en la cara le era indiferente. Atrás el avión y los soldados que lo desgarraron eran una memoria que se perdía como una anécdota vana. El dolor, el vientre rajado y sangriento, los huesos quebrándose por la caída, le parecieron justo precio para alcanzar la eternidad. La muerte piadosa lo abrazó poco antes que el riel de acero lo arrastrase hasta el abismo. No alcanzó a sentir por última vez la caricia del mar.
Ilustración: Ed Valigursky