«No es una carga fácil, pero es lo que yo soy»
John Constantine
Debo decir que cuando encontré como epígrafe de uno de estos relatos de Aldo una cita de Jorge Teillier casi lo esperaba. De hecho, su lectura me hacía pensar todo el rato en su poesía. Porque los textos de Aldo son indudablemente láricos.
Los lares no son los sitios considerados en su pura, inerte y mera objetividad. Son los lugares transidos de memoria, aquellos que nuestra añoranza ha teñido de una impronta sagrada. Son, como ha dicho Pedro Gandolfo, una creación poética. Son aquello que reconocemos y donde nos reconocemos.
Los lares tienen nombre (y a veces apellido) porque lo suyo es la singularidad de lo inmanente, las antípodas de lo que alguien denominó lo universal / indiferente / intercambiable. Cada lar es esencialmente único, como el unicornio azul de la canción de Silvio Rodríguez, del cual dice que «aunque tuviera dos, yo sólo quiero aquel» La renuncia al lar es imposible como no sea abdicando del propio ser. El lar se entreteje con la infancia, con la memoria de sueños y pesadillas. En los cuentos de Aldo la nostalgia, la maravilla y el terror son inseparables. «Soñé que era muy niño, que estaba en la cocina, escuchando los cuentos de la vieja Paulina» Esa frase inicial del poema de Diego Dublé Urrutia, que le escuché por primera vez a mi propio padre, resume (espero) lo que quiero decir. En ella, creo, se revela la infancia como el lugar de la ensoñación y el miedo. Porque seguramente los cuentos de Paulina son cuentos de fantasmas, de lo innominado que aletea en el bosque centenario, infinitamente lejano aunque esté ubicado sólo unos metros más allá del fogón al lado del cual la escuchamos aterrados, fascinados.
Me es imposible dejar de recordar a H.P. Lovecraft, quien exclamó láricamente «I am Providence» Y recuerdo con él a Poe, a Hawthorne, al propio Melville y su Moby Dick atravesado de terror numinoso. Todos ellos escritores que bebieron del humus de su ancestral New England, así como nuestro Aldo Astete es genuinamente un autor de nuestras profundidades, de nuestros abismos súrdicos. Chiguayante, Concepción, Chiloé y la Patagonia son en sus cuentos otras tantas estaciones de la memoria.
Desde luego, el lar, considerado en sí mismo, no participa del tiempo de los relojes, aquellos que solo miden, como dice Blake, «las horas de la necedad». El lar tiene su propio tiempo que es el tiempo del éxtasis. Bien lo sabía Bram Stoker cuando describió a Jonathan Harker asombrado ante el desarreglo de la cronología que para él estaba representado por el progresivo retraso de los trenes conforme avanzaba hacia el este, hacia el castillo del conde Drácula. Tiempo y contratiempo, guerra del tiempo lineal contra el eterno y nietzscheano retorno de lo mismo. Esto conlleva para quien quiera ficcionar (poetizar) láricamente un riesgo, y es transformar el lar en un retrato inmóvil, en una tarjeta postal para turistas. A mi juicio, Aldo ha evitado este peligro precisamente haciendo entrar en el lar a aquello que lo niega y lo transgrede, provocando la colisión entre la inmemorial memoria y lo cotidiano de la vicisitud. En varios de sus cuentos nos describe Chiloé no como a la estancia incontaminada y legendaria, el feudo del trauco, la fiura y los palafitos eternos, sino como un sitio que ha sido alcanzado por la modernidad, representada por la industria salmonera, actividad en la cual se desenvuelven a veces los protagonistas de sus relatos. El hecho de que la narración sea al respecto moralmente neutra no hace sino realzar ese carácter de conflicto entre dos maneras de entender (de vivir) la temporalidad, conflicto también presente (y de un modo radical) en el Drácula stokeriano. Si en general se considera a lo fantástico como a un elemento de ruptura, como un disolvente de los cotidiano (1), Aldo nos presenta a lo profano inherente a la modernidad como un disolvente de lo lárico, nos pinta un enfrentamiento hoy por hoy irresuelto que bien podría ser un retrato certero de nuestra hora, y en el que alborea un certero diagnóstico: hay en la historia elementos que no son históricos, y que la historia no puede ignorar sin precipitarse en la catástrofe. La intuición de dichos elementos es aquello que la cultura y las culturas han atribuido al ámbito de lo sagrado.
Hay otros aspectos que se articulan en los lares tal como los presenta Aldo. Podrían denominarse lo grotesco y lo perverso. La crueldad soterrada, el incesto y la descomposición están aquí presentes como en esos decadentes villorrios que presenta Lovecraft y en donde, al decir de Rafael Llopis, los aldeanos son «apenas menos monstruosos que los propios monstruos» (2) El púgil destinado como material a ser dañado, la joven que advierte la singular perversión oral de su «querido» abuelo, son víctimas propiciatorias de un mundo enclaustrado y endogámico que obedece a leyes propias e ineludibles que someten también a quienes podríamos considerar a primera vista sus verdugos.
En uno de sus escritos más célebres (3), Sigmund Freud dice que lo siniestro es aquello familiar que ha dejado de serlo. Si contemplamos junto con Aldo lo que estas alturas ya podríamos designar como la ambigüedad esencial del lar, puerta o puerto de maravillas y terrores, tendríamos que concordar con el padre del psicoanálisis. Una mirada hacia atrás debería recordar lo ambivalente de nuestra infancia. Somos tiempo acumulado. No podemos renunciar —por suerte— ni a las luces ni a las sombras de lo lárico. Las llevamos con nosotros. Somos el lar.
Notas:
(1) “A diferencia de los mundos secundarios de lo maravilloso, que construyen realidades alternativas, los mundos sombríos de lo fantástico no construyen nada. Son vacíos, vaciantes, disolventes.” Rosemary Jackson. Fantasy: Literatura y Subversión. Catálogos Editora, B. Aires, 1986. Pág. 42
(2) Rafael Llopis. Los Mitos de Cthulhu. Alianza Editorial. Madrid, 1990. Pág. 37.
(3) Sigmund Freud. Lo Siniestro. En Obras Completas. Amorrortu Editores. B.Aires / Madrid. 1978.
Ilustración: Love this so much! de Marina Muun